Usted está aquí: domingo 15 de mayo de 2005 Opinión Miguel de Cervantes

Harold Bloom

Miguel de Cervantes

Este lunes, en el Instituto Cervantes de Nueva York, Harold Bloom presidirá la presentación internacional de su nuevo libro, ¿Dónde se encuentra la sabiduría? (Where Shall Wisdom Be Found?, en el original), que circulará en México a partir de junio bajo el sello de Taurus, con cuya autorización reproducimos un fragmento, a manera de adelanto para los lectores de La Jornada, de este valioso volumen en el que Bloom, una de las autoridades máximas del mundo intelectual, extrae las diversas -incluso contrarias- formas de sabiduría que han moldeado nuestro pensamiento. Para el efecto, entabla comparaciones entre el Libro de Job y el Eclesiastés, Platón y Homero, Cervantes y Shakespeare, Montaigne y Bacon, Johnson y Goethe, Emerson y Nietzsche, Freud y Proust. Elegimos de entre ellas la que Bloom dedicó a Cervantes y Shakespeare.

Cervantes y Shakespeare comparten la supremacía entre todos los escritores occidentales desde el Renacimiento hasta ahora. Las personalidades ficticias de los últimos cuatro siglos son cervantinas o shakespearianas, o, más frecuentemente, una mezcla de ambas. En este libro quiero considerarlos como los maestros de la sabiduría en nuestra literatura moderna, al mismo nivel que el Eclesiastés y el libro de Job, Homero y Platón. La diferencia fundamental entre Cervantes y Shakespeare queda ejemplificada en la comparación entre don Quijote y Hamlet.

El caballero y el príncipe van a la busca de algo, pero no saben muy bien qué, por mucho que digan lo contrario. ¿Qué pretende realmente don Quijote? No creo que se pueda responder. ¿Cuáles son los auténticos motivos de Hamlet? No se nos permite saberlo. Puesto que la magnífica búsqueda del caballero de Cervantes posee una dimensión y una repercusión cosmológicas, ningún objeto parece fuera de su alcance. La frustración de Hamlet es que se ve limitado a Elsinore y a una tragedia de venganza. Shakespeare compuso un poema ilimitado en el que sólo el protagonista no conoce límites.

Cervantes y Shakespeare, que murieron casi simultáneamente, son los autores capitales de Occidente, al menos desde Dante, y ningún otro escritor los ha igualado, ni Tolstoi, ni Goethe, Dickens, Proust o Joyce. Cervantes y Shakespeare escapan a su contexto: la Edad de Oro en España y la época isabelino-jacobina son algo secundario cuando intentamos hacer una valoración completa de lo que nos ofrecieron.

W. H. Auden encontraba en Don Quijote un retrato del santo cristiano en oposición a Hamlet, que "carece de fe en Dios y en sí mismo". Aunque Auden parece perversamente irónico, hablaba bastante en serio, y creo que erróneamente. En contra de Auden me gustaría citar a Miguel de Unamuno, mi crítico preferido de Don Quijote. Para Unamuno, Alonso Quijano es el santo cristiano, mientras que don Quijote es el fundador de la verdadera religión española, el quijotismo.

Herman Melville combinó a don Quijote y a Hamlet en el capitán Ahab (aderezado con un toque del Satán de Milton). Ahab desea vengarse de la Ballena Blanca, mientras que Satán destruiría a Dios si pudiera. Hamlet es el embajador de la muerte ante nosotros, según G. Wilson Knight. Don Quijote dice que su fin es destruir la injusticia. La injusticia máxima es la muerte, la esclavitud última. Liberar a los prisioneros es la manera práctica que tiene el Caballero de luchar contra la muerte.

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En las obras de Shakespeare él no aparece, ni siquiera en sus sonetos. Es su casi invisibilidad lo que anima a los fanáticos que creen que cualquiera menos Skakespeare escribió las obras de Shakespeare. Que yo sepa, el mundo hispánico no da refugio a ningún aquelarre que se esfuerza por demostrar que Lope de Vega o Calderón de la Barca escribieron Don Quijote. Cervantes habita su gran libro de manera tan omnipresente que necesitamos darnos cuenta de que posee tres personalidades excepcionales: el Caballero, Sancho y el propio Cervantes.

Y sin embargo, ¡qué astuta y sutil es la presencia de Cervantes! En sus momentos más hilarantes, Don Quijote es inmensamente sombrío. De nuevo es Shakespeare la analogía que nos ilumina. Ni siquiera en sus momentos más melancólicos abandona Hamlet sus juegos de palabras ni su humor negro y el infinito ingenio de Falstaff está atormentado por insinuaciones de rechazo. Al igual que Shakespeare escribió sin adherirse a ningún género, Don Quijote es a la vez tragedia y comedia. Aunque permanecerá siempre como el nacimiento de la novela a partir de la novela de caballerías en prosa, y sigue siendo la mejor de todas las novelas, encuentro que su tristeza aumenta cada vez que la releo, y la convierte en "la Biblia española", como llamó Unamuno a la más grande de todas las narraciones. Novelas son lo que escribieron George Eliot y Henry James, Balzac y Flaubert, o el Tolstoi de Ana Karenina. Aunque quizá Don Quijote no es una sagrada escritura, nos contiene de tal manera que, al igual que pasa con Shakespeare, no podemos salir de él a fin de alcanzar un cierto perspectivismo. Estamos dentro de ese libro inmenso y gozamos del privilegio de oír las soberbias conversaciones entre el Caballero y su escudero, aunque más a menudo somos trotamundos invisibles que acompañan a esa sublime pareja en sus aventuras y debacles.

Si existe un tercer autor occidental de la misma universalidad desde el Renacimiento hasta ahora, sólo puede ser Dickens. No obstante, Dickens, de manera deliberada, no nos ofrece "el saber último del hombre", que Melville encontraba en Shakespeare y es de presumir que en Cervantes. La primera representación de El rey Lear tuvo lugar cuando se publicó la primera parte de Don Quijote. En contra de lo que dice Auden, Cervantes, al igual que Shakespeare, nos ofrece una trascendencia laica. Don Quijote se considera un caballero de Dios, pero continuamente sigue su voluntad caprichosa, que es gloriosamente idiosincrásica. El rey Lear reclama ayuda a los cielos que hay en lo alto, pero por el único motivo de que él y los cielos son viejos. Vapuleado por unas realidades que son incluso más violentas que él, don Quijote se resiste a ceder ante la autoridad de la Iglesia y el Estado. Cuando cesa de reivindicar su autonomía, no queda nada excepto, de nuevo, Alonso Quijano el Bueno, y lo único que le resta es morir.

Regreso a mi pregunta inicial: ¿qué busca el Caballero de la Triste Figura? Está en guerra con el principio de la realidad de Freud, que acepta la necesidad de morir. Pero ni es un necio ni un loco, y su visión siempre es al menos doble: ve lo que nosotros vemos, y también algo más, una posible gloria de la que desea apropiarse, o al menos compartir. Unamuno llama a esta trascendencia fama literaria, la inmortalidad de Cervantes y Shakespeare. Sin duda eso es en parte lo que persigue el Caballero; el asunto principal de la segunda parte es que Sancho y él descubren que sus aventuras de la primera parte son conocidas allí donde van, lo que les llena de satisfacción. Quizá Unamuno subestimó las complejidades que aparecían al trastocar de una manera tan desmesurada la estética de la representación. Hamlet es de nuevo la mejor analogía: desde la aparición de los comediantes en el acto II, y durante toda la representación de La ratonera en el acto III, todas las reglas de la representación normativa se van al garete, y todo es teatralidad. La segunda parte de Don Quijote se adelanta a su tiempo de una manera parecida y desconcertante, pues el Caballero, Sancho y todos aquellos con los que se encuentran son profundamente conscientes de que la ficción ha irrumpido en el orden de la realidad.

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Hemos de tener presente, mientras leemos Don Quijote, que no podemos mostrarnos condescendientes con el Caballero y Sancho, pues entre los dos saben más que nosotros, al igual que nunca podremos estar a la altura de la asombrosa velocidad de las intuiciones de Hamlet. ¿Sabemos exactamente quiénes somos? Cuanto más imperiosamente buscamos nuestro auténtico yo, más nos esquiva éste. El Caballero y Sancho, cuando acaba esa magnífica obra, saben exactamente quiénes son, no tanto gracias a sus aventuras, sino a sus maravillosas conversaciones, ya sean riñas o intercambios de intuiciones.

La poesía, sobre todo la de Shakespeare, nos enseña cómo hablar con nosotros mismos, pero no con los demás. Las grandes figuras de Shakespeare son magníficos solipsistas: Shylock, Falstaff, Hamlet, Yago, Lear, Cleopatra, siendo Rosalinda la brillante excepción. Don Quijote y Sancho se escuchan de verdad el uno al otro, y cambian a través de su receptividad. Ninguno de ellos se oye por casualidad a sí mismo, que es el estilo shakespeariano. Cervantes o Shakespeare: son los maestros rivales de cómo cambiamos, y por qué. En Shakespeare, la amistad es como mucho irónica, y más comúnmente traidora. La amistad entre Sancho Panza y su Caballero sobrepasa cualquier otra representación literaria.

No ha sobrevivido Cardenio, la obra que escribió Shakespeare en colaboración con John Fletcher tras leer la traducción contemporánea de Thomas Shelton de Don Quijote. No sabemos, por tanto, qué pensaba Shakespeare de Cervantes, aunque conjeturamos su deleite ante la obra. Cervantes, dramaturgo fracasado, probablemente nunca oyó hablar de Shakespeare, pero dudo que hubiera apreciado a Falstaff o Hamlet, dos personajes que eligen la libertad del yo por encima de cualquier tipo de obligación. Sancho, tal como observó Kafka, es un hombre libre, pero don Quijote está metafísica y psicológicamente atado por su dedicación a la labor de caballero andante. Podemos celebrar el infinito valor del Caballero, pero no que se tome al pie de la letra los libros de caballerías.

 
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