Usted está aquí: lunes 2 de mayo de 2005 Opinión La última vida en el universo

Carlos Bonfil

La última vida en el universo

Al cabo de una larga serie de intentos fallidos de suicidio, el joven Kenji (el japonés Tadanobu Asano, guardaespaldas en Zatôichi), ha perdido un poco el sentido de la realidad. En la estupenda y enigmática cinta tailandesa La última vida en el universo, de Pen-Ek Ratanaruang, el espectador también vive esa confusión entre realidad y ficción, sin saber a ciencia cierta si Kenji ha sobrevivido en realidad al último de sus suicidios, y si atraviesa ahora como fantasma la caprichosa trama de un thriller entre Bangkok y Osaka, en medio de yakuzas sanguinarios y prostitutas vestidas de colegialas. Esta última vida suya en un universo de venganzas criminales, y su romance con la joven Noi, a punto de abandonar su natal Tailandia por Japón, en pos de una nueva vida, será la propuesta lírica y sensual del cuarto largometraje de este joven talento tailandés, hasta hoy desconocido en México.

El otro gran talento fílmico de ese país, Apichatpong Weerasethakul, es el autor de dos cintas presentadas ya en el Festival Internacional de Cine Contemporáneo de la Ciudad de México (Ficco), Felizmente tuya y Malestar tropical, revelaciones aún inéditas en la cartelera comercial.

A la indefinición entre realidad y ficción que recorre esta historia de Ratanaruang, se añade el juego lingüístico de la pareja romántica, quienes se comunican en inglés al conocer los dos muy poco la lengua de la persona amada. Kenji trabaja en Bangkok, en una fundación cultural japonesa, apenas habla tailandés, y rechaza el sushi por ser alérgico al pescado. Introvertido y maniático del orden y la limpieza, su encuentro con la joven Noi, quien acaba de asistir a la muerte accidental de su hermana, trastorna por completo sus planes de suicidio, su vocación del orden y su, hasta entonces firme, desinterés en la pasión amorosa.

En formidable mancuerna con el camarógrafo Christopher Doyle (Happy together, Chungking express, de Wong Kar Wei), el director tailandés registra con precisión las atmósferas que mejor corresponden al temperamento (y manías) de sus dos protagonistas, las habitaciones azul metálico, de pulcritud ejemplar, en las que vive Kenji, y el marasmo de la casa de Noi, lugar siempre de paso, a punto de ser abandonado, en el que el joven amante se siente perdido. La música de Hualampong Riddim contribuye de modo sugestivo a la recreación de estos ámbitos.

A pesar de la asesoría artística del director japonés de culto Takashi Miike (Ichi the killer, La adicción), quien aparece en la cinta interpretando a un yakuza, la cinta jamás opta por una clara definición genérica. Hay una situación en la que Kenji mata de un balazo al asesino de su hermano yakuza, pero el gesto es casi accidental, carente de intencionalidad, es un acto de defensa propia. Un mero artificio de la trama, próximo a los ajustes de cuentas de gangsters paródicos en algunas cintas de Godard. Lo cautivador en la cinta es la historia romántica presentada siempre de modo subjetivo, a partir de una incomunicación básica y del contraste de dos temperamentos en todo opuestos. El director juega con algunos elementos fantásticos, como la manera de poner orden instantáneo en la casa de Noi, o la deliberada confusión física de las dos hermanas que hace que dos actrices terminen interpretando un mismo personaje.

La clave para disfrutar esta cinta, a ratos tan hermética, es comprender el carácter subjetivo de muchas de las vivencias de Kenji, y la naturaleza perfectamente transitoria de la pasión amorosa que viven los dos personajes, en planos a la vez terrestres y al parecer también sobrenaturales. Una experiencia casi onírica, alejada de la solución realista y del melodrama y sus catarsis. Un buen ejemplo de la originalidad y vigor expresivo del nuevo cine asiático.

 
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