La Jornada Semanal,   domingo 22 de mayo  de 2005        núm. 533


HUGO GUTIÉRREZ VEGA

SILVIA PRATT EN SU ISLA DE LUZ

Hubo un momento en la historia de la humanidad en el que los dioses se fueron y dejaron a los hombres perplejos contemplando la inmensidad del cosmos. Los hombres no podían quedarse sin dioses (Unamuno decía que si no existen es necesario inventarlos). Recordemos a los aztecas angustiados en la noche cada cincuenta y dos años y derramando la sangre de los sacrificios para propiciar la salida del nuevo sol. Todas las culturas llaman o interrogan a sus dioses, buscan la predicción en las entrañas de las ovejas o en la voz de la Pitia que sólo puede escucharse cuando las ciudades decretan la anfictionía; en los misterios de Eleusis, en todas las ceremonias litúrgicas, oraciones, cantos, danzas propiciatorias o poemas como "Isla de luz" de Silvia Pratt, trabajo extenso que se inscribe en la tradición iniciada por Sor Juana Inés de la Cruz y retomada por Cuesta, Gorostiza, Owen y Paz.

"Isla de luz" pasó por todas las dificultades propias del poema largo y las venció gracias a la variedad de sus temas unidos por un lenguaje y una precisión metafórica capaces de enlazar los distintos momentos del poema:

¿Qué fue de ti, Delos?
¿Alguien podría otra vez sentir la savia de tu entraña?
¿Renaces acaso en cada isla de la tierra?

O en este otro ejemplo de claridad y de búsqueda de lo simbólico:

Pernocto alerta en esta isla,
tejo y destejo los más delgados hilos
sin llegar jamás al surtidor de los misterios.
Tal vez sea ése mi quebranto,
mi condena.

A veces se presenta en el poema un tono bíblico o una aproximación a la tensión espiritual de William Blake:

Sola aquí, en el mutismo,
transito por hercúleas encomiendas:
He de arrancar las garras y la piel de los pesares.
He de cortar las nueve cabezas de la angustia,
aunque inmortal sea una de ellas.

Los trabajos de Heracles se integran a la vida cotidiana, a la épica búsqueda del sentido de todo, de los insondables misterios de lo llamado irrelevante. Y, de repente, sobre la llanura de la vida se eleva la montaña de la "Noche rústica de Walpurgis" de Othón y se hacen necesarios los conjuros para sobrevivir y llegar a la mañana:

Devora la montaña los secretos,
se traga la silueta de la luna.

Ante las amenazas, la voz se alza y se cierra el círculo del conjuro:

Que un encantador de serpientes
conjure mis fantasmas.
Que adormezca mis párpados.

Hacen efecto las palabras y se levanta el día de las manos de los dioses:

¿Acaso no se regocijan los dioses
al mirar que conjuramos el hastío?

Aquí está el enemigo principal, comparado por Baudelaire con el demonio. Cuando el tedio ocupa más de la mitad de la vida la única salida es la muerte. Pero hay muchas maneras de combatir esta desgracia. Una de ellas es la palabra:

Mi único santuario es la palabra

y Silvia Pratt sabe hacer uso de la voz para elevar los conjuros. Una voz en la que resaltan los adjetivos precisos y se evitan los usuales. Todos sabemos que lo peor que puede pasarle al poema es que, al final, se convierta en una masacre de sustantivos.

En su búsqueda del misterio, Silvia se adentra en el mundo griego, llama en su auxilio a las Náyades, a las Oréades, a las Nereidas y a las Driadas y huye del acoso de las Parcas. A lo lejos brillan las hogueras de la isla de los enigmas, Delos, y se abren los abismos del Parnaso para que, a la luz de la última hora de la tarde, aparezca Delfos y se escuche la voz de la Pitia. Hay en todo esto una celebración del arte concebido como una dimensión esencial de lo humano. Por eso las voces y las presencias furtivas de las musas se deslizan entre las rocas del Parnaso.

En "Isla de luz", como en el poema de Sor Juana, maestra de Silvia y de todos nosotros, el final se presenta como una iluminación que viene de la vida y ocupa el alma toda. "El mundo iluminado y yo despierta", decía nuestra madre soltera, señalando así el deber ser del poema.

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