La Jornada Semanal,   lunes 2 de mayo  de 2005        núm. 530
 
   CINEXCUSAS   

LUIS TOVAR

EL BAÑO DE PUEBLO DE GONZALO INFANTE

Supe de buena fuente que Machuca, la coproducción Chile-España dirigida por Andrés Wood, que se estrenó en la cartelera comercial apenas el viernes antepasado, sufriría una drástica disminución en la cantidad de cines en la que estaría disponible, a consecuencia de su poca suerte en la semana de estreno. Cuando usted lea esto, dicha disminución ya debe ser un hecho.

Lástima que así sea, pues ésta, que formó parte del nutrido e interesante programa del más reciente FICCO, es una película para la cual muchos no imaginamos una incursión en la competida aunque no por ello menos mediocre oferta cinematográfica que habitualmente satura de estulticia los ojos del espectador. Y no lo imaginamos porque Machuca no tiene, como los otros filmes que ya le han menoscabado el número de salas, una agente del FBI fabulosa y armada, ni hay en ella suegros que conquistar, y mucho menos torpes niñeros militarizados que innecesariamente repiten la estúpida fórmula del hosco grandulón que no puede con los abonados a una guardería.

Lo que Machuca tiene es una factura que se acerca mucho a lo impecable, un guión sólido y la eficacia narrativa suficiente para contar con facilidad una historia más bien difícil: la de los últimos días del gobierno popular del presidente Salvador Allende en la República de Chile, y las primeras, terribles jornadas del régimen espúreo del golpista Augusto Pinochet, que tras la farsa de la junta de gobierno de inmediato se convirtió en dictador.

Aunque Wood eligió un camino pedregoso, hay tersura en su andar: corriendo el riesgo de incurrir en maniqueísmos, ubica el nodo de la historia en un colegio católico otrora exclusivo de las familias pudientes de Santiago, que a iniciativa de su director recibe como alumnos a un grupo de niños de clase baja. El encuentro del pituco Gonzalo Infante con el paria Pedro Machuca, ambos de once años de edad, no solamente da estructura y punto de vista al relato, con este dúo de púberes como coprotagonistas, sino que le permite a Wood, sin ningún tipo de ambages, confrontar dos universos diferentes hasta lo aparentemente irreconciliable: la clase alta chilena debatiéndose entre el miedo, el odio y el asco que le produce todo aquello que sea diferente a sí misma, y que le ha sido puesto a ojos vista por el gobierno allendista y su rojez, y la clase baja luchando —aunque sin armas— por hacerse, a ver si esta vez sí, de un lugar propio dentro de una sociedad que los ha excluido de manera permanente y sistemática. Hay en Machuca una secuencia —y no es la única— que resume con precisión y emotividad este frentazo: reunidos en junta escolar, los padres ricos y los padres pobres no tienen que hurgar demasiado en sí mismos para decir en público lo que piensan y lo que desean del otro, resultando inútiles los esfuerzos del sacerdote director del colegio por conciliar las posturas de unos y otros. "¡Resentidos!", grita una encopetada, luego de escuchar el relato de una joven madre que sólo ha explicado su situación.

El baño de pueblo al que Infante es sometido va convirtiéndose al mismo tiempo en lo que Gustavo Sáinz y otros bien llaman ritos de iniciación: es en la villa miseria, con la familia y los vecinos de Machuca, donde el púber Gonzalo descubre la solidaridad, la camaradería, los primeros escarceos con el erotismo, y también los límites que cada quien decide darle a la amistad y a los lazos familiares. Él mismo miembro de una familia que se desmembra, con una madre adúltera, un padre en vías del escapismo social y una hermana sólo atenta al ejercicio de su vida sexual, Gonzalo es un niño bien a través de cuyos ojos asistimos a la puesta en escena de dos realidades indigeribles: primero, el malogrado intento de vinculación entre dos grupos sociales históricamente zanjados, que se desconocen y de primera instancia suelen interpretarse a partir del prejuicio y el desconocimiento; y segundo, el abrupto final de la utopía, con las tropas regulares en la operación irregular —pero regularísima en todo régimen represivo— de buscar agentes de disolución social en cualquier parte, menos, por supuesto, en los barrios residenciales.

Tres décadas y dos años más tarde, los allendistas de entonces y de ahora —hace poco Patricio Guzmán con su documental Salvador Allende, ahora Andrés Wood— están contando una historia indispensable para todos los latinoamericanos. Sería lamentable que dentro de cinco días la voracidad de la taquilla suprima la posibilidad de ver un cine que no está hecho sólo para entretener.

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