Usted está aquí: domingo 8 de mayo de 2005 Sociedad y Justicia MAR DE HISTORIAS

MAR DE HISTORIAS

Cristina Pacheco

Retrato de mi padre

Julia sacó de su bolsa una chalina y, pese al calor, se envolvió con ella la cabeza: Lo hago para evitar que vuelva a pegarme una corriente de aire. Los médicos me han dicho que eso fue lo que me dañó tanto los ojos.

De esa manera indirecta Julia Pastrana daba por terminado nuestro encuentro. Se levantó de la silla:

Discúlpeme que haya venido sin avisarle, pero sólo recordaba su dirección. Diego me la dijo una vez y de milagro no la olvidé. Me sonrió con un gesto infantil: Se me grabó mucho el nombre de la calle: Todosantos. Desde que me entregaron la ficha para mi hospitalización pensé en venir a visitarla. Alargó el brazo y acarició la funda de plástico que protegía la foto de mi padre: Me alegro de haber podido entregársela antes de que me operen. Suspiró: Con esas cosas nunca se sabe...

Julia hablaba con serenidad, pero me sentí obligada a repetir lo que había leído en una revista la última vez que fui a cortarme el cabello:

La ciencia ha avanzado muchísimo, sobre todo en las cuestiones de los ojos.

Me corrigió:

No olvide que por encima de todo está la voluntad de Dios.

Se encaminó a la puerta y me tendió la mano, pero insistí en acompañarla hasta el zaguán:

Son muchas escaleras y hay poca luz.

Mientras bajábamos recordé la foto de mi padre sobre la mesa. Había quedado entre el tubo de pastillas y el frasco del café. Apenas en ese momento comprendí que el retrato permanecerá junto a mí el resto de mi vida. Por larga que llegue a ser, mis años de convivencia con la foto siempre serán menos de los que pasé esperando que mi padre volviera a casa.

Medio siglo sin tener noticias suyas y de pronto una desconocida que se presentó como Julia Pastrana me había regalado, junto con la foto, una serie de anécdotas que me autorizaban a concebir a mi padre como un metódico y afable empleado de correos.

Cuando llegamos al zaguán Julia se detuvo y murmuró:

¿Dónde se habrá estacionado Lucho? Miró en todas direcciones mientras que explicaba: Es mi sobrino. Como no tiene trabajo le doy sus centavitos para que me acompañe. Carraspeó: Ya ni en Cuautla me atrevo a andar sola.

Temí que la despedida se prolongara y le pedí señas del automóvil:

Es un vochito rojo.

Sentí alivio cuando vi el coche estacionado a las puertas del hotel Cairo. Tomé a Julia del brazo y la llevé hasta allá. Lucho dormía sobre el volante. Le toqué la ventanilla. El se despertó de inmediato y bajó, como un chofer profesional, para ofrecerle el brazo a Julia. Ella me miró de frente:

¿Me apuntó su teléfono?

Le recordé que se lo había escrito en una servilleta. Ella palpó su bolsa sin demasiado interés:

Entonces debo traerlo aquí. No sé cuándo regresaré por estos rumbos, pero si un día viaja a Cuautla, ya sabe dónde tiene su casa. Rodeó el automóvil y se detuvo: ¿Le dejé mi dirección?

Sin esperar mi respuesta entró en el coche. Me quedé mirándolo hasta que desapareció en la esquina. Ya no tenía motivo para permanecer en la calle, pero me inquietaba la perspectiva de regresar a mi periquera y encontrarme con el retrato de mi padre. Imposible dejarlo para siempre en la mesa, enfundado en una bolsa de plástico negro parecida a la que se usa para trasladar a los muertos.

Camino a El Avispero pensé que tendría que desenvolver la foto, hacerle un marco y colgarla en la pared. ¿Pero en cuál? Abrí la puerta de mi casa despacio, con precaución, como si quisiera sorprender a un intruso en el instante en que comete un delito. El pensamiento me avergonzó y al fin entré. Iba dispuesta a sacar el retrato, pero cuando vi el sobre me paralizó el miedo de mirarlo a solas.

Cuando Julia me lo entregó apenas lo había visto. No estaba segura de controlar mi reacción frente a una mujer desconocida para mí, aunque yo no lo fuese para ella. Según me explicó Julia, mi padre -a quien siempre mencionó por su nombre: Diego- le hablaba con frecuencia de mí.

¿De mi mamá qué le dijo?

Julia se limitó a sacudir la cabeza. El movimiento podía significar muchas cosas, inclusive que ella hubiera sido el motivo del distanciamiento entre mis padres. Adivinó mis sospechas y con pretexto de contarme la historia del retrato definió su relación con mi padre:

Cuando llegué a trabajar en la agencia de correos, en Cuautla, Diego y Aurorita estaban en el departamento de ordinarios. A mí me asignaron el de certificados. Ya entonces había poco movimiento, así que nos sobraba tiempo para conversar, y siempre de lo mismo: ¿qué iba a suceder con nosotros cuando cerraran la agencia? Una vez que Aurorita se lo preguntó a Diego, él dijo: "Quedarme aquí, hasta que me muera". La respuesta me disgustó y le reclamé: "¿Qué no tiene familia?" No me respondió, pero al día siguiente me llamó aparte para mostrarme el retrato de usted, que guardaba en su cartera.

Recordé que mi padre casi siempre se dirigía a mí como Pingüica. No se lo dije a Julia, sólo le pregunté cómo me llamaba mi padre en sus conversaciones:

Pues por su nombre: Agustina.

Al oírla se me llenaron los ojos de lágrimas. Sin entender el motivo de mi reacción, Julia me acarició la mano y de una manera indirecta, como lo hace todo, me pidió calma:

Mejor le cuento la historia del retrato. Dedicó unos segundos a ordenar sus recuerdos: Un 12 de noviembre, Día del Empleado Postal, nos fuimos con los carteros a desayunar. Aurorita llevó su cámara y nos tomó una foto de grupo. El único que salió bien fue Diego. Sin decírselo, mandé hacer una amplificación de su cara. Quería regalársela en su cumpleaños.

Me lastimó que Julia conociera una fecha que yo ignoraba, pero sentí vergüenza de preguntársela. Lo lamentaré siempre, a menos que me decida a viajar. Recordé el ofrecimiento de Julia: "Si un día va a Cuautla, ya sabe dónde tiene su casa?"

Sobre la mesa no había ningún papel con su dirección, sólo el retrato de mi padre enfundado en plástico negro. Seguí recordando la voz de Julia:

Diego era muy tímido y lo cohibió mi regalo. No supo cómo agradecérmelo, pero se le quedó mirando hasta que me dijo con mucho orgullo: "Parece que estoy viendo a mi hija Agustina. Me gustaba decirle Pingüica". Entonces me di cuenta de que el retrato le había agradado mucho. Los ojos de Julia se abrillantaron: Creo que lo conservó durante tantos años para que un día yo viniera a entregárselo.

Eso me devolvió mis derechos de hija y pregunté:

¿Cómo regresó la foto a sus manos?

Julia suspiró:

Estaba entre sus cosas. A la muerte de Diego, como él dispuso, las regalé todas, menos la foto. Hace mucho tiempo quería traérsela, pero por una cosa o por otra lo fui dejando. Al saber de mi hospitalización pensé: ahora o nunca. Y aquí me tiene.

No podía permitir que Julia se fuera sin decirme la clase de amistad sostenida con mi padre:

¿Ustedes vivían juntos?

Julia se esforzó por sonreírme, pero su voz temblaba:

No, y ahora me arrepiento. Se acarició la frente: Nunca se lo había dicho a nadie, ni siquiera a mí misma. No debió hacerme esa pregunta: desde ahora me sentiré mucho más sola.

Sentí lástima por Julia y una necesidad inmensa de mirar el retrato de mi padre. Lo saqué del sobre. Al verlo tuve la impresión de que por primera vez me reflejaba en un espejo.

 
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