La Jornada Semanal,   domingo 1 de mayo  de 2005        núm. 530

LA REINSURRECCIÓN DE RODRIGO MOYA

RICARDO VINÓS
Rodrigo Moya,
Foto insurrecta,
Ediciones el Milagro,
México, 2004.


La reinsurrección llevada a cabo por Rodrigo Moya suscita varios entusiasmos. Descubrir la vigencia y la frescura de un universo fotográfico de hace medio siglo es uno de ellos. Otro consiste en enderezar la historia de la fotografía mexicana, en la cual Moya ha sido el gran ausente, pese a haber producido el mejor conjunto personal de obra posterior a mediados de los años cincuenta del siglo pasado. También puede surgir un entusiasmo delicado al contemplar al joven y temerario Rodrigo fotógrafo de hace cincuenta años exponiendo por vez primera su obra de la mano del riguroso don Rodrigo escritor —entre patriarca y ermitaño— que vive en Cuernavaca por estos días, y así vislumbrar el diálogo secreto de un hombre consigo mismo a través del tiempo.

A algunos nos entusiasma que esta obra alcance un raro estado de perfección en el mejor vehículo de la fotografìa: el libro Foto insurrecta contiene un canto principal de 134 estampas fotográficas, abierto por un preludio de frontispicios y preliminares que incluye más de otras veinte. A modo de epílogo visual hay dos más, franqueando una adenda de comentarios, que a su vez contiene otro par de docenas de estampas pequeñas para referir las notas al canto principal sin repetirlo. Así, más de 150 fotos se insurreccionaron en contra del silencio, el olvido y la ignorancia, y se han lanzado al mundo, brincándose las zanjas de las décadas para plantarse desafiantes en medio de nuestra poco feliz postmodernidad. La fotografía se permite bien las impertinencias históricas, ya que su naturaleza es precisamente lo pertinente a la historia.

Pasar las hojas de un buen libro de fotografías es un alto placer: un viaje del ojo. Foto insurrecta así lo propone: nos advierte ya en la primera imagen del frontispicio que viajaremos "en segunda", y que tal vez el recorrido sea algo parecido a un sueño. Paso la hoja a los ojos de una niña en Oaxaca, que ha interrumpido su diálogo con una elegante y enjoyada señorita-maniquí para mirar con curiosidad al fotógrafo. Las tablas del vagón de la foto anterior se repiten aquí en las del puesto cerrado. El ambiente es el mercado, pero la escena es íntima: la niña está sola con el maniquí (y el fotógrafo). Todas las cosas parecen estar resonando entre sí, incluso el discreto taburete con ruedecitas bajo el maniquí. La niña no ha de tener más de nueve años, pero expresa dignidad de mujer en la actitud, en el rebozo, en los ojos. Ella y la muñeca son como guardianas que franquean el acceso al cofre de los tesoros: invitan a romper el candado, abrir el libro y contemplar sus riquezas.

Paso la hoja. A la izquierda del prólogo, una joya deslumbrante de contraluz sobre los arrozales de Jojutla: parece un mapa del mundo lleno de fronteras y territorios, cada uno de los cuales refleja la luz a su propio modo. En uno de los más cercanos, trabaja un hombre. A la distancia, el contraluz refleja otros dos hombres, cada uno en su "país". La foto, tomada en picada desde el aire, está inundada de cielo. Paso la hoja: aquí hay trocitos de cielo entre los árboles, tras la masiva presencia de un tanque militar pintarrajeado dos veces con la palabra "pueblo". Pero el tema principal de la foto vuelve a ser la mirada de un niño, que sonriendo dispara al fotógrafo con el dedo. Es una alegre estampa de victoria, el Goliat gringo sometido por el pequeño dominicano, que le ha puesto el pie encima.

Paso la hoja. A doble plana, dentro de una oficina, siete hombres se han quitado el sombrero para el fotógrafo. Sólo hay dos sillas. En una de ellas, nos mira el jefe de la foto. Los demás están como pueden. Hay miradas torvas y dulces, pero todas desviadas menos la del jefe y la del último hombre, casi perdido en la penumbra, que nos mira también. La foto es alegoría del poder, quién manda y quién obedece, quién come y quién ayuna, quién se sienta en silla, quién en el sueño y quién se queda parado, y todo lo demás. Paso la hoja, y a la izquierda de la introducción, por fin estalla el cielo tras la silueta radial de una estructura de feria, por la que trepa un ¿niño? ¿hombre? Salimos de dudas: en la página de enfrente, al margen del texto, hay un retrato del joven Rodrigo con su ampliadora. El aventurero de la estructura de rueda de la fortuna es alegoría del fotógrafo, hombre y niño a la vez, que como el fou del tarot está dando un paso al vacío.

Este pórtico de seis fotos es un preludio bastante exacto de los temas y la potencia poética de Foto insurrecta. Se trata de un canto sobre la gente. Eso es lo que siempre le interesó hacer a Rodrigo Moya, la curiosidad de su cámara siempre se enfocó a hombres, mujeres, niños. Es cierto que hay dos fotos en que no hay nadie (70 y 90), pero en ambas el tema es la persona ausente. El bodegón urbano de Tlatelolco (70) incluye una docena de diminutos seres humanos, que añaden el definitivo toque de estado de gracia a esa foto de imposible belleza.

La sección de imágenes abre nuevamente en una foto desde el aire. Bajo un sol oblicuo más de una docena de hombres, mujeres, niños, se agrupan en torno a algo que se oculta entre cuerpos y sombras. Hay cuatro miradas a cámara: son los únicos rostros que vemos. Un banco de piedra, arena, unos cántaros y un perro negro completan el inventario de la imagen, dominada por sombreros y rebozos. Es el Valle del Mezquital, 1955, y adivinamos la espera, el agua: en lo recóndito se reparte lo indispensable, y desearíamos penetrar esos racimos de sombras expectantes. Las fotos 2 y 3, enfrentadas, son niños del Mezquital: uno en la peluquería, en plena seriedad del ritual de corte de pelo. La otra imagen pertenece al reino de lo inefable, lo fotográfico-milagroso. La foto realmente nos mira, sentimos físicamente en la piel los ojos del niño explorando nuestras homduras, y de pronto nos perdemos en esos ojos como lagunas. Uno no queda igual después de esta foto; es peligrosa como un poema.

Desde el principio Moya declara sus amores, y nos contagia, también nos vamos enamorando de ésos que salen en sus fotos. El fotógrafo se deja herir por las crueldades sociales, se deja enamorar de lo que su cámara puede descubrir, a través de su lente se quiere hermanar con los que retrata, se pone (y nos pone ahí con él) en la línea de fuego. Las cumbres líricas son las frecuentes apariciones de los niños. El mismo corazón del libro (fotos 80-83) está formado por cuatro amorosos retratos de tal índole, y la última imagen en secuencia (134) es de nuevo una foto aérea, donde el fotógrafo planea sobre la arena, tras la sombra de una niña que anda garbosa balanceando en la cabeza una palangana llena de manjares.

El buen humor campea por este libro de estampas donde el tema siempre está anclado en el sufrimiento humano. Esto nace del espíritu de las fotos, pero queda de manifiesto gracias a un diseño fino e inteligente del libro. Foto a foto, el ojo recorre los caminos de la cámara de Rodrigo Moya durante los catorce años de complicidad en que fotógrafo y máquina fundieron ojo, tripa y corazón en la creación de imágenes. Durante aquellos años, las fotos se publicaban en revistas como Sucesos o Impacto. Quienes vimos esas páginas ya no olvidamos nunca las fotos de Moya, a pesar de la pobreza del papel y del contexto informativo, que no siempre era congruente. Esas fotos no se parecían a las de nadie más. El ojo de Moya conjugaba inteligencia, curiosidad, auténtica valentía, intuición fotográfica y una claridad deslumbrante en el discurso humanista, socialista, moral, político, solidario. Un hombre de ideas y convicciones firmes, con el don de hacerlas aparecer en cada foto como si las descubriese en el momento de tomarlas. Quienes veíamos las fotos en revistas o "en persona" ya sabíamos todo eso de Rodrigo Moya. Sabíamos que era un gran fotógrafo. Y que sus fotos no se parecían a las de nadie, porque él iba buscando otra cosa.

La obra de Moya tiene afinidades con la de tres autores, que él conoce bien: la de Walker Evans primordialmente, y la del húngaro Robert Capa, y el wichitense W. Eugene Smith. Es interesante notar que los dos últimos también hicieron lírica fotográfica con los niños. Como en el caso de aquellos maestros, la clave de la obra está en su capacidad de ser al mismo tiempo verdad, poema y propaganda, foto hecha para volver al mundo y actuar sobre él. La clave es la valentía, y aun la temeridad. Capa murió destrozado por una mina en Vietnam, y en Okinawa Smith "se convirtió en una de sus propias fotos", según escribió Szarkowski.

En 1967 algo telúrico debió suceder en el mundo de Rodrigo Moya, comparable a las tragedias de Smith y Capa: el fotógrafo murió. Lo sobrevivió Rodrigo, convertido en editor, buzo y escritor. Literalmente y sin tener que morirse Moya pasó a mejor vida. Dejó de jugársela yendo a la guerra sin más arma que una cámara cargada con Tri-X. Dejó de sufrir viendo sus trabajos aparecer mutilados y tergiversados. Por esos tiempos se oyeron los estertores últimos de la revolución mundial: se acabó el sueño. Y los miles de negativos de los catorce años de pasión fotográfica se fueron a descansar en paz: no habría más. Moya no volvería a hacer fotos.

Moya tenía el don de tomar trozos crudos de la realidad y convertirlos en poemas en blanco y negro. Se le iba el alma en eso. Y estaba solo, entre todos los creadores y periodistas sólo él andaba arriesgando tanto. Algo debió ocurrir que mató al fotógrafo. Pero las fotos seguían muy vivas.

Durante treinta y cinco años los negativos permanecieron devueltos a la oscuridad de su origen, mientras Rodrigo Moya volvía a su vida. Un día, el hombre que fue fotógrafo decidió besar a la bella durmiente. Las fotos se alzaban en insurrección, los negativos clamaban justicia, y en espectaculares acciones guerrilleras fueron apoderándose de la mente y la voluntad de su autor. Ahora Moya ha abierto el cofre de los tesoros, y Foto insurrecta ha salido ya al mundo para hacernos viajar al universo del fotógrafo y contagiarnos de insurrección. Pudiera ser; la historia registra algunas fotos que han sido capaces de mover el colectivo espiritual de la humanidad. Por el hecho de existir, los poemas insurrectos de Moya han cambiado ya la historia de esos catorce años. Nos dicen por dónde hay que ir reinventando el mundo, sugieren cómo conviene ir resucitando, y nos recuerdan dónde escondimos el manual de la reinsurrección •