La Jornada Semanal,   domingo 5 de junio  de 2005        núm. 535


HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Guadalajara estaba todavía lejos del millón de habitantes, para su fortuna aún no tenía cardenal, en sus colonias crecían las casas de Luis Barragán, nuestro miglior fabbro arquitectónico, los cines art déco eran la diversión primordial y sus pantallas las educadoras sentimentales (a veces una mano deslizada con tiento podía conseguirnos goces más sustanciosos); la casa de Rosa Murillo y de otras ilustres coordinadoras de despertares y de retozos eran paraísos a los que nuestra deficiente economía convertía en esporádicos y muy anhelados; las noviecitas eran santas y pavorosamente castas; ya se iban diluyendo los conflictos resueltos a pedradas entre la universidad pública conducida por la Federación de Estudiantes Socialistas de Occidente y los tecos de la Autónoma aliados a los colegios de los jesuitas y maristas; el modus vivendi establecido entre la Iglesia y el Estado progresaba a costa de la Constitución; El Oro, el Atlas y el Guadalajara defendían el Honor regional; el Parque de la Revolución y la avenida Lafayette eran lugares de reunión, de iniciaciones y de finiquitos de romances (veíamos entre las ramas de los cedros los epopéyicos forcejeos amorosos de uno de nuestros más sabios maestros); la aristocracia casaba a sus hijas con los políticos en ascenso, el progreso dañaba al centro histórico, el plano regulador pasaba a segundo plano y la ciudad comenzaba su crecimiento desordenado; el doctor Mendiola regía una ejemplar Escuela de Medicina y Nacho Díaz Morales sostenía una Escuela de Arquitectura en la que al rigor académico se unía una voluntad de estilo; la Universidad iniciaba sus tareas de difusión cultural presididas por el Paraninfo, el elogio a las ciencias que tiene su síntesis en el hombre pentafásico y la crítica a las realidades sociopolíticas plasmada en las caras esperpénticas de los falsos líderes y de los redentores de pacotilla. Esos eran algunos aspectos del rostro de nuestra ciudad y del perfil de nuestra universidad en la época en que iniciamos nuestros estudios de derecho en este edificio ubicado en lo que eran los colegios de Dieguez y que albergaba a varias escuelas, a la rectoría, a las oficinas administrativas y al prodigioso templo orozquiano en el cual concursábamos los bisoños oradores. Diego Figueroa mantenía prendida la flama del teatro de experimentación (recuerdo a Licha Takhman representando el monólogo de O’Neill, Antes del desayuno) y se celebraban las ceremonias académicas y las fiestas de graduación. La cifra cincuenta gira en nuestras cabezas y nos produce desasosiegos, recuentos de lo vivido, memorias tristes y certezas de momentos dorados e instantes de plenitud. Somos ancianos y nuestro ánimo oscila entre la plácida senectute ciceroniana y la protesta de Usigli ante el aumento de la fragilidad y de las limitaciones. Por eso conviene que nos aferremos a la memoria de esos momentos dorados y que regresemos al tiempo en el que todo estaba comenzando. Llevamos en nuestros hombros a los muertos queridos, a todo lo que pudo haber sido y no fue, a nuestros errores, contradicciones y escasos pero atesorados aciertos. No todas las equivocaciones son de nuestra responsabilidad. Algunas de ellas nos han sido impuestas por el destino y por los mil rumores de la realidad. Podemos decir con Luis Rosales que nunca nos hemos equivocado en nada sino en las cosas que más queríamos. Eso es lo que más duele, pero, al unirse con nuestras aproximaciones a la felicidad, nos entrega el panorama de la vida que hoy miramos desde el altozano de los cincuenta años de haber terminado una carrera escogida en lo que Pascal llamaba "el momento crucial de la existencia humana", aquel en el que se decide la vocación y se mira de frente al destino. Decía Canetti que "todo se nos puede perdonar menos no haber sido felices". Creo que todos lo intentamos y, a veces, ¡cuán pocas! lo logramos; a esas veces nos aferramos para mantener abierta la puerta de la esperanza.

(Continuará)

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