Usted está aquí: miércoles 18 de mayo de 2005 Cultura Analgésicos contra la desaparición

Vilma Fuentes

Analgésicos contra la desaparición

El deseo de venganza tal vez enmascara un anhelo tan extraño como atávico en el hombre: el de la igualdad. ''Si yo sufrí esto, él tiene que sufrir necesariamente lo mismo, y, si es posible, con intereses e inclusive con agios". Deseo de ver los platillos de la balanza a la misma altura para todos. Una igualdad imposible en vida pero que la muerte concede a todos y cada uno. Nada consuela, y calma de mejor manera la locura, que es la idea impensable de la propia desaparición como la seguridad de que los otros también morirán.

Sin duda tal es la reflexión en torno de la cual Alejandro Dumas construyó su espléndida novela El conde de Montecristo. La leí, como todo mundo, durante la infancia, sin comprender el pensamiento de Dumas en toda su amplitud: seguí las anédotas de la aventura, deseosa de ver cumplir su venganza a Edmundo Dantés. Sin embargo, el propio autor nos revela el sentido profundo y oculto, pero no secreto, que sirve de pivote a la novela en la escena de una ejecución pública en Roma.

Dos hombres, condenados a muerte, deben ser ejecutados el día en que comienza el carnaval. Montecristo invita a asisitir desde un balcón a Morcef y Epinay, dos jóvenes elegantes parisienses a la aplicación de las sentencias. Les anuncia que uno de los condenados recibirá la gracia de escapar a la muerte. Los obliga a mirar cada detalle a medida que les comenta los hechos. Aparecen los dos condenados, un bandido y un criminal, resignados, casi serenos. El verdugo se prepara. De pronto, tal como lo predijo Montecristo, llega un mensajero que transmite la decisión del Papa de graciar al bandido. Decepción evidente de la multitud que se pelea los lugares para alcanzar a contemplar las ejecuciones, fenómeno sin mayor importancia, casi normal. En apariencia menos normal es el acceso de furia y desesperación que sufre el otro condenado.

La resignación ante la muerte de momentos antes se transforma en un ataque de rabia, de odio, de absoluta rebeldía ante la suerte. Montecristo explica con frialdad, con desprecio, las causas de esa ira que convierte al criminal en un energúmeno: saber que el otro no morirá y él sí le es más insoportable que la muerte.

Hace unos días cayó bajo mis ojos una frase de La Bruyère colmada de significado sobre la especie humana y la idea de la propia desaparición. La Bruyère observa que si sólo la mitad de los hombres muriesen y la otra no, la idea de la muerte sería desoladora. Ni siquiera dice ''más", simplemente ''desoladora".

Reflexión atroz sobre ese doble giro de locura del que habla Pascal al señalar que el hombre está necesariamente loco y es sólo por un segundo giro de locura que cree no estarlo (al pensar en la muerte).

Decididamente somos una curiosa especie. Creemos pensar cuando muchas veces sólo sentimos.

Hace algún tiempo, durante una breve estancia en el pequeño puerto de Grau-le-Roi, en el sur de Francia, durante un paseo matinal, Jacques y yo pasábamos frente a una casita blanca, junto a cuya puerta se sentaba a leer el diario regional un hombre viejísimo, sin edad, ya casi fuera del tiempo. Era obvio que el hombre leía sólo dos páginas del periódico, pues el resto lo arrojaba a un canasto que utilizaba de basurero. Al vernos pasar inclinaba la cabeza a guisa de saludo. Poco a poco, al paso de los días, murmuraba un saludo. Terminamos por detenernos a platicar con él del clima, único tema sin peligros.

Al fin, una mañana, al verlo con una sonrisa radiante, excitado, cuando iba a atreverme a preguntarle cuáles eran las páginas que reclamaban toda su atención, él mismo nos dijo: ''Marie Solange, la vieja panadera, murió ayer. Antes que yo, fíjense. Y sólo tenía 92 años, cinco menos que yo. Estaba seguro que se iba antes aunque no se lo dije, claro". El viejo hombre había sobrevivido a uno más de sus contemporáneos y eso lo colmaba de dicha. Condenado a muerte como todos en esta Tierra, sabiéndola cercana por su edad casi secular, no hallaba mejor consuelo que enterarse de la desaparición de sus vecinos.

Decididamente, la muerte de los otros es el mejor consuelo ante la idea de la propia.

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