La Jornada Semanal,   domingo 5 de junio  de 2005        núm. 535
 

Ricardo Bada

Todo es relativamente relativo

"He llegado a ser como el Rey Midas, salvo que no convierto todo en oro sino en un circo"

En un plano literario-artístico de Berlín (¿Dónde vivió realmente Fontane?), que documenta puntualmente localizados y visualizados los domicilios de escritores, artistas y celebridades históricas que residieron en la capital de Alemania, la entrada correspondiente a Einstein dice lo siguiente: "Einstein, Albert (1879-1955), físico y pacifista que calzaba botas de cordones cuando vestía smoking." Y viene a continuación la reseña de sus tres direcciones berlinesas: Haberlandstrasse 8, Köthener Strasse 28, Bismarckallee 23. Pero la imagen que se nos queda grabada en la memoria es la del clásico sabio distraído. Y a mí, ya que hablamos de imagen, se me hace que el buen Einstein ha sido uno de los menos distraídos de los sabios.

Tan poco distraído que un día se preguntó: "¿Qué sucedería con la imagen de mi rostro si me monto en la luz y mantengo un espejo enfrente de ese rostro? La conclusión lógica es que si estoy viajando a bordo de la luz, la imagen de mi rostro nunca alcanzará el espejo, y aunque lo tenga delante de mis ojos no me veré en él. Pero ¿y para el espectador que nos contemplase desde la Tierra, a mí como jinete cabalgando un rayo de luz, y a mi imagen saliendo disparada hacia el espejo también a la velocidad de la luz? Eso significaría que en relación a la Tierra la luz se estaría trasladando a una velocidad de 300,000 km/seg x 300,000 km/seg." Una reflexión tan evidente es la célula primaria de la teoría de la relatividad. Aunque... ¿tan evidente, dije?

Einstein, cita literal: "A la luz de los conocimientos ya adquiridos, lo felizmente alcanzado se nos aparece como evidente, y cualquier estudiante talentoso lo puede entender sin esforzarse mucho. Pero la busca llena de presentimientos, durante años y en la oscuridad, las alternancias de absoluta seguridad y de absoluto desfallecimiento, y el acceso final a la verdad, éso no lo conoce nadie más que quien lo ha sufrido en su propio ser."

¿Qué sucede en el cerebro de un sabio "distraído" que parte de la base de que la luz que emite el rostro de alguien que se traslada a bordo de la luz, manteniendo un espejo delante suyo, nunca se transforma en la imagen de su rostro, a pesar de transmitirse a la misma velocidad que la "montura" de quien lleva el espejo? Sucede que recuerda a Galileo: "Cualquier movimiento uniforme es relativo, y no puede ser registrado sin relacionarlo con un segundo cuerpo." Y es verdad: ¿cuántas veces no nos habrá pasado que, por ejemplo, estamos sentados en un tren, y vemos cómo parte otro desde el andén vecino, pero creemos que el que se mueve no es él, sino el nuestro? A título personal me recuerdo caminando con mi hijo de la mano por un malecón que se internaba en el Mar del Norte congelado del invierno de 1979, en la isla alemana de Sylt, avanzando hacia el embarcadero del ferry que nos llevaría a Dinamarca si es que las condiciones lo permitían, y de pronto, andando por ese malecón, el mar congelado comenzó a desplazarse a causa del deshielo, y mi hijo y yo nos aferramos instintivamente de las manos, empavorecidos, porque parecía que lo que se movía era ese malecón, y no el mar.

"De todas las comunidades posibles, no hay ninguna a la que me gustaría dedicarme, excepto la sociedad de los buscadores de la verdad, que siempre ha tenido muy pocos miembros activos a lo largo de la historia"

Al recordar y aceptar la reflexión de Galileo, el sabio "distraído" ha dado un paso decisivo hacia adelante: si se toma en consideración ese principio de relatividad, dice Einstein, tengo que poder ver mi imagen en el espejo, incluso trasladándome a la velocidad de la luz. Después de lo cual sigue su famoso ejemplo de la persona que camina dentro de un vagón de ferrocarril en movimiento: si esa persona se encuentra en medio del vagón y camina —en el sentido de la marcha del tren— hacia el comienzo del mismo, es cierto que deja atrás la mitad de su longitud, pero ha ido hacia adelante esa misma distancia por lo que respecta a la vía donde el vagón se mueve, y ambas cosas las ha hecho a distintas velocidades: la suya propia y la del tren.

Como no tengo formación científica ninguna, me concentro en estos dos ejemplos del espejo y el vagón de ferrocarril sólo para mostrarles que Einstein era un excelente pedagogo, alguien capaz de hacernos entender verdades muy abstrusas presentándolas a través de construcciones mentales sencillísimas. Resulta en ese sentido ridículo que se crea que las teorías de Einstein son ininteligibles excepto para un reducido grupo de expertos. Se trata nada más que de una leyenda, y como todas las leyendas tiene su origen.

El 6 de noviembre de 1919, la Real Sociedad Astronómica de Londres celebró una sesión extraordinaria para dar a conocer al mundo la comprobación rigurosa de que la Teoría de la Relatividad había sido certificada por las observaciones de unos equipos enviados al África y a Brasil. Unos equipos que se dedicaron a seguir la luz del sol en su recorrido por el sistema del astro rey, y las desviaciones en que incurría. La medición de esas desviaciones era el marchamo de veracidad que ratificaba de una vez para siempre la genial intuición de Einstein.

Pensemos que estaba recién terminada la primera guerra mundial, y que eran científicos británicos quienes le daban el espaldarazo, con su gesto, a un físico alemán. O sea que, para abusar una vez más del adjetivo hasta volverlo obsoleto, esa sesión de la Real Sociedad Astronómica londinense puede calificarse de histórica, sobre todo porque venía a rectificar la concepción del mundo válida hasta entonces, la de Sir Isaac Newton, un inglés que ni mandado a hacer de encargo.

Por supuesto, la expectación del mundo científico, y no sólo científico, era grande, de manera que el gran diario estadunidense The New York Times se sintió en la obligación de cubrir el evento. Pero resulta que sus redactores especializados en tales temas estaban todos ocupados con otras tareas, y así destacaron como corresponsal, en la reunión de la Royal Astronomical Society, a un miembro de su redacción en Londres, Henry Crouch, un excelente reportero... nada más que su especialidad era el golf, ese deporte inventado por topógrafos indolentes.

El buen Henry Crouch no se enteró de nada, aunque —buen periodista— tampoco se amilanó con el desafío. Y publicó en The New York Times unas crónicas después de las cuales el público lego quedó convencido de que en su maldita vida iba a entender una jota de la Teoría de la Relatividad. Entre otras cosas escribió que se trataba de "un libro para doce sabios. Nadie más en todo el mundo lo va a entender, dijo Einstein cuando sus arriesgados editores lo aceptaron" (son palabras textuales de Henry Crouch). Sólo que, a) Einstein no había escrito ningún libro; b) no había pues ningún editor del mismo, ni arriesgado ni pusilánime; y c) todos los presentes en la sesión solemne de la Real Sociedad Astronómica de Londres habían entendido de qué iba la cosa... todos ellos menos, claro está, el corresponsal del New York Times. Y así es como se escribe la Historia. ¿Se imaginan que la directora de La Jornada enviase a informar, sobre un congreso mundial acerca de la teoría de los colores, a un redactor daltónico?

Sea como fuere, cuando Einstein publica su Teoría de la Relatividad en 1905, en Leipzig, en los Anales de la Física, cuarta serie, volumen 17, cuaderno 1, se produjo lo que algún exégeta alemán con aficiones balompédicas ha llamado profanamente "el primer milagro de Berna" (ciudad donde a la sazón residía el sabio distraído). Porque el segundo milagro, evidentemente, fue la consecución por Alemania del título de campeones mundiales de futbol, en la famosa final contra Hungría, ganada allá el 4 de julio de 1954 en el estadio Wankdorf, por 3 a 2.

Einstein es un personaje que a cincuenta años de su muerte y cien de la publicación de su Teoría de la Relatividad sigue suscitando polémica y literatura secundaria. Su vida amorosa, sin ir más lejos, es lo más impresentable que uno puede imaginar si piensa en un sabio y un investigador. Baste como botón de muestra lo que sigue: el joven Einstein se casa con la matemática serbia Mileva Maric en 1903, divorciándose de ella en 1919. Pero es que en 1919 ya llevaba siete años de ponerle cuernos con Elsa Löwenthal, una prima suya (de Einstein), viuda y con dos hijas, Ilse y Margot. Y ahora viene lo mejor de la historia: en 1918, aún antes de divorciarse de su primera mujer, Mileva, Einstein confronta a su amante, Elsa, con una alternativa: o bien se casará con ella, o bien se casará con su hija Ilse, entonces de veintiún años. Y como resulta que Ilse no siente el menor deseo de casarse con su tío, el buen Albert se divorcia de Mileva y se casa con Elsa, a quien a su vez no pasaría mucho tiempo sin que también le pusiera cuernos. Pero en estos casos las amantes eran tan gentiles que siempre que acudían a verlo le llevaban dulces a la esposa, a veces incluso hechos por ellas mismas. Dicho sea de paso, el sabio no era un prodigio de aseo personal, pero no se avergonzaba de ello. ¿Saben qué respondió, en verso, cuando su mujer le llamó la atención al respecto?: "Si limpio eres, como fueres; si marrano, como el ano".

El amor, pues, también estuvo sometido en Einstein a la más increíble relatividad. No así en el que nos presentó Hollywood incorporado congenialmente por Walter Matthau y organizándole su connubio a otra bella sobrina, que en el cine sería Meg Ryan. Y no es ésta, por cierto, la única aparición del sabio en una obra de ficción. Menos, mucho menos frívolamente que en esa película de Fred Schepisi titulada I?Q?, el gran dramaturgo suizo Friedrich Dürrenmatt convirtió a Einstein, junto con Newton y Moebius, en protagonista de la espeluznante pieza Los físicos, y su penúltima frase muy bien pudiera aplicarse a los días que vivimos: "La humanidad ha caído en manos de una loca que es la directora de un manicomio."

Sólo tres últimas puntadas, y las tres con hilo, en esta semblanza miscelánea del gran Albert Einstein. La primera es que su año de nacimiento, 1879, coincide con la publicación del libro de Wilhelm Marr La victoria del judaísmo sobre la germanidad, donde se emplea por primera vez en la historia el término "antisemitismo", referido tan sólo a los judíos, y no a los árabes.

La segunda es una frase del bromista que parece haber sido Einstein, diciendo —como chistes— verdades como puños: "Hay dos cosas que carecen de límites: el Universo y la estupidez humana. Aunque por lo que se refiere al Universo no estoy completamente seguro." Y la tercera tiene que ver con la velocidad de la luz, que desde la escuela nos hemos acostumbrado a decir que es 300 mil km/seg: y no es cierto, las últimas y más fiables mediciones nos dicen que son nada más que 299,792 km/seg. ¿Ven ustedes cómo no nos podemos fiar ni siquiera de lo que nos enseñan en la escuela? Todo, todo es relativo. Relativamente. Porque según observó el agudo Lord Bertrand Russell, otro superdotado mental con otra vida erótica sui generis, "para que todo sea relativo, irremisiblemente tiene que existir algo absoluto como referencia".