Usted está aquí: domingo 5 de junio de 2005 Opinión Hermanas de sangre

Bárbara Jacobs

Hermanas de sangre

Así como en el ruedo hay lado de sol y lado de sombra, en las personas hay zonas de luz y zonas de oscuridad. Pertenece a esta última una característica del ser humano que podemos definir como el robo de amistades. A todos nos ha ocurrido que una amiga nos robe a nuestra mejor amiga, o que un amigo nos robe a nuestro mejor amigo. No quiero incluir el robo de amantes o cónyuges porque es otro asunto; pero recuerdo bien el caso del escritor, amigo de un escritor famoso, que presentó a su mejor amigo con el escritor famoso, sólo para que en cenas sucesivas él, el presentador, resultara el tercero excluido, y sólo para que en las memorias del presentado él no apareciera como presentador.

Hay que ser fuertes para seguir sonriendo en sociedad. Sin embargo, creo que el fenómeno del que hablo se da más entre mujeres que entre hombres; o quizá sucede así porque la mujer es más susceptible que el hombre, y entonces deja de sonreír y a veces hasta de hablar en sociedad, y lo que la mantiene apartada se advierte a leguas y despierta una curiosidad que persiste mientras no se sacia con el motivo que es la verdad.

Por otra parte, el tema que nos ocupa se da tanto entre intelectuales como entre gente, por así llamarla, normal, y que sea como es lo convierte casi en característica no nada más oscura del hombre sino integral a él o natural, hecho más inquietante que consolador.

Sé de dos señoras que, de jóvenes, estuvieron internas en un convento en París. Una de ellas era mexicana y, por llevar interna dos años cuando llegó la otra, que era puertorriqueña, tenía varias amigas estables a las que quería y que la querían, en particular una madrileña que, por diversos motivos, vivía casualmente en México como ella. Lo cierto es que a la caribeña no le tomó mucho tiempo conocer a todas las internas, dado su espíritu fogoso, y saber quién era la mejor amiga de cada quién.

Así, de modo automático, le robó a la mexicana su mejor amiga, la madrileña. Pasados los años, las tres resultaron viviendo en México, pero la mexicana, despojada de la amistad de la madrileña, fue excluida de la amistad que cultivaron la de Puerto Rico y la de Madrid. Casadas, sus hijos fueron amigos, y en un punto incluso socios, y cuando la madrileña murió, su viudo siguió la amistad con la caribeña, como si el pasado de juventud de su esposa estuviera depositado en ella, y como si de ella, y no de la mexicana, que la conoció primero y mejor, irradiara un recuerdo más vivaz de la madrileña muerta.

Pero las circunstancias hicieron que la mexicana y la puertorriqueña resultaran vecinas, y que la debilidad de la segunda por las amigas ajenas tocara una vez más como víctima a su vecina y vieja compañera de internado, la mexicana, es decir, la tercera excluida. Ésta no sólo tenía nuevas amigas; además, tenía parientes, y cuando pasó más tiempo y la mexicana enfermó, la caribeña la visitaba y le contaba cómo iba prosperando su amistad con las primas y las amigas de su vecina, al grado de que la visitaban a ella antes que a la enferma, y les parecía natural comer aquí y allá juntas, sin la mexicana que fue su presentadora y, en un tiempo, su punto de unión.

Sin embargo, más cerca del posible lector de estas líneas, está el caso de las escritoras propensas a esta oscuridad en su, por otra parte, brillante personalidad.

Una vez fui invitada a dar unas pláticas en una universidad del Este de Canadá. Al regresar, una colega amiga mía me preguntó quién me había invitado. Cuando le di el nombre, fuera de sí exclamó, "¡Es una estúpida!" De modo que se comprenderá mi asombro al enterarme, unos meses más tarde, de que "la estúpida" había invitado a su vituperadora, que no se había retractado de su juicio en mi presencia, a dar unas clases en su universidad.

Cuando la invitante viajó a México se hospedó en casa de quien la consideraba "estúpida", y mientras aquélla fue huésped de ésta, ésta le hizo comidas y cenas de las que supe de oídas, pues a mí tuvo el cuidado de no invitarme.

Así las cosas, de forma esporádica me publican en un periódico de Nicaragua. "¿A quién le mandas tus textos?", me preguntó otra vieja colega amiga. Le di el nombre. Se trata de un amigo mío a quien conozco, y cuya amistad he cultivado, durante más de 30 años. "No sé quién es", me dice mi amiga, y yo hago un par de comentarios a favor del nicaragüense. De modo que aprendo cómo los hechos se suceden con velocidad, pues de ahí en adelante a quien publican en el periódico de Nicaragua es a mi colega amiga, y no a mí, y me pregunto cómo se habrá formado esa nueva y arrolladora amistad que me excluyó, y si de casualidad mi nombre apareció en sus orígenes, o si desde entonces mi colega amiga tuvo la precaución de no mencionarlo, pues, si los robos jalan con una consecuencia, ésta es la de ser sagazmente ocultados.

 
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