Usted está aquí: viernes 24 de junio de 2005 Opinión Foucault, Cervantes y la locura

José Cueli

Foucault, Cervantes y la locura

Para Michel Foucault, como para Miguel de Cervantes Saavedra con su ingenioso hidalgo, se hace inaplazable el asunto de hablar de la experiencia de la locura; muy cercanos a Elogio a la locura, de Erasmo: una locura con la que la razón incursiona en un diálogo, una locura con la que se encuentra una distancia óptima, se cabalga junto a ella, proveniente del propio discurso y del discurrir humano, demasiado humano como para ignorarla, locura a la que, sin embargo, a veces sólo se le evoca para dirigir una crítica demoledora sobre ella, a lo cual tanto el pensador francés como el escritor español se resisten con su pensamiento y obra.

La locura a la que ellos aluden es aquella que lleva el sello de la tragedia humana; lo trágico de lo humano o lo muy humano de lo trágico. Locura que pretende ser domeñada bajo la cruel benevolencia del humanista y su ceguera.

Foucault señala el siglo XVIII como el contexto del rechazo y la proscripción de la locura y, así, ésta es recusada, ¡vade retro!, por un gesto soberano, omnisciente y omnisapiente de la razón que la excluye y la confina al silencio, a la alienación; siguiendo para ello la fórmula paradigmática descartiana: ''y qué, se trata de locos".

Tal como a Alonso Quijano había que refundirlo con sus quimeras y su Dulcinea en el último rincón de un lugar de La Mancha de cuyo nombre sería mejor no acordarse.

Un lugar, como dice María Zambrano, que tal vez era España entera. Una España que era a la vez presencia y ausencia, luz y sombra, bañada por un sol candente que Cervantes se atrevió a mirar de frente, desde su marginalidad y su locura privada, desde la doble existencia del amor y sus amadas.

Desde allí Cervantes escribe al margen, en el margen, en las fronteras, en el exilio, en la tierra de todos y de nadie, desde lo espectral y lo enigmático, desde la sinrazón y el sinsentido, desde la negra espalda del tiempo, intentando apresar en sus quimeras la fugacidad del instante y saltar los límites asfixiantes de la razón.

Es así como Don Quijote emerge de entre lo sagrado y lo mítico, cuya sustancia matricial lo engendra en una piel de toro, por tanto, fraguado de casta y tragedia, delirio y quimera.

Sangre indomable circulando por arterias de ternura, imaginería irredenta trazada desde Altamira hasta Alcalá de Henares para derramarse por todo el mundo. Sangre que se convierte en tinta, herencia invaluable para los iluminados, entre ellos Sigmund Freud y toda la saga de escritores y filósofos españoles: Miguel de Unamuno, Antonio Machado, León Felipe, José Ortega y Gasset, María Zambrano y poetas de la talla de Federico García Lorca, José Bergamín, Rafael Alberti y Luis Cernuda, todos ellos tocados por el exilio.

Si ellos elevaron sus voces desde su condición de transterrados, Freud, asimismo, nos devela el mayor de los exilios colocando él también el acento en el mito, la tragedia, el amor y la locura. Para él, el mayor de los exilios, el trazo perenne y doloroso del ser humano es el desamparo originario, la dolorosa incompletud: estamos solos en el mundo, siempre en busca de una quimera y por ello el hombre sueña, sueña con la completud.

Freud, como Foucault y Cervantes, enuncia que justamente en lo no dicho está siempre lo esencial. La multiplicidad de sus significaciones es infinita. Al someter la realidad a lo ideal se requiere usar un lenguaje que no puede ser interpretado literalmente, porque cada uno de los términos esta encajado dentro del otro en una sucesión infinita, en realidad, sin origen.

 
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