Usted está aquí: lunes 16 de mayo de 2005 Opinión El "lugar" Barceló

Hermann Bellinghausen

El "lugar" Barceló

Ampliar la imagen Le vent, 1999

Hija de la robusta tradición mediterránea, la obra del mallorquín Miquel Barceló se mantiene en permanente estado de gracia y revela una naturalidad feliz que explica su éxito público. Por algo es hoy en día uno de los principales productos de exportación artística del Estado español.

Nacido en 1957, pertenece a una generación que creció libre de las etiquetas "figurativo" o "abstracto". Después de Tàpies, Kiefer y los estadunidenses Kline, Pollock y Twombly, ya era posible asumir que la naturaleza no es necesariamente figurativa, sólo real. Es como es. Barceló trasmite su impresión de las cosas con trazo gordo, texturas deliberadas y mucho azar, y aun así con resultados precisos, casi fotográficos.

Sus lienzos demandan cierta distancia, como los puntillistas. Y desde tal distancia poseen un magnetismo absorbente. El gran gorila blanco del zoológico de Barcelona vibra con una electricidad impactante, entre icono de historieta y figura sagrada de alguna religión desconocida. Uno de sus cuadros más recientes, "Marejadilla" (2002), bulle de verde suave, inmóvil y no, action painting ya fija pero cambiante según la incidencia de la luz o de dónde se le mire: sin ninguna intención abstracta, carece de forma. Barceló nunca hace obra abstracta, aunque a veces parezca. Captura instantes, frutas expansivas, alcachofas, inminentes tempestades marinas, close ups que remiten a Polaroid y a Courbet.

En años recientes trabajó en Vetri, cerca de Nápoles, en el taller de Vincenzo Santoriello, dando forma a las cerámicas que ahora cubren la capilla de Sant Pere en la catedral de Mallorca. "Piezas" con una sencillez de forma (según muestran diversos reportajes) atacada de voracidad barroca, mas sin el ilusionismo místico de Gaudí.

Existen dos tipos de isleños: los que se encierran y hacen de su ínsula el ancho mundo (a la José Lezama Lima), y los que sólo se conciben de viaje, árboles que ponen las raíces en el mar. Barceló pertenece a los segundos. Mientras el Mediterráneo le da un ámbito homérico, pone un pie en Malí, una mano en Nueva York y los ojos en todas partes.

No es un pintor violento, aunque a veces su pirotecnia refleje una calidad de rayo. De hecho, sus mejores momentos poseen la sobriedad zen de los Ocho postes sumergidos en una tierra que se comporta como agua, o viceversa (y el artista como pulpo en su tinta se limita a retratar la caligrafía elemental de las cosas). Teniendo de cubista lo que yo de negro, a veces hace hace pensar en Braque.

La fuerza de Barceló, casi invasiva, es casi (pero sólo casi) escatológica. Por eso llama la atención la necrofilia (infrecuente en su gráfica) de su obra escultórica. Cráneos, esqueletos, fragmentos corporales, objetos momificados y no obstante dotados de vitalidad física. No extraña que John Berger se identifique con él, quien aún en los momentos que bordea el mal gusto con sopas, ensaladas y coles rojas del tamaño de una pared sale airoso de la feroz naturaleza; a la manera de Picasso y Toledo, las cocinas no le vienen mal.

El efecto óptico. El clima de pollería o pescadería. El mazacote. El volumen femenino. La estalactita de hilo y óleo. El desierto gigantesco. El mar espumeante. El golpe de audacia, firme, realista, ceñido. Sus plazas de toros se hunden en un huracán visto desde las nubes; en el ojo de la tormenta, toro y torero ponen su sangre en juego. El notable "Paisaje para ciegos sobre fondo verde", una "nada" hiperrealista, granulosa, casi fotográfica, surte una "imagen" para la ceguera al verde que aqueja a los pobladores urbanos. A fuerza de "ver" con una claridad de denuncia, remite a la ceguera apocalíptica imaginada por José Saramago. Y qué se agradece más a un artista que su revelación para ver detrás de lo visible.

Curiosamente, en la muestra que exhibe actualmente el Museo Tamayo, las virtudes de Barceló se revelan mejor en las acuarelas y técnicas mixtas que realizó en Africa. Resulta paradójico que un artista de amplias miras y montajes de poderoso impacto como Miquel Barceló pruebe en definitiva las cualidades de su arte en páginas tan ligeras, rápidas, elementales, pequeñas (y si se quiere, digeribles; harían estupendas tarjetas postales).

Durante uno de sus recurrentes elogios a la vida nómada, que fue la que se dio a sí mismo, el escritor británico Bruce Chatwin (otro isleño centrífugo) citaba un texto sufí: "El derviche es un lugar donde algo pasa, no un caminante que sigue su libre albedrío" (en Anatomía de la inquietud, traducido del inglés y publicado por Mario Muchnik, 1997). Así el "lugar" Barceló, pararrayos donde algo pasa continuamente.

Con la precisión "oriental" que ya probara en los 80 y 90 con sus pescadores, sus palos y sus cabras alebrestadas, la serie Cuadernos de Africa (Le Promeneur-Gallimard, 2003) lo pone al lado del mejor fauve cuando "pesca" figuras en el mercado de Sanga Ibé (Malí) con haikus de colores. Las cuatro figuras y sus cuatro sombras en "El viento", papel de 1999, dicen todo en breves pinceladas: el dramatismo de un instante, un diluvio de luz solar, la poderosa acción del viento, y la gracia que, hostigada, baila.

Quién sabe si Barceló sea un hombre feliz. Su obra lo es.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.