Usted está aquí: jueves 26 de mayo de 2005 Opinión Lascuráin o la brevedad del poder

Olga Harmony

Lascuráin o la brevedad del poder

Las dos últimas obras de Flavio González Mello me recuerdan en mucho la inteligencia y agresividad de los textos que sobre la realidad nacional escribiera Luis Ibargüengoitia, antes de que se le decretara post mortem como un autor chejoviano. Desde luego que Flavio tiene un estilo personalísimo y en Lascuráin o la brevedad del poder elige al oscuro personaje histórico para componer una farsa estupenda acerca de los vicios de los sexenios priístas y aun éste en que nos hallamos. Cuarenta y cinco minutos, que fue el tiempo en que el antiguo canciller de Madero duró en el poder, se equiparan a los seis años de cada presidencia y aun el mismo Madero no sale tan bien librado con las burlas que el autor hace de sus inclinaciones espiritistas. Con pequeñas frases, lemas de los últimos presidentes que hemos sufrido, González Mello hace un recuento de ese ser súper poderoso que es el presidente en turno y de cómo llega a convertirse en tal, el aferramiento al sitial que ocupan, las llamadas por la picaresca popular concertasesiones, por concertasesiones, que llevan a cabo, la cesión de nuestra soberanía cada vez más acentuada, el no parar mientes en lo que el país necesite siempre y cuando no se afecte su potestad. Se trata de una despiadada sátira política (y qué bien nos hace el teatro político de tan buen nivel) que rebasa la efeméride histórica y que incluso supera el momento actual porque, muy aparte de sus intencionados subrayados, muestra también cómo la apetencia de poder y luego, la seguridad de tenerlo, convierte a un honesto y gris ser humano en alguien irreconocible por la pérdida de todos los límites.

La acción inicia cuando Pedro Lascuráin ha rendido protesta como presidente, tras el pacto de la Ciudadela, para cuidar las formas legales según la historia, para proteger a Madero todavía vivo y ya preso y procurar su salida del país según su intención primera en la obra. Se niega a sentarse en la silla presidencial, porque ésta es de Madero mientras viva, para la fotografía oficial. Pero, al quedar solo, la silla es la gran tentación, se sienta en ella y empieza a transformar su actitud. En un palacio presidencial del que casi todos han huído, el apocado hombre se crece y empieza a repartir canonjías, al ordenanza que lo apoya le va concediendo grado sobre grado, por teléfono teje compromisos con los generales que están en la Ciudadela, ofrece petróleo y otros bienes al embajador estadunidense Henry Lane Wilson -ante quien se muestra tan obsequioso como todos nuestros mandatarios lo hacen con los representantes del vecino país- y llega a seducir a la tímida telefonista quien también, y por ello, sufre un cambio de actitud en uno de los más felices momentos de la representación, cuando se niega a contestar el teléfono, asumiéndose como la querida -ya que no la primera dama- del poderoso. El ordenanza también cambia, al ir recibiendo cada vez mayores grados de un ejército fantasma, hasta mostrarse altanero con el fotógrafo que obviamente representa al pueblo, el que empuja a Lascuráin a tomar la decisión de permanecer como presidente, pero que no se muestra acorde con las decisiones que toma y que lo van llevando al delirio hasta su penoso final.

Este ácido estudio de la naturaleza humana impostado en clave de farsa, es dirigido por el autor. En una escenografía eficaz hasta en sus imposibles convenciones, que reproduce el despacho presidencial y los trastos del fotógrafo, debida a Arturo Nava, también responsable de la iluminación que por momentos cesa para acentuar la precariedad de la situación de los personajes en tiempos de asonada y que pone énfasis en el reloj; con vestuario de Cristina Sauza, maquillaje y peluquería de Carlos Guízar y música de Eduardo Gamboa, responsable asimismo del buen diseño sonoro que ambienta el momento, González Mello dirige con agilidad y limpieza sin acentuar los gags de un texto y un montaje de suyo gracioso. Héctor Bonilla, en el protagónico, maneja todos matices de la transición de su personaje y los tonos, ya altaneros, ya obsequiosos, según con quien hable de sus diferentes momentos. Carlos Cobos, como el fotógrafo, no logra despojarse de su molesto tono de voz, aunque proyecte todas las intenciones de su personaje. Muy graciosa e intencionada Mariana Perzábal como la telefonista y Moisés Arizmendi encarna con acierto a su ordenanza.

 
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