Usted está aquí: sábado 4 de junio de 2005 Opinión ¿Europa?

Ilán Semo

¿Europa?

Si el sueño de una Comunidad Europea regida por una Constitución única había empezado a resquebrajarse en los bizantinos debates del año 2004 (el documento final contiene, a costa de conceder todo a casi todos, más de 500 disposiciones), los referéndum de Francia y Holanda parecen marcar un alto al experimento más ambicioso de invención institucional en los años que siguieron al ocaso de la guerra fría. Un alto no significa necesariamente un fin. Pero es evidente que el proceso de unificación que se inició en los años 90 bajo un ánimo de renovación (y cierta euforia) se ha estacionado, en tan sólo una década, en un complejo callejón. El "no" de los votantes franceses y holandeses a la Constitución europea expresa, en rigor, una triple fractura: una fractura democrática, una fractura europea y una fractura social. Cada una tiene un ritmo y una historia precisa. Juntas marcan un momento de repliegue en la evolución que había empezado a engendrar un horizonte de expectativas más apto y más institucional para enfrentar los retos políticos y económicos de la globalización.

La coincidencia entre la extrema derecha y la extrema izquierda en el voto contra una Europa menos fragmentada habla de un fenómeno peculiar. Si la influencia práctica de cada una de estas franjas del espectro político sigue siendo probablemente reducida, sus argumentos alcanzaron a la mayoría de los votantes. Extremos: de un lado, la impugnación de la nueva (y ya moribunda) Constitución condensa el resurgimiento de un sentimiento cada vez más nacionalista (frecuentemente xenófobo) en detrimento del europeísmo que se diseminó con tanta efervescencia después de la caída del Muro de Berlín; del otro, la crítica a la magia del mercado (la idea de que el mercado lo resuelve todo, como si estuviera poseído de poderes sobrenaturales, también se impuso en la Comisión Europea desde el Acuerdo de Maastricht) se tradujo en consignas con un rating de aceptación popular considerable. Las razones son bastante obvias.

Lo irónico del descontento contra el nuevo "espíritu europeo" es que proviene precisamente de quienes fueron sus artífices desde los años 80: los países de la Europa rica, las economías más poderosas. El centro de la ira se halla en Francia, los Países Bajos, Austria y, en cierta medida, Alemania. Un referéndum alemán, dicen los expertos, habría redundado en un "no" aún más rotundo. E Inglaterra siempre vio con escepticismo todo el proceso.

Todo parece indicar que la introducción del euro (y la desaparición de las monedas locales), la formación de una burocracia europea, la fijación de límites deficitarios y el control general de las tasas de interés favorecieron no a los países más fuertes sino a los mediterráneos: Portugal, España, Italia y, en cierta manera, Grecia. El ministro alemán de Finanzas fue muy claro al respecto el jueves pasado: "La aparición del euro -dijo- ha sido el factor determinante de la falta de crecimiento de la economía alemana". En efecto, las economías de Francia, Suiza, Austria, Holanda y Alemania se hallan paralizadas desde hace cuatro años. Las cifras del desempleo son insólitas. Y los niveles de competitividad han disminuido sustancialmente. En cierta manera, se trata de una euroesclerosis. Además, los costos de la política continental han recaído sobre ellas. El voto del "no" es una respuesta a esta inesperada disimetría.

En términos identitarios y culturales, el proceso se ha vuelto mucho más complejo de lo que se esperaba. La radicalización de los movimientos de autonomía regional, tan distintivos de los años 90, ha cedido aquí y allá. Incluso en España comienza a desbrozarse un camino, lleno todavía de pólvora e incertidumbre, hacia una negociación con ETA. Pero las lealtades y las grandes afinidades siguen siendo nacionales, no europeas. Y lo son todavía más cuando las cosas andan mal. Pregunta: ¿fue el voto francés contra la Constitución europea un llamado a Chirac o a una retirada de la unificación europea? Imposible dar una respuesta. La identidad europea es todo menos un signo efectivamente identitario. A la hora en que aprietan los bolsillos, Bruselas está tan lejos de cualquier ciudad europea como Tokio o Timbuktú.

Tal vez la Comunidad Europea, concebida como un supraestado multinacional, no sea más que la heredera de una nostalgia, un espejismo de una historia irresuelta, ahora agrandada por las burocracias que conformaban, y siguen conformando, los estados nacionales. No sobra hacer notar que ahí donde el referéndum se circunscribió al voto de los cuerpos legislativos, el "sí" ganó invariablemente. La distancia entre la percepción de la sociedad política y la ciudadanía se ha vuelto más que contradictoria. Las antiguas burocracias nacionales han encontrado un espacio de reproducción interminable ahora a escala europea. Un proceso de unificación dominado por este espíritu de secuestro burocrático parece convencer a muy pocos en Europa. Además, no ha revelado su eficacia política ni social.

El Titanic parece ser una buena metáfora para describir los avatares de ese nuevo poder con el que soñaban no pocos europeos. El barco más grande, más eficaz, más veloz, más bello, más ambicioso... que zarpó para hundirse en su primer recorrido trasatlántico.

 
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