La Jornada Semanal,   lunes 2 de mayo  de 2005        núm. 530
 

Rodrigo Moya

La soledad de la cámara sola

La realidad siempre nos traiciona,
lo mejor es no darle tiempo
y traicionarla antes a ella.

Javier Cercas en
Soldados de Salamina

No puedo afirmar si la fotografía es un arte en el sentido profundo de la palabra; tampoco, si es un arte menor, una artesanía, un oficio, una prodigiosa invención lúdica, o todo eso junto. Reconozco que este dilema es obsoleto, porque hace tiempo la fotografía ocupa un lugar en el arte, y un buen fotógrafo es llamado artista, y sus imágenes obras artísticas con valor en el mercado. Es un hecho que la mayoría de los fotógrafos se consideran creadores, aunque también ha habido —y hay— buenos fotógrafos que sólo llevan, sin más, el apelativo de su actividad.

Por mi parte, como fotógrafo nunca me he considerado artista, ni vi como arte el producto de mi oficio, ni pensé que una foto mía pudiera considerarse algo más que un documento social, histórico o periodístico. No se me ocurrió exhibir mis fotografías en locales que no fueran sindicatos, asociaciones progresistas o universidades; y en los mejores casos, verlas en revistas, libros o carteles. Que yo recuerde, nadie me compró una fotografía para adornar su casa, y a pesar de la fascinación que muchas de ellas ejercen sobre mí, nunca he colgado una en cualquiera de los muros que a lo largo de la vida me han cobijado.

El que mis fotos se expongan en galerías después de casi cuatro décadas de permanecer guardadas en negativo, y que hayan merecido la edición de un libro que aún me tiene azorado y orgulloso, no cambia mis ideas sobre la función de la fotografía, tal como las he ido entendiendo desde 1955 hasta la fecha. En los años en que cargaba cámaras desde el desayuno hasta el anochecer, fui un fotógrafo eufórico de su oficio, dedicado en ese tiempo emocionante y pleno a documentar la realidad, ajeno a cualquier "artisticidad" de mi trabajo o mi persona.

Como muchos fotógrafos, me inicié en el oficio por casualidad, en una de esas coyunturas de la vida en que una cámara fotográfica, un maestro y una oportunidad, son la tabla salvadora después de quién sabe cuántos fracasos. Así, de suerte, cubrí la necesidad inaplazable de ganarme la vida, y "hacer algo" antes de caer en el abismo. El oficio se aprendía, como en los viejos gremios, al lado de un maestro en su estudio, en un taller o en una publicación. El aprendiz solía pagar la enseñanza con tareas que iban desde cargar equipos y limpiar el cuarto oscuro, hasta preparar químicos, secar copias, guardar negativos y andar de mandadero en la compra de materiales; y en el trabajo de campo, tener lentes y película a la mano, como una enfermera tiene los bisturís en una charola al alcance inmediato del cirujano.

Por fortuna, esto me sucedió en una revista, al lado de un maestro que se deleitaba en la transmisión teórica y práctica del conocimiento. En un estudio no lo hubiera soportado, pues yo tenía veinte años, y entre mi avidez de acción y aventuras destacaban el montañismo y el mar. La fotografía cambió esa ansiedad adolescente por una vocación que ocuparía mi energía por quince años: la pasión por escalar y sumergirme en la realidad de mi entorno y mi país, a través de la cámara.

Guillermo Angulo, el maestro colombiano que pasó como centella por la fotografía mexicana, me enseñó los principios de la foto y me dio algo más que un oficio: me enseñó a mirar la vida y sus tensiones, y a meterme de cabeza entre seres y situaciones reales para intentar rescatarlas del tiempo y el movimiento perpetuo, es decir, del olvido.

Allí a su lado, en la revista Impacto, aprendí que la fotografía era la imagen, y lo que había tras de ella; la imagen y lo que en ella podíamos retener; era lo que podía decir una superficie de papel de 20 x 25 centímetros cubierta de halogenuros de plata, donde cabía gente, casas, campos, calles, rostros, instantes y vidas salvadas del nunca. Era el universo alucinante, irreal de tan real, de la imagen fotográfica. Un año intenso de aprendizaje con Angulo, y de rebote la guía circunstancial con su maestro Antonio Rodríguez, el legendario comunista lusitano que con toda su sabiduría de crítico de arte nos enseñaba a deletrear la imagen, cuando en la prensa mexicana pedían fotos como charadas políticas, muertos fehacientes, estrellitas del cine, provincianas encueradas. Luego, el encuentro con Nacho López, hasta siempre amigo; con Rubén Gámez, Antonio Reynoso, Corquidi y otros notables de la imagen.

Descubrir "la otra realidad", inventar "una nueva realidad", "expresar mi propia realidad", "ir más allá de lo real", buscar "un nuevo lenguaje", o "ser original" y "vanguardista", todas esas vueltas como de palomillas extraviadas alrededor de un foco, son esnobistas lugares comunes que aún no circulaban cuando yo nacía como documentalista. Mi primera meta fue explorar la simple realidad, la vulgar y cotidiana realidad de todos los días.

Mi trabajo documental incluye el encuentro con la belleza, con el júbilo o la ironía, y con el esplendor de las formas o el prodigio en sí mismo de la danza imprevista de luces y sombras. Pero mi blanco no eran el arte o la plástica, sino la realidad de los marginados, su trabajo y sus rudas formas de vida. Quería retener ese vasto universo de gente, casas y cosas, y contribuir a transformarlo al sacudir alguna conciencia con fotografías cotidianas o brutales, pero emocionantes. Mi divisa ingenua fue "captar la realidad", y enseñar a otros lo que yo había visto y sentido. Vagamente buscaba darles vida y voz, desde la imagen, a todos aquellos que trabajan y sufren como tribus vencidas. Pretendía mostrar las inclemencias de un mundo injusto y deshumanizado que había que derribar. ¡Qué inocencia de una juventud libertaria! Pronto comprendí que la imagen estaba controlada desde todos los frentes —ya desde entonces—, y de nada serviría mostrar lo que todos saben, pero nadie quiere ver o entender.

En la práctica de mi documentalismo, politizado sin remedio, fui rebotando del periodismo de base, a ideas extremistas sobre la dignidad profesional; de la militancia a la pobreza iracunda; de rústicos trabajos comerciales, a la aventura de la fotografía arqueológica o submarina; y de allí a una revista, y a otra, y luego de freelance, siempre atareado, pero sin trabajo, inflamado por la Revolución cubana, comprometido como fotógrafo y como comunista, libre de elegir mis temas y mis imágenes, aunque no se vendieran, sino que se difundieran. Fui mi propio jefe siempre endeudado; mi propia empresa en quiebra sempiterna, el fotógrafo voluntario de todo conflicto. Cine, libros, cantinas, camaradas, marchas, desastres, marxismo a granel, viajes peligrosos, muerte.

En medio de este laberinto, la realidad frente a mi cámara, y yo frente a la realidad. No sé quién ganó, ni quién engañó a quien, porque al final fue la realidad quien me devoró, me transformó, y descubrió al yo mismo que cambió su vida en pocos años. Como una revelación, cuando murió el Che Guevara entendí que mi trabajo estaba fuera de tiempo y lugar y, paulatinamente, abandoné la foto. Me enfilé hacia otros quehaceres, y de la fotografía que tanto quise me quedó la soledad de la cámara sola, y un archivo que es el testimonio de mí mismo, al lado de los demás.