Usted está aquí: jueves 5 de mayo de 2005 Opinión Bacon y Picasso: París

Margo Glantz

Bacon y Picasso: París

En una tela del pintor inglés Roy de Maistre (amigo de Francis Bacon) se representa uno de sus primeros talleres, situado en la Royal Hospital Road de Londres, hacia 1934. En un contexto nítido y por tanto inhabitual, pueden observarse varias telas recargadas en una pared, al lado de una puerta abierta; además, un espacio abierto bordeado de otros muros, el techo y un piso de duela, todo pintado en colores claros, siguiendo una construcción geométrica que traza una leve relación del cuadro con el cubismo. Las telas allí representadas serían quizá reproducciones o variaciones de algunos cuadros de Picasso, del periodo que va grosso modo entre 1925 y 1935.

En 1927 vio por primera vez cuadros del pintor malagueño en la galería de Paul Rosenberg de París. El choque que le produjo fue tan fuerte que a partir de ese momento Bacon, obsesionado, decidió dedicarse a la pintura y dejar la decoración de interiores y el diseño de muebles. La historia de esa obsesión ha sido documentada en una exposición reciente intitulada Bacon-Picasso, la vida de las imágenes, en el Museo Picasso de París.

Se trata de una modalidad muy explorada en las exposiciones actuales: la confrontación entre Picasso y Matisse, los Impresionistas y Turner, Ingres y Picasso, para sólo mencionar unas cuantas que he visto en París, y ésta, en la que la confrontación entre las obras de ambos artistas establece claramente una interacción que permite esbozar el origen de algunas obras del pintor más joven.

De la confrontación entre las fuentes documentales y las obras-madres (llamémoslas así) surgen nuevas tendencias que permiten establecer una dialéctica de lecturas: toman en cuenta las investigaciones contemporáneas e intentan desplazar la idea de ''influencia'' para definir un acercamiento abierto que delinea un campo ''isomorfo de miradas cruzadas".

Bacon afirmaba que sus obras provenían sobre todo de Velázquez y como ejemplo notable estaría la serie en la que se ''deconstruye" el retrato del papa Inocente X, pinturas que, como me hacía notar Mario Bellatín, anticipaban de manera impresionante la imagen que tuvimos del papa Juan Pablo II, cuya última aparición en público reproducía esa mueca de dolor muy frecuente en los cuadros del pintor inglés. Aún más, las referencias pictóricas a las que alude Bacon -sobre todo en las maltratadas reproducciones fotográficas que cubrían los muros y el suelo de su último estudio- son muchas veces las mismas que perseguían a Picasso: Grünewald (en especial, las crucifixiones), Tiziano, Rembrandt, Poussin, Goya, Ingres.

El crítico Olivier Berggruen privilegia en un ensayo publicado en el catálogo las tres formas de expresión que, según él, Bacon desarrolló y que quizá provengan de Picasso: ''1) el artista como doble de sí mismo; 2) la paradoja entre la deformación y la representación y 3) la posición común de referencia-negation adoptada por los dos artistas frente al surrealismo".

Sea lo que sea, es evidente, cuando se contemplan unas pinturas al lado de las otras, que muchos de los gestos que Picasso puso en marcha y que conformaron el signo ineludible de su genio se encuentran frecuentemente en los lienzos de Bacon, pero destruidos y a veces como una mera sombra. Bacon dijo alguna vez que, para él, ''un cuadro es una suma de destrucciones", y en sus conversaciones con Gilles Deleuze cuenta una anécdota reveladora: ''Bajaba yo por una calle y mi sombra me acompañaba a lo largo del muro; entonces pensé: 'Quizás eso podría ayudarme en mi pintura'; extendí la mano y arranqué mi sombra". Y, claro, así, literalmente arrancada del contexto, muchas veces la sombra, como masa pictórica, empaña la lisura perfecta de los fondos rojos o anaranjados que enmarcan a las figuras.

Y este contraste entre la nitidez y la intensidad de los trítpicos de Bacon -perfectos como los muros amarillos de Vermeer que tanto atraían a Swann, quizá el personaje más amado por Proust- y los cuadros de Picasso colocados unos al lado de los otros, le da realce a la atmósfera caótica y al ambiente de destrucción que a Bacon le eran necesarios para pintar: su taller, por antonomasia, el lugar de la creación, es un sitio confuso y sucio, muy distinto del primer taller pintado por De Maistre, como si la pureza sólo pudiese habitar trasladada al cuadro y, el atelier, tradicionalmente representado por otros pintores como un museo, un sitio de trabajo y, asimismo, algunas veces como galería comercial, cambiara radicalmente de signo en Bacon: ''Me siento mucho más en casa en mi taller porque su desorden me inspira. Quizá podría decir que me gusta vivir en el caos. Si me mudara y me instalara en un nuevo taller, en menos de una semana se instalaría también allí el desorden (...) Amo la atmósfera del caos", otra de las características que también lo hermanan con Picasso, para quien el gusto del desbarajuste y la dispersión eran requisitos previos a la creación.

 
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