Usted está aquí: viernes 1 de julio de 2005 Opinión Paso a la decencia

Editorial

Paso a la decencia

Dejando de lado la avalancha de adjetivos (inmoral, indecente, agresión a los niños, ataque artero a la familia) colgados por la reacción política y religiosa a la legislación que establece el matrimonio entre personas del mismo sexo en España, aprobada ayer por el Congreso de los Diputados, es claro que ese país europeo ha logrado una importante conciliación entre sus leyes y la igualdad, la fraternidad, la justicia, la solidaridad y la no discriminación.

Humillados, segregados y hostigados hasta el asesinato, tanto en Occidente como en otros entornos culturales, los homosexuales han sufrido, además, una tradicional y casi universal marginación legal y una discriminación evidente en relación con los heterosexuales: la prohibición de formalizar sus relaciones de pareja en enlaces matrimoniales reconocidos por el Estado. La persistencia de esa discriminación injustificable los ha colocado en una terrible desventaja y en una indefensión casi absoluta en los ámbitos de la seguridad social, los derechos de herencia, la adopción de menores, la patria potestad y la custodia de los hijos biológicos, las medidas de defensa ante la violencia intrafamiliar, las oportunidades crediticias y hasta el derecho de llorar y enterrar al cónyuge fallecido. La acción en todos esos terrenos, practicable, lógica y evidente para una pareja establecida de un hombre y una mujer, ha sido vedada desde siempre para quienes establecen relaciones amorosas y familiares con personas de su mismo sexo.

Esta monstruosidad histórica no tiene más fundamento que las ideas ancestrales de las grandes religiones ­particularmente la católica­ acerca del amor y la familia. En el ámbito científico el clero ha sido obligado por el mundo a desechar una buena parte de sus supersticiones y sus prejuicios (como el sistema astronómico ptolemaico, que hacía girar al Sol alrededor de la Tierra, una necedad que colocó a Galileo Galilei y a otros científicos en las garras de la Inquisición), por más que se aferre a otros de nuevo cuño, como las denuncias seudocientíficas sobre la supuesta ineficacia del condón para prevenir el contagio de VIH. Pero en el terreno social la reacción religiosa ha sido incapaz de admitir los avances de la ética ciudadana que tiene sus primeras expresiones en el siglo XVIII y que hoy día constituye el punto de referencia indispensable para la redacción de leyes, elaboración de políticas de gobierno y establecimiento de normas de convivencia en las sociedades de casi todo el mundo.

A esa reacción religiosa, sobreviviente de sí misma, se unió, en España, una reacción política sobreviviente del franquismo que tiene su principal expresión en el Partido Popular (PP) y que, con su oposición férrea e irracional a la legislación comentada, dejó en claro que no tiene más visión de sociedad que una nostalgia hipócrita por los tiempos del Generalísimo. Irracional, porque no hay un solo elemento que permita pensar que el matrimonio entre homosexuales pudiera constituir una amenaza a la sociedad y al orden establecido, e hipócrita porque la tendencia mayoritaria en el PP propugnaba la aprobación de una ley para formalizar parejas del mismo sexo, con los mismos derechos y obligaciones que implica un enlace civil entre heterosexuales, pero sin llamarle matrimonio.

Esas resistencias consiguieron movilizar a sectores atrasados y hasta cavernarios de la sociedad en el intento por perpetuar una discriminación inhumana y bárbara. Por consiguiente, el empeño de abolir tal discriminación fue largo y arduo, hubo de superar un veto senatorial, y posiblemente deba enfrentar nuevas maniobras legales, como una impugnación ante el Tribunal Constitucional a la reforma aprobada ayer. Ya enmarcadas en la plena legalidad, las parejas homosexuales tendrán que remontar también un obstáculo más arduo que los jurídicos y políticos: la extendida y persistente homofobia de la sociedad. Por lo pronto, la votación del Congreso de los Diputados (187 a favor, 147 en contra, cuatro abstenciones) es un avance civilizatorio que honra a España ­uno de los países más católicos del viejo continente­ y que la coloca como ejemplo para muchos otros estados; en particular, los latinoamericanos.

No debe olvidarse que, con las excepciones localizadas y meritorias del gobierno de Buenos Aires, que en 2003 aprobó la unión civil para parejas del mismo sexo, y los tribunales del estado brasileño de Rio Grande do Sul, los homosexuales y lesbianas de América Latina siguen siendo ciudadanos de segunda, parias de la institucionalidad y marginados de la legalidad. Al igual que los heterosexuales, trabajan, pagan impuestos, realizan su aporte a la economía, votan (no suelen ser votados, a menos que mantengan sus preferencias sexuales en la clandestinidad), son ricos, o pertenecen a la clase media, o son pobres. Están en toda la sociedad: en la política, las finanzas, la administración, el ámbito científico, la academia, la cultura y el arte, el deporte, las organizaciones de la sociedad civil, el comercio informal, el Ejército, los tribunales, las corporaciones policiales y los grupos delictivos, y también, desde luego, en las filas de la Iglesia católica y en las de otros cultos.

Cabe esperar que lo que el jefe del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, llamó atinadamente el paso a "un país más decente, porque una sociedad decente es aquella que no humilla a sus miembros", refuerce las luchas de las minorías sexuales de este lado del océano y que sirva de pauta para que los congresos de esta región del mundo se animen a despejar lo mucho que tenemos de medievo y se atrevan a colocar a nuestros países, de una vez por todas, en el siglo presente, así sea en materia de no discriminación, igualdad y decencia.

 
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