La Jornada Semanal,   domingo 15 de mayo  de 2005        núm. 532
 
   CINEXCUSAS   

LUIS TOVAR

EL SILENCIO Y LA RUTINA
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Escenas de la cinta

Uruguay no es dueño de una numerosa cinematografía, como México y Argentina que tuvieron sus respectivas épocas doradas, ni vive los albores de lo que puede ser un nuevo esplendor, como actualmente pareciera ocurrir en la propia tierra de Arlt y Bioy Casares o en Brasil, para mencionar tres ejemplos latinoamericanos. El cine está próximo a cumplir ciento diez años de existencia, pero el "paisito" —Mario Benedetti dixit— no alcanza ni una centena de filmes. Por esa razón, aunque en última instancia no importa su nacionalidad si la película es buena, el placer provocado por Whisky se duplica al saber que se trata de una película uruguaya.

Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, codirectores, hacen aquí un registro minucioso de lo que López Velarde, al hablar de la poesía de Francisco González León, llamó "las emociones intermedias": no la exaltación, ni el arrebato, ni la angustia que lacera, y mucho menos un juego de situaciones pretendidamente límite, de ésas que tan indispensables le resultan a narradores —con la pluma o con la cámara— poco capacitados para poner de relieve la gravedad inherente a los hechos de todos los días. Nada de eso, sino la historia de dos seres humanos como hay millones, hombre y mujer, que habrán de mostrar la postura vital de cada uno, sedimentada luego de años y años de vivir en carne propia la contundencia y el poder de la rutina.

Él es viejo, sedentario, pragmático e intensamente silencioso. Ella es por el estilo. Él es el patrón, ella la empleada de una pequeña fábrica de calcetines casi en ruinas. Desde el arranque mismo de la cinta, Rebella y Stoll consiguen hacer un retrato de sus personajes perfecto para los propósitos de la trama, por exhaustivo, prolijo, al mismo tiempo cálido y desapegado, así como revelador de lo que más tarde serán claras causas de un comportamiento en principio desconcertante en medio de su insondable obstinación; así, por ejemplo, el empeño de él en arreglar unas cortinas inarreglables, o la condición casi fantasmagórica de ella cuando cumple, una por una, igual de metódica que una máquina de coser, las múltiples tareas a su cargo.

Sin que en apariencia haya necesidad —pues no media ninguna justificación—, la visita de un hermano de él, debido a causas familiares, trastoca el par de conductas tan bien establecidas. Una labor de dirección menos ambiciosa se habría quedado aquí, concentrada en desplegar el esfuerzo de los personajes para adaptarse a una nueva situación; en cambio, Rebella y Stoll avanzan hasta el punto de hacer que empleada y jefe monten una farsa, a instancias de éste y para que el visitante crea que su hermano está casado. Y van todavía más lejos, pues ya instalados en la representación de una pareja añosa, las actitudes del hombre y la mujer son indistinguibles de las que podría tener cualquier otra pareja real: toda una crítica, descarnada pero amorosa, a las relaciones de pareja. Y no para ahí la cuestión, pues queda claro que ella sí querría que el simulacro tuviera visos de verdad, aunque no lo dirá nunca.

Mientras esto sucede en la pantalla, uno va percibiendo poco a poco el trasfondo, todo lo que no se expone pero que se intuye denso, complejo, diverso; la otra cara de la inmovilidad y el método seguido a rajatabla. Para simbolizarlo, Rebella y Stoll eligieron un detalle singular: estando a solas con su "cuñado", ella le dice un par de frases pronunciando las palabras al revés, séver la sarbalap, y le confiesa con toda la sencillez y la humildad posibles que es algo que siempre ha hecho sin esfuerzo. Una cualidad secreta, quizá entre muchas otras, que su "esposo" ignora aunque conviva con ella casi la mitad del día todos los días, tanto como desconoce —porque no le interesa conocerlos— los deseos, las opiniones, los gustos y los disgustos de ese otro ser humano que el azar le ha puesto a un lado.

Y mientras esto sucede en el entendimiento del espectador, la cinta va conformando un retrato eficientemente austero de la soledad, que no se cuartea siquiera ni con la llegada del hermano, ni con la convivencia en casa, ni con el paseo que dan a instancias de aquél. Todo está impregnado por un mutismo terco, solamente roto por la necesidad de decir lo indispensable.

Semejante a una teoría de la máscara, Whisky despliega sin aspavientos ni estridencia la manera en que puede vivirse la propia vida como si fuera prestada, casi vicariamente, en tanto bajo las aguas del silencio y la rutina bulle o va muriendo la que debiera ser la vida verdadera.

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