La Jornada Semanal,   domingo 1 de mayo  de 2005        núm. 530

N O V E L A

UNA NOVELA ELÉCTRICA


VERÓNICA MURGUÍA

Ana García Bergua,
Rosas negras,,
Ediciones Era,
México, 2004.
 

"Nunca supo cómo llegó allí" es la primera, efectiva frase de esta novela. El quién es Bernabé Góngora, un comerciante bon vivant, que muere de un ataque mientras devora un plato de ossobuco en su restaurante favorito, La flor de Hamburgo.

Dónde: en el pueblo de San Cipriano. Él allí es la lámpara eléctrica, la novedad en el pueblo, la misma que impide su ascenso al cielo y que atrapa el espíritu del infortunado entre sus velas de cristal con forma de merengue. Y mientras el muerto ve su cuerpo derrumbado sobre la mesa, a los meseros que se afanan por volverlo a la vida, a su viuda, la leal Sibila —quien tratará de hacerle honor a su nombre y se esforzará, como todos los deudos que en el mundo han sido, por comunicarse con el fallecido—, y a sus amigos desconcertados y tristes, en San Cipriano se pone en movimiento un engranaje cuyas piezas son, cada una, el retrato sardónico y tierno de una sociedad: de sus ricos y pobres, de sus marginados y poderosos, de sus intelectuales e ignorantes.

Este retrato tiene como telón de fondo a San Cipriano, un pueblo que pronto vería cambiar sus delicadas aspiraciones y sus modales decimonónicos por un México cuyos afanes, concretos y urgentes, se ciernen sobre la historia como una nube cargada de lluvia.

Con este fantasma que rompe la tradición y aparece cuando se prende la luz (y como ya señaló Juan José Reyes, no vaga como alma en pena, sino que está en un solo lugar); con este comienzo irresistible, trágico e hilarante, Ana García Bergua dibuja para nosotros un paisaje que ella conoce y no recrea, sino que sabe inventar muy bien: un México porfiriano que no fue, pero que es absolutamente verosímil gracias a una prosa que parece natural y que posee los ritmos de una conversación deliciosa y algo anticuada.

Con este instrumental Ana García Bergua tiende un hilo conductor de electricidad literal y metafórica a lo largo de su narración: fue tal vez la electricidad la causa de la muerte de Bernabé, pues el difunto usaba un cinturón estimulante para que no le fallara la fuerza a la hora de la hora con Sibila; es a través de la electricidad que su espíritu se manifiesta; es la electricidad, como dice el periódico El Tonalatense, la nueva fuerza que cambiará las sociedades, el arma utilizada por los médicos contra las enfermedades mentales y las parálisis y la astenia.Y Ana García Bergua nos recuerda qué tanto se electrifica el cuerpo deseante y qué tan electrizante es el amor.

En destellos y chispazos escritos se hace presente la electricidad: en la forma en la que un personaje se abisma mirando una lámpara, en los estímulos de un adminículo para aliviar el dolor de riñones, en los efectos del cinturón de marras, que la viuda se pone como un homenaje íntimo a su esposo y que resulta una suerte de cinturón de anticastidad. En rayos y truenos, en flamas vacilantes, en fogonazos de magnesio.

Todo comienza con el fantasma de un hombre que fue goloso y sensual en vida, y que no puede dejar de serlo en la muerte; convertido en una especie de gas desolado, este bon mortant, cuyo lugar en el trasmundo es el techo del restaurante desde donde mira el acontecer de la vida, envidioso de los meseros y sus cuerpos laboriosos, escuchando a los comensales, quienes por supuesto hablan de su muerte; sintiendo que su esencia se mezclaba de forma casi dolorosa con los aromas de la comida, el humo de los cigarros y el perfume del clarete.

Ana García Bergua, de la mano espectral de Bernabé Góngora, nos muestra los placeres de la vida, registrados en enumeraciones cuidadosas e irónicas: la conversación ("Cómo ansiaba que llegara la tertulia para enterarse de lo que se decía por ahí" y hasta las intervenciones del tertuliano más anciano, que le parecían muy aburridas en vida, eran esperadas con ansiedad), la comida: "aquí, el aroma de un suculento lechoncito que pasa debajo de él acomodado en una charola de un mesero, parece darle la razón".

Uno de los pasajes más cómicos y al mismo tiempo sensuales es la extravagante borrachera de Bernabé a causa de los efluvios emanados de un postre flameado, que nos recuerda qué poder evocador tiene el olfato. Además, el lector asistirá a una sesión carnavalesca de placeres carnales en un burdel (que horroriza y entusiasma al fantasma y le hace pensar que ya se mudó al Infierno y todo porque la lámpara se descompuso, y el gringo que podía componerla vivía en el burdel); y también será testigo de la nostalgia por el amor: "Bernabé se sintió nuevo, pleno, varonil y dispuesto a luchar por Sibila, como si su alma, que tuvo alguna vez la forma de un hombre gordo y ahora poseía la de una complicada araña de velas y gotas de cristal, fuese en realidad la de un Prometeo salvador."

Estos placeres, añorados con una intensidad tan conmovedora por el pobre fallecido, están en abierto contrapunto con la secreta sociedad espírita de San Cipriano. Esta sociedad, llamada la "La aurora vigilante", es encabezada por el doctor Bonifacio, el director del hospital psiquiátrico "La luz de la razón", cuya misión en la vida es gobernar su pobre materia, controlarla e imponer a quienes lo rodean la idea de la sublimación espiritual. Casado con Hortensia Cueto, a quien ha logrado convertir a fuerza de láudano en un ser mucho más espectral que el mismo Bernabé, el doctor, famoso por sus poderes hipnóticos, será a su vez mesmerizado por la carne viva de la viuda.

Entre esos dos contrarios de los que estamos hechos todos se mueve la novela; el espíritu y la carne, rebeldes o sabios, voraces y demandantes, encarnados o descarnados en el caso de Bernabé. Protagonistas que se desean, temen, se traicionan y finalmente se aman. Espíritu y carne deseada se unen en una escena hilarante cuando el fantasma, azuzado por los celos, posee el cuerpo de su esposa, en una diestra metáfora del amor físico, a la vez cómica y terrorífica.

Por esto, por la forma en que la prosa de Ana García Bergua se demora y se entusiasma en las definiciones de los placeres, esta no es solamente una novela de fantasmas. Tampoco se detiene sólo en las cosas concretas: las emociones, sus variaciones más sutiles y tenues, son también su tema, así como la melancolía de la pérdida, el avivamiento de los sentidos gracias al encuentro, y finalmente la electricidad, ese fluido misterioso tan omnipresente y poco comprendido como la vida. O la muerte.

Es una novela que enaltece la capacidad de observar, como el fantasma de Bernabé Góngora, quien se hubiera resignado a ver el mundo como si fuera una novela. Porque eso es esta novela: un mundo•