La Jornada Semanal,   domingo 5 de junio  de 2005        núm. 535
 
   LAS RAYAS DE LA CEBRA   

VERÓNICA MURGIA

PRISAS Y DEMORAS

Cuando se habla de la muerte yo prefiero callar. No porque no haya pensado en el asunto. Como cualquiera, me he estremecido al asumir mi condición de mortal. También he tenido mis momentos de resignación y hasta de alborozo (la idea de la eternidad me parece primero, inconcebible, y luego, terrorífica).

Prefiero callarme porque hay una cantidad tamaña de personas que cuando se habla de eso afirman categóricamente que la muerte no les da miedo. Ante esa estolidez no hay nada que decir, sobre todo cuando le sale de la boca a alguien que goza de evidente salud, o que todavía no ha cumplido cincuenta años. Me resulta embarazoso decirle a mi campante interlocutor: "Qué crees, a mí sí me da miedo. Y a veces, en las noches insomnes, cuando parece que el resto del mundo está dormido y ese miedo me agarra… uuy."

Sobre todo, tiemblo debido a mi ignorancia: no sé cómo será, ni cuándo, sólo sé que ocurrirá. Mi admirado Francisco González Crussí dijo en una conferencia que la vida "es un mal de origen venéreo con diagnóstico fatal en todos los casos". Sé que cada paso que doy me acerca a la tumba. Esta certeza es general. Las religiones, el arte y la ciencia están basadas en ella. Claro que si uno se asoma a un libro de historia, verá que muchos trataron de escurrir el bulto con artimañas asombrosas. Se me ocurre un ejemplo chino, pues en China la longevidad siempre ha sido muy apreciada. El mítico constructor de la Muralla China, el emperador Shi Huang Ti, además de las riquezas inconcebibles que poseía —como el ejército de terracota enterrado con él— tenía a una legión de magos, astrólogos y médicos trabajando en su corte. Y ¿qué pasó? Pues que se murió, naturalmente, y ni siquiera viejo. Así muchos, casi todos poderosos, pues me temo que la gente normal está demasiado ocupada en mantener los empleos que les pagan la vida, para pensar en extenderla indefinidamente.

Creo que hasta ahora, ya que con el caso de Terry Schiavo, ni los médicos se ponían de acuerdo para decidir si la mujer estaba medio viva o muerta.

Este asunto invita a la reflexión: ¿cómo es posible que la respiración sea equivalente a la vida? Un hecho más entre los centenares que prueban que Bush no es apto para dirigir un kinder, no digo un país, tiene que ver con este tema. El inefable presidente, quien no había suspendido sus vacaciones ni por el tsunami, las interrumpió un día que a la señora Schiavo le fue retirada la sonda alimenticia.

Hoy leí en una revista que en Estados Unidos se comienza a poner de moda una dieta de inanición. No de apios, ni de polvos proteínicos. De inanición. El objetivo no es que se desinfle la llanta, ni entrar en los pantalones. Es vivir más de cien años. El iniciador de este programa, Roy Walford, estuvo en la Biosfera 2, un experimento financiado por el millonario Edward Bass. Walford, un científico de credenciales decentes, se dio cuenta cuando salió de Biosfera 2, donde había pasado un hambre de perros, que su colesterol, su corazón y sus reacciones ante la insulina eran semejantes a los de un joven de quince años. Que no pudiera cargar un portafolio, porque no le daban las fuerzas, era lo de menos. Publicó un libro titulado La dieta de los 120 años y disminuyó aún más su peso con ayunos. El pobre se murió de esclerosis múltiple lateral, a los setenta y nueve años. Esos setenta y nueve años no son 120, pero con tal ausencia de placeres en la vida, suenan como mil 200.

Linda Walford, su hija, sigue sus pasos. Pesa cuarenta y un kilos, tiene que usar un cobertor eléctrico en verano y no tiene impulsos sexuales. Sólo come cosas hipocalóricas. Las personas que llevan este régimen tampoco hacen mucho ejercicio: no sólo porque no tienen calorías que quemar, sino porque el oxígeno, que el cuerpo consume en abundancia cuando nos ejercitamos, también es un factor en nuestro deterioro. ¿Quién quiere vivir 120 años así? ¿Inmóvil, sin deseo, con hambre? Yo no.

¿Qué es vivir? No es sólo respirar. La longevidad por sí misma tampoco puede ser la respuesta. En esta sociedad, que trata a los ancianos como ya sabemos, ¿por qué hay quien quiere vivir tanto?

En el lado opuesto, aun más terrible, hoy supe de un muchacho palestino de catorce años a quien detuvo la policía israelí con dos bombas atadas al pecho. Para miles de musulmanes ahora, la vida no es más que guerra y muerte. Morir por elección a los catorce años no es excepcional. Y debería serlo. Debería ser mucho más raro que vivir 120 años.