La Jornada Semanal,   lunes 2 de mayo  de 2005        núm. 530
 

Alberto del Castillo Troncoso

Moya y el fotoperiodismo mexicano

Si el pasado se replantea constantemente a partir del presente, como aseguraba el historiador Edmundo O’Gorman, entonces la recuperación de la obra del fotógrafo Rodrigo Moya se ha convertido en documento fundamental para encontrar nuevos ángulos en la lectura e interpretación de las imágenes del México de mediados del siglo pasado. Moya trabajó como fotoperiodista entre 1954 y 1967. Las coordenadas de esta coyuntura nos remiten a un momento del periodismo, caracterizado por el control de la prensa por parte del Estado, lo que reducía los espacios de crítica política al régimen, aunque dejaba abierta la reflexión sobre la cuestión social. A lo anterior debe agregarse el declive gradual de la época de oro de las revistas ilustradas, cuya función social e impacto simbólico en el imaginario colectivo comenzó a ser desplazada por otros medios masivos, principalmente la televisión.

La trayectoria del fotógrafo abarcó de manera destacada las revistas Impacto, Siempre! y Sucesos, herederas de las grandes revistas ilustradas de los años cuarenta y últimas representantes del esplendor de este género. Los años iniciales en Impacto lo llevaron a cubrir diversos episodios, que abarcaron desde peculiares imágenes logradas en la atmósfera íntima de los centros nocturnos capitalinos a fines de los cincuenta, como la danza "exótico-primitiva" Bembé de Caridad Valdés y el baile rocanrolero "epiléptico y enloquecido" de Gloria Ríos, que constituyó en los hechos la primera portada de Moya en la revista, hasta peculiares velorios que representaron importantes episodios de la historia política y cultural de México, como los casos de las honras fúnebres de dos figuras clave de la plástica mexicana de la primera mitad del siglo xx: Diego Rivera y Francisco Goitia. En ambos hechos el fotógrafo se regodea en el espectáculo humano que rodea a la muerte, más que en la muerte misma: la furia de Lupe Rivera, hija del muralista que se abalanza contra Siqueiros y tiene que ser detenida por uno de los dolientes, en el primer episodio, y la devoción sufriente de las beatas, con sus rebozos y sus estampas religiosas cosidas al pecho, en el segundo.

El capítulo fundamental de esta etapa está representado por la cobertura fotográfica del llamado "otoño del descontento" de 1958. En aquellos célebres acontecimientos convergieron en la Ciudad de México las protestas de los estudiantes contra el alza de tarifas de los transportes, así como las de los maestros, petroleros y ferrocarrileros, que luchaban por una insurgencia sindical y se levantaron contra la corrupción de sus líderes y la manipulación gubernamental. La lente de Rodrigo Moya registró los distintos ángulos de los sucesos en estos acontecimientos y aportó una mirada fresca y sugerente para la posible crítica y el diagnóstico de los problemas. La censura limitó la publicación de la mayoría de estas imágenes en su momento en la revista Impacto. Sin embargo, Moya recuperó diecisiete de estas fotografías de su archivo personal, en lo que constituye uno de sus principales trabajos. Lo tituló "La violencia en México" y lo publicó la revista Sucesos en el año de 1967, casi una década después de los hechos. Dicho fotorreportaje permite reflexionar en torno al fenómeno notable de evaluar la mirada de un fotógrafo no sólo como creador de imágenes sino también como editor de las mismas. Esto sólo ocurrió en la época en muy contados casos, como el de Nacho López. En el texto, el fotógrafo cuestiona la legitimidad de un régimen que utiliza de manera tan directa a los cuerpos represivos para enfrentar todo tipo de disidencia. Para ello, recurre a una serie de planteamientos de Samuel Ramos y de Octavio Paz, mismos que le permiten trazar un marco cultural más amplio para ir más allá de la coyuntura específica y reflexionar sobre el tema desde la base de un período amplio de la historia política mexicana. La secuencia de las imágenes refuerza este tipo de argumentos y cubre todo el episodio en tres niveles: el registro del modus operandi de los represores, la resistencia de los disidentes y la represión policíaca dirigida a las mujeres y los niños. La inclusión de este fotorreportaje a escasos meses de alejarse de la vida profesional muestra la enorme importancia asignada por el propio Moya al tema. Se trata, sin duda, de una de sus preocupaciones más importantes en su trinchera de ciudadano y en su labor cotidiana como profesional de la lente.

El fotógrafo había ingresado a trabajar en Sucesos en 1963, invitado por Gustavo Alatriste, director general de la misma, a instancias de Froylán Manjarréz, uno de los colaboradores del semanario. A principios de los sesenta, este peculiar espacio experimentó importantes cambios que transformaron su perfil tradicional y fueron creando condiciones propicias para un ejercicio más crítico del periodismo, que llegó a incluir al caricaturista Rius, Heras, Naranjo y Helio Flores en la cuestión gráfica, a Héctor García, Armando Salgado y Juan Rulfo en la parte fotográfica y a Carlos Monsiváis, Victor Rico Galán, Carlos Fuentes, Elena Garro, Andrés Henestrosa, Raquel Tibol, Ermilo Abreu Gómez y José Luis Cuevas entre algunos de sus colaboradores. En este contexto, la dirección de la revista fue ocupada en la primera mitad de la década de una manera sucesiva por distintos personajes, entre ellos, el escritor Gabriel García Márquez, el periodista Raúl Prieto, conocido como Nikito Nipongo, un equipo de colaboradores compuesto por Manjarréz y el propio Moya, y, posteriormente, por el periodista Mario Menéndez, quien impuso su estilo personal y radicalizó el contenido de la revista, acercándola a la óptica del gobierno de Cuba en el año de 1964.

La experiencia adquirida con Pagés Llergo y la nueva apertura llevaron a Moya a desarrollar algunos de los mejores trabajos de su carrera. Entre ellos figuran el reportaje titulado: "El ixtle es hambre", acompañado por textos de Manjarréz, el cual consta de más de treinta fotografías publicadas, que denuncian las condiciones de explotación de los habitantes de la zona a finales de 1965 por parte de las compañías particulares y el Estado mexicano, y muestran gráficamente la lógica envolvente de acercamiento a los temas de parte del fotógrafo y la variedad de sus soluciones estéticas, que van desde la serie de imágenes que rematan en un retrato, hasta el uso de los primeros planos y el hallazgo visual del paisaje correspondiente. Otro trabajo notable se titula "México, los ferrocarriles y el Far West". Aquí, una orden por encargo de Alatriste de retratar algunas escenas de la película La soldadera, en la que intervenía la actriz Silvia Pinal, permite a Moya la realización de un ensayo fotográfico insólito en el que la parte más sobresaliente corre a cargo de una serie de retratos femeninos, aprovechando el encuadre tácito brindado por los desvencijados ventanales de los vagones de una estación de trenes en la ciudad de Cuautla. De aquí provienen algunas imágenes convertidas en iconos y ahora referencias obligadas de la obra de Moya, como es el caso de la fotografía titulada Segunda, en la que unos zapatos gastados se asoman por el hueco de la ventana de un vagón ferroviario de segunda clase, toda una alegoría de la visión del autor en torno al estado de cosas imperante en la política mexicana de la época.

El trabajo como corresponsal de guerra ocupa un lugar fundamental en la obra de Moya. La postura militante del fotógrafo se acomodó de manera natural a la perspectiva latinoamericana de registrar la resistencia civil que puso en jaque al intervencionismo norteamericano en Panamá y Santo Domingo en 1964 y 1965. Posteriormente vendría la documentación rigurosa de la lucha guerrillera en Guatemala y Venezuela, con series y secuencias fotográficas notables que deberán ser analizadas todavía a la luz de los reportajes que les dieron contexto y complementando su lectura con el archivo personal del fotógrafo. Uno de los capítulos más significativos de esta historia es el que se refiere al ajusticiamiento de un supuesto delator por parte de un grupo de la guerrilla guatemalteca para complacer las exigencias del director de Sucesos, el periodista Mario Menéndez, quien se encontraba en el lugar de los hechos y presionó al grupo para obtener una primicia gráfica y noticiosa para su publicación. Las imágenes obtenidas por Moya aquella trágica noche de marzo de 1966 en el poblado de San Jorge y publicadas en su momento en la revista mencionada bajo el sensacionalista título de: ¡Fusilen a los asesinos!, constituyen un documento invaluable que forma parte de la historia social de la época y que contribuirán sin duda a la construcción de una perspectiva crítica en torno a los movimientos armados en Latinoamérica.

El trabajo profesional en las revistas ilustradas se mezcla con la búsqueda cotidiana del fotógrafo por registrar distintos personajes y contextos, tanto rurales como urbanos. En 1966 la editorial catalana Destino le pidió a Moya un número importante de imágenes para una Guía Ilustrada sobre el país, que llevaría la firma del destacado escritor Salvador Novo. Este texto puede ser considerado como el primer libro fotográfico de Moya y muestra un corpus significativo de imágenes que recrean diversos aspectos de la vida de los habitantes de la "muy noble y leal Ciudad de México" y su entorno. La relación cordial que establecieron escritor y fotógrafo al principio de su relación profesional se esfumó rápidamente. En 1968 Novo contaba con sesenta y cuatro años, había transitado de la disidencia cosmopolita de los Contemporáneos al sillón oficial de cronista de la ciudad, mientras que Moya tenía treinta y tres años, una década de militancia comunista y un pensamiento crítico del sistema enmarcado en la órbita antiimperialista característica de la izquierda latinoamericana de aquellos años. Al final, el escritor pretendió censurar las imágenes del fotógrafo. Sin embargo, los editores decidieron publicar las fotografías. El prólogo de Novo se extiende sobre los aportes visuales de las pinturas y grabados de Rugendas y Linatti para la configuración histórica de la escenografía de la Ciudad de México, pero irónicamente no dice una sola palabra acerca de las 400 fotografías de Moya que ilustran la guía. Era comprensible. Estas imágenes muestran lo que no se dice en el texto. La crónica oficiosa que destacaba la grandeza de un pasado virreinal que desembocaba en un prometedor presente no podía tomar en cuenta las actitudes y los hábitos cotidianos de los habitantes contemporáneos de una ciudad atrapada en la pobreza. Las imágenes de Moya, por el contrario, dan cuenta de la coexistencia de la arquitectura moderna y virreinal, pero también abren el espacio para el protagonismo de los habitantes de la capital a mediados del siglo xx. Los hermosos retablos coloniales conviven con las manifestaciones religiosas de las beatas de carne y hueso. La modernidad del Museo de Antropología proporciona silenciosa y oportuna cobertura para que una pareja de enamorados se abrace junto a la mismísima Coatlicue. La majestuosidad de las calles del Centro Histórico es testigo de la presencia del maduro vendedor de cuadros en el mercado tradicional de La Lagunilla o de la mujer indígena que observa con curiosidad joyas inaccesibles en el escaparate de cristal de una tienda. Esta labor de registro y rescate de los personajes urbanos se vincula a la construcción de un gran proyecto democrático que convive con la aportación estética original que subyace en la lente de Moya en el México de aquellos años. Se trata al mismo tiempo de un testimonio y un punto de vista. En forma retrospectiva, ambos permiten al lector actual explorar una poderosa visión del mundo contenida en varias centenas de imágenes.

El autor retomó a lo largo de tres lustros la línea documental de la fotografía norteamericana de la época, que tuvo en fotógrafos como Eugene Smith o Dorothea Lange algunos de sus emblemas arquetípicos; asumió la herencia de trabajos colectivos como el de la legendaria exposición fotográfica titulada La familia del hombre, de Steichen, que le dio la vuelta al mundo y se presentó en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México en 1955; recibió la influencia gráfica de importantes revistas ilustradas, que en aquellos años experimentaron un gran auge, como la revistas Paris Match y Life, verdaderos paradigmas editoriales de este tipo de trabajos, las cuales tuvieron una importante acogida y circulación en México en aquellos años. Al mismo tiempo, consolidó una mirada propia sobre la realidad social mexicana y latinoamericana de las décadas de los cincuenta y los sesenta, incorporando las enseñanzas editoriales y la sensibilidad iconográfica de los primos Pagés y Hernández Llergo. Con todo ello, el autor elaboró un punto de vista crítico, atento a la vida de los marginados, que rebasó la formulación de estereotipos y recuperó atmósferas complejas, matices, claroscuros y personajes en situaciones concretas.

Las crónicas y reportajes fotográficos de Moya permiten reconocer la mirada de un autor que recupera al ser humano en distintos contextos: sujetos perplejos ante la modernidad o que se resisten ante los excesos del poder y son reprimidos por el hecho de disentir y exigir un estado de derecho o personajes que observan confiados a la cámara y la interrogan con complicidad infantil o que miran hacia dentro de sí mismos y se entregan a introspecciones oníricas. Algunas veces el olfato periodístico da la pauta al ensayo y la reflexión; en otras ocasiones se impone el punto de vista narrativo del cazador de imágenes en busca del instante decisivo bressoniano. En todos los casos puede apreciarse el trasfondo de un periodismo de investigación que se apoya en el bagaje de un poco más de una década de trabajo y con base en ello pre-visualiza, compone y encuadra sus imágenes de acuerdo con una lectura crítica de la realidad.

Entre 1950 y 1962 se registraron dos hechos culturales que cimbraron el horizonte político mexicano. En la primera fecha la exhibición de la película Los olvidados de Luis Buñuel sacudió a las buenas conciencias revolucionarias y mostró con crudeza qué tan realistas podían ser las visiones melodramáticas de una miseria feliz por parte de otras películas de manufactura reciente, como Nosotros los pobres, de Ismael Rodríguez y algunas otras. Por lo que respecta a la segunda, la publicación de la novela Los hijos de Sánchez del antropólogo Oscar Lewis volvió a inquietar a los defensores del régimen al narrar con lujo de detalles la vida cotidiana de una familia en el barrio de Tepito del centro de la Ciudad de México. Ambos acontecimientos despertaron la ira de un nacionalismo autoritario y excluyente que orquestó una campaña de insultos y diatribas contra un par de autores extranjeros, que se habían atrevido a ofender el decoro y la decencia y que supuestamente denigraban con su obra a la nación entera. Al igual que las narraciones de Buñuel y Lewis, las imágenes fotográficas de Moya permitieron a los lectores de las revistas ilustradas de la época asomarse a la otra cara del llamado Milagro Mexicano y constatar la existencia de muchos Méxicos, alejados de la versión oficial, que pretendía imponer una imagen homogénea de la nación y sus habitantes. En este sentido, la obra de este fotógrafo puede ser considerada como un eslabón importante entre las imágenes de Nacho López y el trabajo colectivo de Unomásuno y el llamado "nuevo fotoperiodismo mexicano", que a finales de los setenta subvirtió la relación conformista entre la cámara y el poder y obtuvo para la imagen fotográfica un halo de respeto y un espacio crítico que iba más allá de la simple ilustración de las noticias.