La Jornada Semanal,   domingo 19 de junio  de 2005        núm. 537


HUGO GUTIÉRREZ VEGA

EL FIN DE LOS CACIQUES

Hace unas semanas me senté a tomar un café y a charlar larga y sabrosamente con mi amigo Luis H. Álvarez. Tiene ya ochenta y cinco juveniles años y sigue trabajando. Sus tareas para lograr la paz en Chiapas se vieron obstaculizadas desde el principio por el incumplimiento de los Acuerdos de San Andrés y por la aprobación de una absurda ley que empeora la situación de las naciones indígenas de nuestro país.

Luis es un hombre bueno en el sentido machadiano de la palabra. Está acostumbrado a decir sus verdades y las sigue diciendo con una claridad que escandaliza y desconcierta a los tartufos y a los simuladores. Su lucha por la implantación de la democracia en nuestro traqueteado país tuvo su mejor momento en la huelga de hambre que, en protesta por el fraude electoral cometido por el ancianísimo régimen, llevó a cabo en la plaza de Chihuahua.

Hablamos de su campaña como candidato a la Presidencia de la República en 1958. Lo acompañé, en calidad de vociferante, en una gira que abarcó más de cuatrocientas poblaciones y que fue objeto de toda clase de agresiones por parte del corporativismo priísta y de los viejos caciques que seguían controlando sus feudos con un cinismo, una desfachatez y una crueldad que incluían la burla al poder federal y el mantenimiento de una maraña de intereses creados, pillerías y complicidades. Recordamos a un cacique menor, el de Namiquipa, Chihuahua (antes de ser candidato a la Presidencia de la República, Luis aspiró a la gubernatura de su estado natal y lo recorrió pueblo por pueblo), y, con explicable pavor, a sus feroces alicuijes. El mitin se celebró en una tarima colocada al precario amparo de la iglesia parroquial. Cuando peroraba con elocuencia Guillermo Prieto, orador chihuahuense culto y brillante, los alicuijes del patrón empezaron a disparar contra la multitud (su objetivo era el de disolver la manifestación. Por lo tanto no tiraban a dar). Guillermo, con un gesto heroico que recordaba a su homónimo liberal, los increpó: "No tiren contra el pueblo, tiren contra nosotros", fueron sus ardorosas palabras. Manuel Rodríguez Lapuente, con gran prudencia, le susurró al oído: "Gordo, no violentes la voluntad de esos señores, déjalos que tiren para donde quieran." Desde que entramos al estado de Zacatecas nos siguieron dos camionetas llenas de amenazantes pistoleros. Se trataba de guaruras del gobernador Francisco Espartaco García, testaferro y turiferario del cacique regional don Leobardo Reynoso (sic), Señor de Juchipila y dueño del estado entero. Según nos dijeron su "guarda cuidadosa" obedecía al amable deseo del señor gobernador de librarnos y de protegernos de las acechanzas de los caciques pueblerinos que, eventualmente, podrían reaccionar con enfado ante la virulencia de nuestra oratoria. De tanto sirvió su protección que en Jalpa, Luis y este bazarista dieron con sus huesos en la cárcel "por andar insultando al supremo gobierno". Don Leobardo Reynoso (sic), desde su rancho de Juchipila se regocijaba y estaba seguro de que los jefes de la ciudad capital veían con buenos ojos y mejor humor sus gracejadas de señor de horca y cuchillo. En San Luis Potosí, don Gonzalo N. Santos (sic), atrincherado en su castillo del Gargaleote y gobernando su feudo a través de interpósito canchanchán, nos hostigó sin descanso; el cacique de Tonila en Jalisco nos encañonó con tremendo escopetón y dirigió su mira al pecho de Luis; Zapoltiltic aportó sus balazos al aire y unos pistoleros al servicio de don Fidel Velázquez (sic) dispararon contra nuestra tribuna en Tlalnepantla. Nos salvamos gracias a la presencia de ánimo del reportero de Excélsior, Fernando Aranzabal, que los enfrentó y, herido en una pierna, los obligó a replegarse. En Campeche el doctor y laboralista señor feudal, Alberto Trueba Urbina, obligó a sus súbditos a que nos negaran casa y comida. Al día siguiente del mitin este bazarista, después de laboriosa paliza, fue colocado en la frontera de Yucatán y amenazado con otra paliza si se atrevía a regresar al feudo del cacique laboralista.

Comentaba con Luis cómo influyó su campaña en la decadencia y caída de los señores feudales. El presidente López Mateos ("los caciques duran hasta que los pueblos los aguantan", fue la frase que pronunció durante su gira por San Luis Potosí) acabó con el cacicazgo de Santos y mandó a Reynoso de embajador a Dinamarca. Los otros caciques empezaron a cuidar las apariencias y así terminó una etapa funesta de la política mexicana. Los siguientes cacicazgos fueron igualmente autoritarios, pero considerablemente menos primitivos y atrabiliarios. El pan en este aspecto no canta mal las rancheras, pues en San Luis Potosí otro Santos (ahora Marcelo de los) hace sus pininos caciquiles violando la libertad de prensa.

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