La Jornada Semanal,   lunes 2 de mayo  de 2005        núm. 530


HUGO GUTIÉRREZ VEGA

PEPE Y EL PÉSIMO JINETE

Para Lucinda y Jaime

El pequeño caballo Pepe trotaba por la vereda que unía los ranchos de El Maguey y Santa Cruz, allá por las tierras de Lagos de Moreno, lugar en donde terminan los Altos y comienza el Bajío. Yo tenía trece años y ese caballito era mi amor más reciente. Negro con su lucero, chaparrón y fuerte, tenía, según lo aseguraban mis expertos tíos, "muy buena rienda", un paso elegante y un poco saltarín. Para no molestarlo y herir sus sentimientos, yo, atroz jinete, procuraba no usar demasiado el freno, olvidarme de las espuelas y, raras veces, acicatearlo con los tientos. Le encantaban las zanahorias y los terrones de azúcar, acudía a mi llamado con alegría y benevolencia (sabía que su amigo era un pésimo caballista) y, con movimientos de cabeza, aprobaba o desaprobaba mis esfuerzos para ensillarlo, montarlo y pedirle que echara a andar. Éramos muchos los vacacionistas en los ranchos de los tíos que, en época de lluvias y de vacaciones escolares, nos reuníamos en las enormes y antes elegantes casas de las ex haciendas y salíamos a pasear a los llanos, la presa de Cuarenta, otros ranchos vecinos y, en días muy especiales, a la Sierra de Comanja con su imponente cresterío. Mis primos eran avezados caballistas y practicaban suertes charras. Rayaban los caballos, galopaban incansables hasta que los tíos les ordenaban parar y se bajaban dejando a sus cabalgaduras sudorosas y con los belfos llenos de espuma. Esas cosas nunca le pasaron al consentido Pepe que, en cambio, recibía amables palmadas en el cuello, escuchaba confidencias y, sólo en ocasiones excepcionales, galopaba un ratito y luego descansaba bajo un árbol y comía la yerba fresca que ahí crecía.

En lo alto de la Sierra de Comanja brotaban, entre los pinos, las estrellitas de San Juan. Nos sentábamos a comer los tacos preparados por Casilda, cocinera insigne de Santa Cruz. Los había de carne de puerco, de huevo con frijoles, de papa con chorizo y de chicharrón guisado en una fiera salsa de chiles serranos (la comida de Lagos a veces exagera con sus picantes). Los caballos, atados a los árboles, comían despreocupadamente y soñaban con el retorno a las caballerizas. Sabían que las bajadas eran duras para el jinete y ponían a prueba sus herraduras. Este doble esfuerzo sería recompenzado con una buena cena para los humanos y con una ración de alfalfa y de maíz amarillo quebrado para los equinos. En fin... los dos grupos zoológicos tomarían su descanso y la noche caería sobre sus miembros fatigados. Teníamos la obligación de desensillar y de conducir a sus comederos a nuestras cabalgaduras. Yo lo hacía con gran gusto, a pesar de que el esfuerzo de la cabalgata me hacía sentir las piernas encogidas. Me quedaba un rato hablando con Pepe hasta que, con un resoplido, me indicaba su deseo de estar solo con sus pensamientos y de olvidarse de las tonterías y las debilidades del género humano.

Una tarde salí a cabalgar por mi cuenta. Los primos estaban ocupados en una especie de competencia de suertes charras. Ensillé a Pepe, lo monté con mi usual torpeza y emprendimos el viaje hacia lo desconocido. Pasamos por los terrenos donde se efectuaba el capadero anual (saludos a don Luis G. Inclán y su hacienda de Ayala), se me vino a la memoria el sabor de las criadillas asadas con salsa de guajillo, Pepe aligeró el paso y salimos a los potreros ubicados al pie de la sierra protectora de los vientos, pero enemiga de una lluvia que, año con año, se esperaba con angustia. Caminamos un buen rato a la deriva, nos paramos a la orilla de una pequeña presa y vimos la impetuosa carrera de unas liebres orejonas que huían al sospechar que el jinete iba armado y con ansias cazadoras. Pensé que exageraban, pues nunca en mi vida disparé un tiro y soy absolutamente incapaz de hacer daño a los miembros de los otros grupos zoológicos. Se vino la noche, no había luna y algunas nubes se arremolinaban en lo alto de la sierra. Me sentí totalmente perdido y hablé con Pepe sobre nuestra situación. Contestó con un resoplido burlón y amable. Pensé un poco y decidí dejar el problema en las manos y las patas de Pepe. Solté la rienda e intenté chasquear la lengua. Pepe empezó a caminar y a las dos o tres horas vimos a lo lejos las luces del rancho. Llegamos, desensillé, lo llevé a su machero y le di las gracias. No se dio por aludido y se puso a comer su alfalta.

Muchas veces en mi vida he tenido el deseo de soltar la rienda y de dejar todo en las manos y en las patas de un Pepe orientado y diligente. Por eso recuerdo con frecuencia a ese caballo chaparrón, fuerte, negro y con su lucero.