Usted está aquí: martes 7 de junio de 2005 Opinión La prisa de Europa

Pedro Miguel

La prisa de Europa

Como si fueran unos chambones tercermundistas, los dirigentes europeos planificaron mal y atascaron el coche. Dos veces: en Francia y en Holanda. Tal vez las cosas habrían sido más fluidas si los Señores de Bruselas hubiesen previsto qué hacer en caso de que uno o más países rechazaran esa constitución continental, que va demasiado rápido y no toma en cuenta a la gente en la medida en que ésta querría ser tomada en cuenta. Como resultado de esa arrogancia de los políticos y administradores, el Viejo Continente está metido en un berenjenal y nadie sabe cómo devolverlo al carril de la integración. Desde luego, no hubo cara para festejar que el parlamento letón haya aprobado la Carta Magna unos días después de las catástrofes francesa y holandesa.

Por desgracia o por fortuna, la suerte de Europa es algo que le interesa, para bien o para mal, a gente de otros lugares y continentes, y este atorón de última hora nos retrasa en décadas el advenimiento de un poder regional capaz, en primer lugar, de imponer una mínima sensatez en los intercambios mundiales y, en segundo, de hacer contrapeso, así fuera parcial y esporádico, al desaforado trote bélico, fundamentalista y autoritario del gobierno de Washington. De hecho, para los latinoamericanos, los africanos y los asiáticos, la conversión de Europa en un polo que ponga fin al orden unipolar es hasta más urgente que para los propios políticos europeos.

Sabemos, cómo no, que los gobiernos y las empresas del otro lado del Atlántico no son hermanas de la caridad ni mucho menos, y que a veces son incluso más depredadores que los del norte del río Bravo. Basta con ver las garras que asoman las empresas hídricas en Bolivia y las bancarias en México.

La razón de la urgencia no es la ilusión (vana) de que Europa sea capaz de establecer un orden mundial justo, humanitario y armónico, sino la necesidad de que vuelva a haber dos superpoderes en competencia económica y diplomática (no militar, esperemos) y que de esa forma se generen resquicios para que los demás podamos sacar la nariz y aliviarnos un poco de la sofocante presencia estadunidense. Nada más. Tanto mejor, claro, si una de las dos superpotencias, como es el caso de la Europa en ciernes, abomina de la pena de muerte, la discriminación y las actitudes ecológicamente incorrectas. Pero por algo será que los votantes de Francia y Holanda vieron en el texto constitucional una forma avanzada de delirio optimista y se inclinaron mayoritariamente por el no.

Por lo demás, me vienen a la mente un montón de países cuyos votantes habrían aprobado, con los ojos cerrados, una Carta Magna tan elegante como la que los de allá se dieron el lujo de desdeñar. La suerte de la fea la bonita la desea, podría decirse, sin especificar qué papeles corresponden a quiénes, sólo que no hay comparación posible porque Europa -a veces se olvida- no es un país. Desde su perspectiva, la mayor parte de los votantes franceses y holandeses percibieron que se les estaba pidiendo que renunciaran un poquito al suyo y dijeron "no". Como se ven las cosas, no va quedando más remedio que redactar una propuesta constitucional más relacionada con la gente, con sus especificidades nacionales, y repetir el proceso.

Los políticos, los administradores y los votantes tendrán que tomarse su tiempo. A los europeos no debe correrles prisa. Pero a muchos millones de humanos nos urge que la Unión Europea acabe de consolidarse.

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