Usted está aquí: domingo 15 de mayo de 2005 Opinión MAR DE HISTORIAS

MAR DE HISTORIAS

Cristina Pacheco

Fantasmas del amor

Oí golpes en mi puerta pero no abrí. Supuse que serían el arquitecto Montesinos o alguno de sus ayudantes y no estaba de humor para hablar con ellos. Friegan de un hilo. Se comportan como si fueran los dueños de El Avispero: suben, bajan, miden, toman decisiones sin pedirnos opinión. Pasan encima de nosotros como si fuéramos fantasmas y no inquilinos de tantísimos años.

Llamaron otra vez y eso me enfureció:

Un momento, un momento: no tengo alas en los pies.

Dispuesta a poner en su lugar a quien fuera, abrí de mala gana. La sorpresa y el gusto de ver a don Juan Bosco Malo me dejaron muda. El me sonrió:

Si está ocupada, vuelvo en otra ocasión.

Me disculpé:

No creí que fuera usted. Es más, pensé que nunca volvería a visitarme. ¿Cómo ha estado? Levantó los hombros. Pero no se quede allí, pase, por favor. Nada más cierre los ojos porque ahora sí tengo un tiradero espantoso.

Don Juan Bosco vio las cajas de cartón apiladas junto a la puerta de la cocina:

¿Piensa mudarse?

Nunca imaginé que llegaría el momento en que tuviera que responder a una pregunta tan amarga:

Parece que sí, pero no por mi gusto. Me echa, nos echa a todos de El Avispero. Adiviné que don Juan Bosco y yo pensábamos en la misma persona: Qué bueno que la señora Bona von Bonn no está con nosotros, porque se moriría otra vez al ver lo que está pasando.

Don Juan Bosco se me acercó:

No entiendo lo que sucede.

Se lo resumí en pocas palabras:

El licenciado Vélez vino hace ocho días a decirnos que la dueña piensa remodelar el edificio. Los trabajos comenzarán cuando pase la temporada de lluvia, pero ya tenemos encima a toda esa gente, dizque arquitectos. ¿No los vio?

Don Juan Bosco miró el techo de vigas:

Pero si este edificio es una joya. ¿Qué harán con él?

El recuerdo de las explicaciones que nos habían dado Montesinos y sus asistentes acabó de humillarme:

No sabemos. Según ellos lo van a poner más bonito, más seguro...

Don Juan Bosco pensó en lo que nos preocupaba a todos los inquilinos de El Avispero:

Y ustedes, ¿adónde se irán?

Repetí lo que habíamos acordado en la junta de vecinos:

Unos, con sus familiares. La mayoría aceptó un apoyo de tres mil pesos para rentar algo mientras terminan las obras de remodelación.

Mi informe tranquilizó a don Juan:

O sea que ustedes podrán volver a vivir aquí.

Le contesté:

Los que quieran...

Don Juan Bosco me interrumpió:

Supongo que usted será uno de ellos.

Empezaba a llover y fui a cerrar la ventana. Vi el patio húmedo, desierto, y recordé:

Llegué aquí en octubre de 1958, en plena temporada de lluvias. Me volví hacia mi visitante: Creo que se lo conté la primera vez que hablamos y usted me explicó que este edificio era muy antiguo, y a través de los siglos había sido claustro, beaterio, hospital, escuela de oficios para niñas, salón de baile, manicomio, hospicio, lupanar... Di un paso adelante: Gracias.

Don Juan Bosco se sorprendió:

¿Qué me agradece?

Sentí un mareo y tuve que apoyarme en la mesa:

Su explicación acerca del edificio. Desde que usted me dijo que tenía un inmenso valor, me sentí diferente. Miré el retrato de mi padre en la pared, sobre la grieta: Dejé de considerarme como una simple conserje y me sentí alguien distinto, superior, sólo por vivir dentro de una obra de arte. Noté la sonrisa de don Juan Bosco y lamenté mi sinceridad: Estoy diciendo tonterías.

Mi visitante agitó la cabeza:

De ninguna manera. Sonreí porque escuchándola me pareció que era Bona quien hablaba. Decía que este edificio era su reino. Chasqueó los dedos: ¿También demolerán el 707?

No podía mentirle:

Todo, absolutamente todo. Don Juan Bosco se estremeció: No quise lastimarlo.

El agitó las manos en el aire:

Está bien que me lo haya dicho; además, usted no ordenó la demolición. Contempló las paredes: Se convertirán en polvo cuatro siglos de vida. Algo de ese inmenso tiempo le pertenece a Bona. De pronto su voz volvió a sonar animada: ¿Recuerda cuántos años vivió aquí nuestra amiga?

Me pareció poder contestarle con exactitud:

Desde octubre de 85.

Don Juan Bosco me tomó del brazo y me arrastró al sillón:

Cuéntemelo todo: ¿cómo llegó ella aquí, de dónde venía? Advirtió que me estaba presionando: Discúlpeme y comprenda: en aquel tiempo aún no la conocía. Ahora más que nunca necesito saber...

Intenté recordar lo poco que doña Bona me había dicho:

Antes de llegar aquí, doña Bona vivió en las calles de Sol. En una vecindad muy antigua. Por cierto, ella prefería llamarle "casona".

Don Juan Bosco me interrumpió:

A Bona le gustaban los lugares donde el tiempo había hecho su nido. Sacó unos papelitos de su bolsillo: Escribí una poesía con ese tema. Después de revisarlos guardó los papeles: ¡Lástima! No lo traigo. Se titula: "Fantasmas del amor petrificado".

La referencia me sorprendió:

Por lo que me dice, la señora Bona a usted también le contó que en el patio de la vecindad -bueno, la "casona"- se paseaba el espectro de una mujer vestida de blanco con un espejo en la mano.

Don Juan Bosco me miró resentido:

No me dijo nada... Otros conocieron y guardaron su historia. A mí me heredó el silencio, el desconcierto...

Su actitud me recordó la mía ante Julia Pastrana cuando me informó de su larga convivencia con mi padre. Seguí hablando:

Doña Bona me dijo que la noche anterior al temblor de 85 encontró en la puerta de la casona un espejo roto. Ella era muy supersticiosa y no entró, sino que fue a hospedarse en el hotel donde la conocían. Me persigné: Gracias a eso no quedó sepultada entre los escombros, como los otros habitantes de la casona.

Don Juan Bosco me dio un golpecito en la mano:

Los fantasmas siempre nos salvan. Se dio cuenta de que no lo había entendido, y sonrió: No me haga caso. Estoy muy alterado por la noticia de la demolición.

Aproveché que hubiera tocado el tema para manifestarle mi preocupación:

Sólo usted tiene derecho a decir qué haremos con las cosas de la señora Bona. Señalé las cajas de cartón: Si quiere, podemos empezar a empacarlas.

Don Juan Bosco me miró con el gesto de un condenado que consulta el reloj para comprobar que aún le quedan minutos de vida:

Falta mucho para octubre. Suspiró. Sí, ya sé que el tiempo pasa muy rápido. Será mejor apurarse. Se encaminó a la puerta y habló de espalda a mí: ¿Cree que podría quedarme en el 707 hasta que comiencen los trabajos? Empacaré sólo de día para no molestar a los vecinos.

En vez de responderle, fui al tablero, descolgué la llave del 707 y se la puse entre las manos:

Ahora váyase. No tarda en llover otra vez.

Nos despedimos sin palabras. Cuando dejé de oír sus pasos me volví hacia el retrato de mi padre y pensé que el poeta había tenido razón al decir que los fantasmas siempre nos salvan.

 
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