La Jornada Semanal,   lunes 2 de mayo  de 2005        núm. 530
 

Hernán Lara Zavala

Rodrigo Moya: fotógrafo y cuentista

El escritor irlandés William Trevor me comentaba en alguna ocasión que para él el cuento tenía su equivalente visual en el arte de la fotografía mientras que, en su opinión, la novela mostraba más similitud con una película, es decir, con el arte cinematográfico. Tiene razón: el cuento y la fotografía se centran en una imagen, en un conflicto, en una escena, en tanto que la novela, como el cine, depende de una serie de secuencias con diversos ritmos, movimientos e intensidades cuyo efecto final se logra más bien de manera acumulativa a lo largo del filme y raramente a través del punch line tan característico del cuento. La fotografía, igual que el cuento, debe ser sorpresiva, contundente, misteriosa, inspirada y muchas veces inefable, en el sentido de que lo que expresa va mucho más allá del poder de las palabras.

El cuento y la fotografía deben atisbar la vida de manera imaginativa, encontrar el momento preciso de una situación para fijarlo como parte de un instante único en la historia de los personajes —en el caso del cuento— y de las personas o los ámbitos en el caso de la buena fotografía. Fotógrafo y cuentista tienen que estar particularmente atentos al devenir de la vida, a los detalles en apariencia intrascendentes para atrapar el momento decisivo, la complejidad y el dramatismo de una situación. En el cuento, a pesar de la inmediatez del momento, lo que queda, lo que permanece, es la esencia de una circunstancia que hace que ese instante se convierta en imagen imperecedera. El cuento y la fotografía requieren más inspiración que trabajo —contrario a la novela y al cine— y tal vez por eso no dejan de fascinarnos a pesar de que hayamos visto decenas de veces una misma foto o de haber releído reiteradamente un mismo relato. Y es que los buenos cuentos, al igual que las buenas fotografías, poseen un resplandor que nunca se extingue y que es el reflejo fiel de la luz interna que iluminó en principio la obra. Tal vez por ello un realizador de la talla de François Truffaut decidió culminar su más bella película, Los 400 golpes, congelando la imagen del protagonista en una fotografía que le imprimió a ese final un toque de cuestionamiento, de perplejidad, dramatismo y ambigüedad que lo ha hecho inolvidable.

En alguno de sus textos sobre su propia obra visual, Rodrigo Moya, de manera totalmente sincera, se cuestionaba la naturaleza artística de la fotografía. Para él, su oficio no representaba una pose ni mucho menos una manera de destacar sino que formaba parte de una pasión "por reconocer la realidad de mi país con la cámara fotográfica al hombro". Y me parece que esa "pasión" le permitió convertirse en artista, no sólo de la fotografía sino también del cuento, porque si me he atrevido a traer a colación las semejanzas entre estas dos bellas artes es precisamente porque Rodrigo Moya es uno de esos raros seres capaces de practicar indistintamente y con indudable talento, esos dos géneros hermanados en él a través de su muy particular mirada. Rodrigo, como él mismo lo afirma, alimentó su primer oficio, el de fotógrafo, por una "indefinible sed de acción y de aventuras". En ese origen reside, en gran medida, lo que mueve a muchos artistas a lanzarse a explorar el mundo desde diversos frentes para irlo desentrañando. Por eso cuando miramos esas fotografías en que a lo largo de tantos años plasmó la imaginación de Rodrigo Moya, nos cercioramos de que dentro del hombre de acción y del aventurero comprometido con la realidad social de su país —progresista de pensamiento y libre de espíritu— habita también una fina sensibilidad cuidadosa del lado técnico y estético de sus composiciones, lo cual lo ha convertido en un digno sucesor de sus maestros, Antonio Rodríguez y Guillermo Angulo (a quien por cierto se parece un poco), así como Nacho López, Rubén Gámez, Antonio Reynoso y Corquidi.

Tal vez por ello lo primero que nos llamó tanto la atención de las fotografías de su notable exposición y del libro Foto insurrecta es, en primera instancia, la enorme variedad temática que abarca la lente de Rodrigo Moya, que va desde los acuciosos retratos de gente connotada como Goitia, Diego y Siqueiros, Carlos Pellicer o el propio Che, hasta esos otros de gente absolutamente anónima: campesinos, pepenadores, soldados, guerrilleros y la magnífica foto del pistolero bien trajeado, de corbata y sombrero, en cuya mirada fija se adivina su natural instinto asesino. En uno de sus últimos libros, Susan Sontag comenta que la fotografía no logró captar la terrible sensación de la inmediatez de la muerte sino hasta que los fotógrafos lograron deshacerse del tripié y llevar su cámara hasta el borde del abismo. Esa proximidad de la muerte se puede sentir con particular dramatismo en las fotografías que Rodrigo Moya tomara durante los años que acompañó a la guerrilla y donde realizó valientes reportajes en los que, "con su cámara como fusil", se jugó la vida en más de una ocasión, tal y como lo relata en su revelador cuento autobiográfico "De lo que pudo haber sido y no fue" del libro del mismo nombre: "La muerte lo rondó. En una escaramuza urbana en un país del Caribe cedió el paso a un guerrillero para tomar una foto y un instante después, por la puerta que no transpuso, las ráfagas arrojaron a sus pies, convulso aún, el cuerpo destrozado del combatiente. En otra ocasión, un francotirador yanqui acertó en el soldado rebelde que corría a su lado, mientras los proyectiles astillaban el muro sobre su cabeza. Otra vez las balas dirigidas a él hirieron a su acompañante."

Rodrigo es uno de esos artistas cuya temática está estrechamente vinculada con la acción, con la aventura, con el riesgo, con el romanticismo vital de los grandes luchadores así como con el amor al prójimo, como lo ilustra una de sus fotografías más emblemáticas, donde se ve a un joven que se juega la vida caminando por los ejes de una rueda de la fortuna en movimiento. Es un artista empeñado en la crítica social, que documentó gráficamente muchos de los movimientos reprimidos que sacudieron a nuestro país, un rebelde convencido e irredento y uno de los últimos sobrevivientes del comunismo sincero, si así se le pudiera llamar. Pero simultáneamente personifica también al artista fino y sensible que jamás se ha rebajado al amaneramiento o la afectación y mucho menos a las tentaciones del éxito o la publicidad. Nosotros, sus amigos, tuvimos que insistirle hasta el cansancio para que sacara a la luz algunas de las miles de fotografías que ha tomado a lo largo de sus espantables y tiernas jornadas de las que ahora tenemos una impresionante muestra en el libro Foto insurrecta. Sus mejores obras reflejan más la compasión y la comprensión por sus modelos que la ira contra el sistema que también se advierte sobre todo en los títulos. En La vida no es bella apreciamos más las manos fuertes, callosas y llenas de paja del campesino sometido a su trabajo, que la injusticia y la explotación a la que ha sido sometido; Avenida Reforma capta a dos mujeres protegiéndose de una típica tolvanera de febrero en la Ciudad de México con el caballito a sus espaldas, pero la fotografía posee también un halo romántico logrado a través de los tacones, los guantes, los abrigos y los pañuelos de las dos citadinas. En toda la obra se percibe una suerte de virtuosismo formal, como queda de manifiesto de manera muy particular en sus composiciones de los edificios de la Ciudad de México o en Bocas del Toro, que plásticamente evocan escenas no figurativas de la mejor factura.

Con la fotografía Rodrigo inicia un largo periplo: primero la asume como medio para ganarse el sustento pero que paulatinamente lo convertirá en oficio noble y combativo del cual se servirá para ajustar cuentas con la realidad, según lo narra un tanto nostálgicamente en su cuento "De lo que pudo haber sido y no fue" y que para mí representa simultáneamente una declaración de principios y su arte poética. En ese texto relata de propia voz el momento en el que el fotógrafo decidió retomar una vieja inquietud que lo había obsesionado a lo largo de toda su vida: la escritura: "Después de acariciar amorosamente la idea de escribir por más de treinta años, al fin se decidió, cuando tenía más de sesenta… Al decidirse a escribir, la primera pregunta que se hizo el hombre de más de sesenta años fue por qué y para qué lo hacía y una sarta de lugares comunes fueron sus respuestas… [pero] Lo esencial era recuperar lo vivido cuando el tiempo de las emociones y la aventura estaba concluyendo, antes de que la primera etapa del recuerdo, que es la nostalgia, se convirtiera en olvido, que es la última… No se sentía capaz de escribir una novela… Tal vez fuera mejor intentar el cuento, del que conocía sus dificultades, y que no obstante lo atraía como medio para reconstruir las mil partes de sí mismo y jugar con las palabras como cuando era un joven insumiso y errante."

Originalmente publicado en México en 1996 como edición de autor, De lo que pudo haber sido y no fue se editó un año después en Cuba, en coedición con el Instituto Cubano del Libro y la uneac, como parte de un quijotesco y generoso proyecto en el que Moya donara, a manera de agradecimiento a Cuba, varias ediciones de títulos de autores mexicanos y cubanos impresos en su propia editorial y con su dinero para hacerle llegar a los lectores cubanos libros en tiempos de escasez de papel. A esa cruzada Rodrigo la denominó "Un libro para Cuba". Pues bien, el libro circuló entre el grupo de amigos y aliados entre los que me encontraba yo y, privilegiado con un cuento dedicado a mí que en principio se llamaba "La prima Estrella" y que, por sugerencia mía, tituló finalmente como "La Parker 51" que le fue reconocido con el XXVI Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés.

Así, el ojo del fotógrafo logró trasladarse a la mano del escritor y de ahí surgieron dos espléndidos libros de cuentos, pues poco después Rodrigo escribió otro titulado Cuentos para leer junto al mar en ese annus mirabilis que fue para él 1997 y que le mereció el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí. Sin duda se trataba de una misma capacidad de observación, de una misma sensibilidad, de un solo temperamento artístico. No quiero adentrarme demasiado en la crítica de estos dos libros pero representan un espléndido complemento a su obra fotográfica, pues en ellos se respira el mismo espíritu de libertad, la misma rebeldía ante el sistema, el mismo compromiso social, y se vislumbra un hombre cuarenta años más maduro, que ha sabido disfrutar las mieles del amor lo mismo que sufrir, con paciencia y con valor, los embates de la vida. Lo que aporta en sus libros es un conocimiento mayor de lo que significan el amor y la mujer, como lo demuestra en tres cuentos que a mí me parecen tan buenos como sus mejores fotografías: "La Parker 51", "De lo que pudo haber sido y no fue" y "El hotel de los ocasos interminables", donde el fotógrafo-escritor hace la siguiente reflexión: "Subió a su cuarto por su cámara, con ganas de tomar alguna foto, aunque siempre había pensado que la magnitud del mar y la belleza del crepúsculo eran infotografiables…" Y así también algunas experiencias vitales son irreproducibles a través de la imagen y sólo disponemos de palabras para poder tratar de expresar lo que el alma y el ojo vivieron y vieron.

Me comenta el propio Rodrigo que hace poco menos de un mes se cayó de un árbol y sufrió un serio accidente. Un día de 1998, después de su annus mirabilis, hablé desde Inglaterra por teléfono con él, pensando que nunca nos volveríamos a ver pues tuvo una enfermedad gravísima. Pero a fuerza de valor, de entereza y de amor por su trabajo, Rodrigo ha logrado sobrevivir a las balas, a las penas, a las desilusiones, a las muertes de sus seres más queridos, a la enfermedad y los accidentes. A él, que según sus propias palabras siempre lo ha rondado la muerte, le agradecemos hoy sus fotografías, sus cuentos y su amistad con la certeza de que lo harán vivir por siempre.