Usted está aquí: jueves 19 de mayo de 2005 Opinión Welles, la pura verdad

Olga Harmony

Welles, la pura verdad

El dramaturgo canadiense Jason Sherman retrata una de las épocas más turbulentas de la historia de Estados Unidos, cuando los ecos del caso Sacco y Vanzetti, ocurrido 10 años atrás, no se habían apagado del todo. También es el momento del giro que Franklin D. Roosevelt da a las grandes gestas obreras iniciadas en el siglo anterior con los mártires de Chicago, al cooptar al sindicalismo en su afán de levantar la economía tras el crack de la bolsa de 1929; los líderes sindicales se apartaron desde entonces de toda intención de incidir en la sociedad y llegaron a la corrupción plena de un Hoffa en los años 50. La narrativa y el teatro -no sólo el citado Clifford Odets, en ese momento aquietada su posición política con el estreno de El niño de oro, por lo que Da Silva lo acusa de traidor- de muchos connotados autores que después serían pasto del maccar-thismo de la guerra fría, dieron obras progresistas si no de izquierda que atestiguan la vitalidad de esos tiempos en el país vecino. 1937 es el momento de la acción que relata la historia de censura sufrida por La cuna se mecerá de Marc Blitzstein dirigida por Orson Welles, cuando los dirigentes del sindicalismo ya oficial niegan su apoyo y hasta la boicotean, pero los trabajadores -quizás por última vez se rebelen a sus instancias de dirigencia- acuden masivamente a su defensa.

Shermann contrasta ese aliento social con la postura de Orson Welles, el creador genial individualista que se interesa por la obra porque desea hacer un espectáculo musical, así sea con los aficionados o actores muy de segunda que su empresario puede costear, más que por el contenido revolucionario del texto (aunque muy poco después‚ con su obra maestra Ciudadano Kane haga una ácida crítica al capitalismo despiadado). El dramaturgo maneja todos esos contrastes, aunque desde mi punto de vista sobran las escenas retrospectivas del amor de Marc Blitzstein por Eva, que retrasan innecesariamente la acción principal, cuando el tema amoroso ya se da por la relación de Olivia y Howard, ésta sí indispensable para entrever la vida del personaje femenino con su desempeño actoral. A través de un tratamiento que no evade el humor, se van desenvolviendo los personajes, sobre todo el del protagonista en su empecinamiento de director dictador por sacar avante el proyecto, así sea sin la escenografía y el vestuario -que incluye la graciosa idea de la peluca de Da Silva embargada- que su poderosa imaginación pide.

Muy acorde con esto último, la escenografía de Xochitl González, también iluminadora, es muy escueta y en un único espacio ofrece, con algunos muebles y trastos que mueven los mismos actores, la oficina de John Houseman y los diferentes ámbitos del teatro en que se ensaya, así como el lugar en donde Wells representa Fausto. En un buen contraste, el vestuario diseñado por Pilar Boliver -coproductora junto a Los endebles de la escenificación- y las caracterizaciones de la época son muy cuidados y realistas. Apoyado por ambas y por la música original de Donald Horsburg, así como por la pulcra traducción de Luz Emilia Aguilar Zinzer, Boris Schoemann dirige con eficaz trazo y muy buen ritmo, marcando el tono de cada escena, desde las agitadas sesiones de los implicados en el proyecto y sus diferentes razones ideológicas, hasta el erotismo de la relación entre Howard y Olivia o la ternura del amor de Marc y Eva, sin olvidar los cómicos momentos de los ensayos de la obra.

El trabajo actoral del reparto es muy desigual, aunque en términos generales es bueno. Carlos Pascual, de gran parecido físico con Welles, lo que lo ayuda, no tiene la voz y la formidable presencia escénica de aquél, pero logra que esto se olvide por momentos. Pedro Mira, quien encarna a John Houseman, se excede en el grito y está más bien plano. Miguel Conde, como Marc Blitzstein, muestra sensibilidad y buen desempeño pianístico gracias a la colaboración de la maestra Frania Mallorquín. Talía Marcela logra caracterizar bien sus dos personajes, Jean Rosenthal y Virginia Welles. Juan Carlos Remolina -quizás el de mayor experiencia en los escenarios- dota a su Howard Da Silva de la pasión ideológica y el donjuanismo que transita a la renunciación generosa. Monserrat Marañón hace de la tímida principiante Olivia Stanton un estereotipo, quizás para diferenciarla de la dulce Eva y de la mesera, aunque no deja de tener momentos graciosos.

 
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