Usted está aquí: domingo 3 de julio de 2005 Cultura Nació bailarina

Bárbara Jacobs

Nació bailarina

Quizá se deba a un efecto de la admiración que desde que conocí la vida de Isadora Duncan imaginé a su protagonista bella y de proporciones perfectas. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Una bailarina es una bailarina. Pero ahora leo que su físico no se relacionaba con el de ningún ideal, pues era de estatura baja y complexión más bien gruesa además de que, hélas, parece que bella tampoco era. Si las dos primeras características son incuestionables, la de la belleza no lo es. ¿Quién puede definirla, atribuirla o negarla con pretensiones de tener razón? Para entendernos habría que establecer que esta cualidad es independiente del espíritu del que la posee. Por definición a un bello espíritu corresponde una bella corporeidad.

Un amigo me contrarió confiándome el desconcierto del que fue presa al ver que los zapatos nuevos que su mujer le mostraba radiante a él le parecieron horribles. Le comenté que yo habría visto en ellos el entusiasmo con que ella se los mostró y por tanto los habría encontrado bonitos. Pero me pregunto si mi particular percepción del mundo exterior no es una deformación y si esto no revela que la estructura de mi juicio y mi gusto no obedece sino a leyes que dicta mi mundo interior, hecho de nociones, conexiones y emociones deslindadas de lo que es la realidad.

Cuando Gertrude Stein y su hermano llegaron a París en los años veinte, para adquirir y formar una colección de la pintura de vanguardia que se estaba creando en ese momento ahí, ¿qué motor determinó la cuidadosa elección que ellos dos hacían de cuadros rechazados de pintores veinteañeros y desconocidos como eran por entonces Picasso, Matisse, Braque y Cézanne, entre otros? Primero confrontaron y eligieron la obra, y solamente después conocieron a sus autores y trabaron amistad con ellos y se convirtieron en sus primeros coleccionistas. Gertrude Stein reconoció en la creación de Picasso lo mismo que ella reconocía en su propia escritura, y esto es lo que la decidió a elegir dicha pintura y a considerar genio a su autor.

Isadora Duncan nació bailarina y creó su danza de acuerdo a un sistema, si se puede llamar así, basado en la armonía con los valores del arte griego, con el universo, la naturaleza y de modo señalado la libertad. El ballet y su disciplina siempre le parecieron un corsé que ceñía hasta la asfixia la belleza. Isadora bailaba descalza, envuelta en una túnica griega transparente, y por escenografía no aceptaba más que un par de cortinas azules. Mientras bailó en Europa, en Rusia, en Estados Unidos y en Buenos Aires, cautivó a públicos refinados, a estudiantes y a artistas, pero el crítico que la consideró fea opinó en aquella misma época que Isadora no creó nada, que su danza no constituyó ningún aporte a las bellas artes. Gertrude Stein, que descubría valores en la pintura, hacía mofa de las tendencias griegas clásicas o italianas renacentistas por las que según ella iba atravesando la danza de Isadora.

Muertos sus dos primeros hijos, un niño y una niña menores de ocho años de edad, Isadora Duncan aceptó la invitación de su admirada amiga Eleanora Duce a recuperarse en su casa a la orilla del mar, al sur de Francia. Una tarde Isadora lloraba sola, las rodillas hundidas en la arena, cuando a su lado oyó una voz masculina que le preguntó por qué lloraba de esa manera continua. Al ver al joven que se había acercado a consolarla, lo tomó como una aparición que le enviaba Zeus. Sin vacilar, se entregó a él tras pedirle que le hiciera un hijo. El joven, ¿le pareció bello a Isadora, o era bello en sí? Que el hijo muriera a los pocos días de nacido no acabó con la belleza que la madre alcanzó a ver en él.

La belleza y la grandeza que Gertrude Stein y su hermano concedieron a la primera pintura de Picasso y Matisse entre otros, ¿la vieron en las telas o ellos se la infundieron? Recordemos que era obra que los espectadores sabían acabada solamente porque había sido enmarcada. Gertrude Stein dudó ante el primer Picasso que su hermano había descubierto. Le gustaba la cabeza de la figura, pero no las piernas ni los pies. "Recórteselos a la tela", le sugirió el marchante.

Tras uno de sus partos, Isadora cumplía con sus compromisos de trabajo sobre el escenario cuando sintió cómo brotaba leche de sus senos y empapaba su túnica. Enfrente, desde abajo, ¿habrán advertido la mancha los espectadores? ¿Qué habrían exclamado: "¡Qué belleza!" o "¡Qué desaliño! ¡Qué fealdad!"

 
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