El
rostro múltiple de la homofóbia
El
término
homofobia poco a poco se integra al lenguaje común, aunque los terrenos
que abarca suelen tener fronteras poco definidas. La intolerancia y el
desprecio hacia las y los que tienen preferencias e identidades sexuales
distintas de la heterosexualidad tienen muchas maneras de expresarse, a
veces sin que exista conciencia. En este texto se exploran los aspectos
múltiples de los fantasmas que muchas veces el mundo heterosexual
se elabora a propósito de la homosexualidad.
Por
Louis-Georges Tin
De acuerdo con una opinión muy extendida, la homosexualidad sería
hoy más libre que nunca: presente y visible en todas partes, en
la calle, en los diarios, en la televisión, en el cine. Estaría
incluso muy aceptada, pues así lo revelan los recientes avances
legislativos en Norteamérica y en Europa en materia de reconocimiento
de parejas del mismo sexo. Ciertamente se necesitan todavía algunos
ajustes más para erradicar las últimas discriminaciones,
pero con la evolución de las mentalidades esto sería una
simple cuestión de tiempo.
Tal vez. Pero tal vez no, pues para un observador un poco más
atento, la situación es muy distinta. A decir verdad, el siglo
XX, en su conjunto, ha sido el periodo más violentamente homófobo
de la historia: deportación a los campos de concentración
en la época nazi, gulag en la Unión Soviética, chantajes
y persecuciones en Estados Unidos en tiempos de McCarthy, todo eso parece
ya lejano. Pero muy a menudo las condiciones de existencia en el mundo
actual siguen siendo difíciles. La homosexualidad parece ser discriminada
en todos lados; al menos en 80 naciones la ley condena los actos homosexuales,
en ocasiones con cárcel perpetua, y en unos diez países
con la pena de muerte. La homofobia se expresa aun en naciones donde
la homosexualidad no figura en el código penal, como Brasil, donde
en los últimos veinte años han sido contabilizados alrededor
de dos mil crímenes por homofobia. En estas condiciones es difícil
pensar que la “tolerancia” gana terreno.
La homofobia constituye un problema humano, grave y complejo, con resonancias
múltiples, que requiere de una reacción concertada y de
una reflexión previa. ¿Pero qué es en realidad la
homofobia? Al parecer el término circulaba ya en los años
sesenta, pero el primer registro escrito es responsabilidad de K.T. Smith,
autor, en 1971, de un artículo titulado “Homofobia: un perfil
tentativo de la personalidad”. Se trata de un vocablo muy reciente,
cuya historia es sin embargo relativamente rica.
A lo largo de los años el espectro semántico del término
no ha dejado de evolucionar por ampliaciones sucesivas. En 1972, Weinberg
definía la homofobia como “el miedo a estar con un homosexual
en un espacio cerrado”, definición muy restrictiva que quedó rápidamente
rebasada en el lenguaje común, como testifica la definición
del Pequeño Larousse: “Rechazo de la homosexualidad, hostilidad
sistemática hacia los homosexuales”.
Ampliando el análisis, Daniel Welzer-Lang ha sugerido una nueva
definición. Para él, la homofobia “es, de modo más
extenso, la denigración en los hombres de cualidades consideradas
femeninas y, en cierta medida, de las cualidades consideradas masculinas
en las mujeres”. De esta manera, intenta ligar entre ambas formas “la
homofobia particular, ejercida contra gays y lesbianas, y la homofobia
general, que toma forma a partir de la construcción y jerarquización
de los géneros masculino y femenino”, un fenómeno
que puede afectar a todos los individuos, cualquiera que sea su orientación
sexual, lo que explicaría que el insulto “puto” se
pueda también aplicar a personas claramente heterosexuales en
la medida en que, más allá de las preferencias, denuncia
sobre todo una infracción a esa “virilidad perfecta” que
supone la construcción social de lo masculino.
Amenaza a lo establecido
Es evidente que la noción de homofobia se extendió progresivamente
en la medida en que las investigaciones emprendidas permitían
comprender que los actos, palabras o actitudes percibidas claramente
como homófobicas sólo eran el epifenómeno de una
construcción cultural más general, cuyos efectos comunes
constituyen una violencia que atraviesa a la sociedad en su conjunto.
El origen profundo de la homofobia debe, sin duda, buscarse en el heterosexismo,
que tiende a hacer de la heterosexualidad la única experiencia
sexual legítima, posible e, incluso, pensable, lo que explica
que muchas personas vivan su vida sin haber jamás pensado en esta
realidad homosexual, presente sin embargo en todas partes y mucho menos
oculta de lo que en un principio pudiera creerse. Más que una
norma, que supondría todavía algo explícito, la
heterosexualidad se convierte, para quienes así condiciona, en
lo impensado de su construcción psíquica particular y en
el a priori de toda sexualidad humana en general. De hecho, si no se
contempla todo el horror que representa la homosexualidad para ciertas
personas, se corre el riesgo de no entender la homofobia en lo que tiene
de más radical.
Para las personas más condicionadas por el heterosexismo, la simple
existencia de los homosexuales, quienes no los amenazan en lo más
mínimo, constituye subjetivamente una amenaza para el edificio
psíquico que han construido larga y pacientemente a partir de
esa exclusión, y esto permite explicar por qué el miedo,
y más aún el odio que de todo ello resulta, puede llegar
a las violencias más brutales. Por supuesto, este miedo no podría
erigirse en circunstancia atenuante y mucho menos en justificación
para los crímenes por homofobia. Este miedo es a menudo materia
de alegato, por cierto exitoso, en los tribunales estadounidenses en
beneficio de individuos que asisten a lugares de ligue, armados con bates
de bates de béisbol para “golpear locas”, y que se
escudan detrás de la noción de “pánico sexual” en
un colmo de mala fe y de crueldad cínica.
Por lo demás, las teorías teológicas, morales, jurídicas,
médicas, biológicas, psicoanalíticas, antropológicas,
etc, nunca son más que razones inventadas para justificar una
convicción íntima; y resulta por lo general inútil
demostrarle a quienes ven en la homosexualidad una suerte de tara o patología,
que su creencia obsoleta ha quedado desde hace tiempo invalidada por
la propia medicina: lejos de ser la causa de su homofobia, este discurso
médico, históricamente rebasado, sólo serviría
ocasionalmente para la forma y, a lo sumo, para alguna eventual confirmación.
Grandes olas de homofobia
Falta por comprender por qué la homofobia surge o resurge de modo
más violento en tal época, tal lugar o bajo tal forma precisa.
Más allá de las manifestaciones comunes, pareciera que
las grandes olas de homofobia obedecen por lo general a manifestaciones
oportunistas. De hecho, la Historia está llena de enseñanzas
al respecto. Desde los primeros tiempos de la revolución comunista,
la homosexualidad fue relativamente “tolerada”; en su primera
edición, de 1930, la Enciclopedia soviética afirmaba claramente
que la homosexualidad no era ni un crimen ni una enfermedad. Las penurias
del régimen y el ascenso de Stalin al poder contribuyeron a endurecer
las condiciones de vida; la homosexualidad fue de nuevo penalizada en
1933 y pronto se volvió crimen contra el Estado, signo de decadencia
burguesa y, más aún, una perversión fascista. Y,
como señala Daniel Borrillo, “por una triste ironía
de la Historia, la Alemania nazi instrumentaba en la misma época
un plan de persecución y exterminio de homosexuales en el
cual
los asimilaban con los comunistas”.
Estos ejemplos muestran claramente que la homofobia latente, e inherente
al heterosexismo, puede ser bruscamente reactivada por una crisis grave
que justifique la búsqueda de un chivo expiatorio. Habiéndosele
atribuido todos los males, la homosexualidad puede entonces volverse
razón suficiente para purgas que se juzgan necesarias: asimilada
así a la herejía búlgara durante la Edad Media,
la sodomía fue utilizada como instrumento de inculpación
en la lucha contra las “desviaciones” religiosas, contra
los Templarios, por ejemplo. Con una lógica parecida, durante
las guerras de religión, la homosexualidad se volvió vicio
católico según los hugonotes y vicio hugonote para los
católicos; en la misma época se le asoció a las
costumbres italianas, en la medida en que la Corte de Francia parecía
invadida por la cultura italiana; luego fue el turno de las costumbres
inglesas, cuando el imperio británico alcanzaba su apogeo; o a
las costumbres alemanas, en el momento más crucial de la rivalidad
franco-alemana; o al cosmopolitismo judío o al espíritu
comunitario estadounidense de hoy. Vicio burgués para los proletarios
del siglo XIX, también fue para el burgués de entonces
algo propio de las clases trabajadoras, siempre inmorales, o de la aristocracia,
necesariamente decadente. Todavía hoy, en Medio Oriente, India
o Japón, se le percibe como una práctica occidental; en África
negra, por supuesto, se trata de un asunto de blancos.
Las múltiples formas de acción de la homofobia son a menudo
ambiguas y resulta difícil clasificar estas diversas violencias,
ya sean formales, es decir ejercidas bajo control del Estado (pena de
muerte, trabajos forzados, castración, clitoridectomías,
encarcelamiento, confinación) o más bien informales (asesinatos,
violaciones punitivas, golpizas, agresiones físicas o verbales,
vejaciones, acoso). Por otro lado, esta misma distinción está sujeta
a duda en la medida en que, en ciertos países, las violencias
informales cuentan con la aprobación o la complicidad de las autoridades
que se supone debieran condenarlas. Siendo tan ambiguo el papel de las
autoridades, a menudo resulta difícil precisar el límite
entre lo formal y lo informal.
Más allá de esta homofobia de Estado, la homofobia social,
que es más difusa, se ejerce en todos los medios: en la familia,
la escuela, el ejército, en el mundo del trabajo, en el mundo
político, en los medios, en el mundo del deporte, en las cárceles,
etc. Estas violencias físicas, morales, y en ocasiones las dos
al mismo tiempo, son aun menos conocidas cuando quienes las padecen se
niegan con frecuencia a denunciarlas, ya por el miedo de ver así develada
su homosexualidad, o por el miedo también a las represalias, sobre
todo cuando estos actos son perpetrados al interior de un grupo, de un
dormitorio, de un equipo, reduciendo al silencio a las víctimas
más vulnerables.
Pero la homofobia común se ejerce todavía mejor en el orden
simbólico. Más allá de los actos, actitudes y discursos
percibidos claramente como homofóbicos, los responsables a
priori de la organización social han creado una estructura cuya violencia
diaria resulta difícil de concebir para quienes se han venido
organizando precisamente a lado de dichos responsables. En efecto, como
lo apunta Didier Eribon, por racista que sea el medio en el que nace,
un niño negro tiene por lo menos todas las oportunidades de crecer
en una familia que le permita construir su imagen bajo una sensación
de relativa legitimidad. En cambio, en las familias heterosexuales, donde
crece la mayoría de hombres y mujeres homosexuales, la conciencia
progresiva de este deseo constituye por lo general un reto tanto más
difícil por tener que guardarse secreto. La vergüenza, la
soledad, la desesperación por no ser nunca amado, el pánico
de ser descubierto un día, colocan al individuo en una suerte
de cárcel interior que a menudo le lleva a sobrestimar la actitud
negativa que pudiera manifestar su entorno.
El anatema y las condenas son a menudo inútiles. Los padres, los
amigos, la televisión, el cine, los libros de infancia, las revistas
de adultos, todo celebra al máximo a la pareja heterosexual. Sin
que nada le sea dicho, y a medida que crece, el niño comprende,
de manera más o menos consciente, que la alternativa es imposible,
ya que la homosexualidad está fuera del lenguaje, cuando no fuera
de la ley. Sólo figura en los insultos más soeces: “marica”, “puto”,
y otros cargos honoríficos, cuya carga homofóbica ya no
sienten ni siquiera quienes los profieren, quienes relegan a la homosexualidad
masculina al rango de lo innoble, en tanto la homosexualidad femenina
queda, por lo demás, fuera casi de todo pensamiento.
Incluso en el silencio, esta violencia simbólica, aparentemente
suavizada pero generalizada, se impone en la conciencia de aquellos sobre
quienes se ejerce. La tolerancia forma casi parte de un intercambio mercantil.
Entre más garantías de buena conducta ofrece la persona
homosexual, mayor aceptación espera obtener de los demás.
Esta homofobia, de aspecto liberal, a la vez tolerante y condescendiente,
lleva entonces a multiplicar las falsas apariencias y las mentiras honorables,
las cuales, aun sin engañar a nadie, son los prerrequisitos para
un reconocimiento siempre precario.
Esta lógica de la aceptación social a cualquier precio
conduce a quienes la aceptan a adoptar, en su situación de dominados,
el punto de vista de los dominantes, fuente de desgarramientos interiores
y de innumerables desórdenes psíquicos. Cultiva en ellos
un sentimiento de homofobia interiorizada, verdadero desprecio de sí,
que puede ser la causa de violencias extremas. La necesidad de probar
su “normalidad” lleva así a ciertos individuos a agredir
o a perseguir a quienes perciben como homosexuales. De esto la historia
contemporánea nos ha brindado un ejemplo elocuente. Además
del comunismo, la “cacería de brujas”, en la época
de McCarthy en Estados Unidos, se dirigió en gran medida contra
la homosexualidad. Pero se ignora también que uno de sus protagonistas
principales, John Edgar Hoover, director del FBI, era homo o bisexual,
y que su política homofóbica, patriótica y violenta,
debía sin duda ofrecer, en primer lugar a él mismo, la
prueba de su virilidad infalible.
Sea como fuere, esta homofobia interiorizada, cuya violencia se ejerce
contra los demás homosexuales o con más frecuencia contra
el sujeto mismo, es uno de los aspectos más odiosos de este orden
simbólico, ya que actúa de hecho sin tener que actuar.
Los efectos de la vergüenza que suscita y cultiva le dispensan de
toda acción visible, de tal suerte que muchas personas, incluso
gente de buena fe, han dejado de creer que la homofobia esté tan
presente y llegan más bien a sospechar una estructura paranoica
en quienes se llegan a quejar de ella. De este modo, al negarse a ver
que lo propio de la violencia simbólica es precisamente poder
ejercerse sin obligación aparente, se vuelven los aliados objetivos
de un mecanismo que no quieren conocer.
La lucha contra la homofobia, cuyas causas parecen tan profundas y sus
instrumentos tan eficaces, resulta una empresa muy difícil. En
la medida en que las leyes que condenan o discriminan a la homosexualidad
son más el efecto que la causa de la homofobia dominante, el simple
hecho de abolirlas parece una medida necesaria, aunque insuficiente.
Habría que ir más lejos para crear las condiciones de una
verdadera revolución de las mentalidades. El trabajo necesario
requiere tiempo, energía y también lucidez.
Tomado parcialmente
del libro Dictionnaire
de l’homophobie,
compilado por Louis-Georges Tin, con prefacio de Bertrand Delanoë.
Presses Universitaires de France. París, 2003. Traducción: Carlos
Bonfil.La versión completa de este texto puede consultarla
en www.letraese.org.mx
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