Usted está aquí: lunes 30 de mayo de 2005 Opinión Encuentro con Severo

Hermann Bellinghausen

Encuentro con Severo

Ya se comunicará. Ya se comunicará. Ja. Cuántas veces lo hemos dicho con credulidad de principiantes. Como si no conociéramos la calidad del percal. Aun en el intermitente reality show donde se la vive, Belarmino se las arregla para desenchufarse ocultamente y blup, de un lengüetazo el tiempo del DF se lo traga en uno de sus pliegues, en lugares sin antes ni después del tipo de los que él conoce.

''Ve al bosque y muévete'', lo jeringamos sus amigos, y no de ahora. Desde las épocas de primera juventud, cuando nos quedó claro que Belarmino sería por siempre un ratón de ciudad y pagaría el precio que fuera, hasta el de hundirse en noches de luna llena y no ser él sino su sombra, la verdadera, la que se recorta en las banquetas y los cruceros y se pierde en los zaguanes más absurdos.

Le resulta fácil, lleva consigo siempre por si se ofrece la sombra larga, enrollada y guardadita en el bolsillo del pantalón, junto al pañuelo, a la altura de la nalga izquierda. O derecha, ya ven que sistemático no es.

La noche que cruzó esa puerta medio abierta (no medio cerrada) en un octavo piso, no se crea que acudía a una cita galante o cosa parecida. Tampoco a establecer contactos ilegales relacionados con los delitos que considera virtudes.

Martina Topley Bird cantaba en una bocinas pequeñas pero estruendosas To Tough To Die. Un asistente de la curadora le ofreció algo de beber. Pidió vodka, pero no había. El vodka ni le gusta, sólo quería molestar. Hay vino rojo, que para él es mejor.

Los cuadros que a continuación sus ojos habrían de ver son cosas (¿pueden llamarse "cosa"?) que nadie se había atrevido a soñar. Animales y paisajes que hacen esquina con verdaderos precipicios, en colores muy violentos.

Se abrió a sus pies un largo corredor sin luz. Qué raro departamento. Se parecía a uno que conoció en el centro de Milán, con atributos de casona vieja, o visión azulada a la Delvaux, pero se llegaba en elevador. Las cortinas del pasillo estaban descorridas así que los rayos de la luna entraban enteros y tendían al paso alfombras de plata sucia.

La curadora, ella misma salida de un cuadro, lo condujo en silencio. Los muros opuestos a la hilera de ventanas mostraban retratos clásicos de personas hace mucho fallecidas. Al fondo, una habitación a oscuras. Metiendo la mano delante de ella, y doblando el brazo, la curadora accionó el interruptor eléctrico con familiaridad. "Podría hacerlo a ciegas", pensó Belarmino. También se preguntó por qué era tan de noche si no pasaba de las siete o siete y media "y esto no es Escandinavia".

La iluminación, bien distribuida, museográfica, no fue diseñada para las personas, sino para despertar los muros. Si uno se ponía al centro de la habitación (y enseguida dos más, idénticas y sucesivas) sería incapaz de leer una página o dilucidar una foto, por ejemplo.

Martin Topley Bird seguía sonando, pues el sistema de sonido era integral, con bocinas en cada cuarto: "No room to turn/ Let alone run/ I am/ Too tough to die".

Eran una serie de óleos dramáticos y desconocidos del pintor zacatecano Severo Amador, de quien la posteridad conoce pocos y en realidad insignificantes lienzos. El limitado aprecio crítico por su obra se debe a los correctos grabados tipo Julio Ruelas, y a sus acuarelas de paisajes y vistas interiores del manicomio de la Castañeda donde pasó los últimos años, sifilítico y demente.

Los óleos parecían de otra persona, lo cual no resulta extraño. Severo Amador poseyó múltiples personalidades; al final, hacia 1928 era Yorik, o bien el conde de Taka Makala.

Los óleos procedían de los primeros años del siglo, cuando el joven Severo no había fracasado. Los realizó al llegar a la capital para establecerse, confiado en el respaldo de los escritores y pintores del modernismo tardío. Porfirio Díaz parecía eterno, y su tiempo transcurría como una lánguida sesión de opio en la calle de Dolores.

Sin embargo, estos óleos delirantes, iluminados, inexplicables (unos treinta), vistos un siglo después por el despistado Belarmino, mostraban una determinación de durar que el ajenjo, las enfermedades decadentes y el ennui extinguirían en su obra futura.

La posteridad es injusta. Se conoce a Severo por sus atormentadas placas de metal, detallistas y pretenciosas; por sus cursis y predecibles libros de aforismos y versos "malditos"; por su historia clínica. No por ese corto verano de treinta obras maestras, perdidas en una colección privada en una casa de la colonia Roma. Ni el propio creador debió saber de dónde venían.

La voz cremosa, trip-hopera, de Martina Topley Bird insistía en el aire de la restaurada galería: "Un día te veré venir/ y no sé qué haré conmigo misma./No me gusta tu sentido del humor./ Me dará risa verte correr./ Quiero estar ahí./ Quiero estar ahí".

 
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