Usted está aquí: lunes 2 de mayo de 2005 Opinión Donde los pollos pasean con plumas

Hermann Bellinghausen

Donde los pollos pasean con plumas

Un día de estos a Belarmino le dio por salir al campo, ese lugar donde, como da en decir, los pollos se pasean con plumas. De fauna salvaje sabe lo que le quepa al Discovery Channel, no más. Su trabajo de campo transcurre en ciudades, y sobre todas, la ciudad que en su nombre lleva la penitencia. La de México. La zarandeada un día sí y otro también. Polo magnético de las envidias y los choteos provincianos, en ella vive todo el país pero el país no quiere darse cuenta. Belarmino saca adelante su acerado pecho cada que alguien la insulta en su presencia, y derrumba los epítetos y las puyas con verbos y sujetos; en casos desesperados echa mano de los adjetivos.

Belarmino es de esos convencidos de que las grandes ciudades de verdad siempre tienen la razón, como Nueva York, Tokio, París o Roma (la pobre, aplastada por la turba papal en recientes días con la muerte de Wojtila. También Roma en su nombre lleva la penitencia).

Para sacarlo del Defe, como lo llama para ahorrar explicaciones cuando habla en voz alta, hacen falta motivos poderosos: tal vez perspectivas de conocer diferentes naciones, esa nueva especie en extinción que comparte la lista con el tigre de Sumatra, el quetzal y el oso panda. Las naciones desaparecen, las ciudades casi no. Toma milenios. Ya ven Babilonia, que es la fecha que no la acaban de demoler.

La cosa es que un día Belarmino interrumpió esa urbanidad extática y tiró al monte. Tantito, no crean que llegó muy lejos en su vocho. Era un bosque de pinos y brechas ya muy caminadas, con latas y botellas de agua "ligera" por ahí botadas, donde no falta que aparezca una tamalera o una cabaña humeante que ofrece sopa de hongos con epazote y quesadillas de sesos y flor de calabaza.

Hacía friyito, y él que nunca sale con suéter. Caminar le gusta, ya se sabe cuánto, pero en lo plano de las calles y las banquetas. Uno de los problemas del campo, además del estiércol y las hormigas, es la falta de aplanado. Escalas, te enlodas, te vas de trompa. No da tiempo de pensar y pensar es precisamente lo que le permite a Belarmino su indolencia.

Atravesó un panteón de pueblo muy azul celeste, ladrillo rojo y cruces encaladas con blanco de España. Una pendiente pronunciada se abrió a un plano donde varios estudiantes de secundaria oficial jugaban frisbee y fumaban tabaco y mota. Se esmeró en no hacerles caso, y fue correspondido. Bajo la curvatura de un arco, una brecha, casi un corredor, invitaba a tomar esa dirección por la pura curiosidad de qué hace aquí hacia el Ajusco un guiño a los jardines de Versalles. Los estudiantes hablaban fuerte pero en realidad no decían nada. Lo saludaron apaciblemente cuando pasó cerca de ellos y ya ninguno lo miraba cuando se perdió tras el arco de la arboleda.

Un pasillo vegetal, ligeramente húmedo y más frío. El olor a trementina de los pinos le dio mareo pero siguió el sinuoso trayecto. El pasaje concluía en un hueco de luz. Es decir, terminaba abrupto en un precipicio de sus buenos 50 metros sobre las laderas y los promontorios erosionados en café y rojo. Lo deslumbrante fue la aparición lejana y masiva de la ciudad iluminada por la mañana sin la leve nata del humo habitual. Allá atrás los mismísimos volcanes. Guau. La palabra alfombra. La palabra monstruo. La palabra casa.

-Bien chido, ¿no?

A su espalda llegaron inadvertidos un chavo y una chavita. Iban de buen humor, enamorados y de pinta, uniforme y todo.

-Sí, bien -dijo Belarmino, escupió una risotada y siguió mirando el tamaño de la palabra Anáhuac.

 
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