Usted está aquí: jueves 21 de abril de 2005 Opinión Foxestein y el desafuero

Octavio Rodríguez Araujo

Foxestein y el desafuero

"Usted no puede entrar con el ceño fruncido. Esta reunión, con el señor presidente, es de alegría. O cambia su expresión poniendo una sonrisa en su rostro o no entra." Esta pudo haber sido otra razón para impedir la entrada al acto de Acapulco, donde estuvieron el gobernador de Guerrero y el Presidente de México.

Además de haber sido anticonstitucional prohibir la entrada a un acto, cualquiera que éste fuera y con la presencia de quien fuera, por portar un moño ¡con los colores de nuestra bandera!, fue una estupidez política de quienes dieron la orden al Estado Mayor Presidencial, o de éste interpretando a sus amos. (¿A ninguno de los agraviados se le ha ocurrido que puede demandar al Estado Mayor Presidencial por violar la Constitución?)

El asunto del desafuero se ha convertido ya en un problema serio de salud mental entre muchos de nuestros políticos, y de desasosiego entre otros, pues ya no saben qué hacer con él. Si Mary Shelley renaciera no escribiría ahora una nueva edición de Frankestein; su novela se titularía Foxestein y el monstruo creado por él, que en este caso sí tendría nombre: se llamaría Desafuero -en español, porque en inglés es muy difícil decirlo en una sola palabra, por lo menos en mi diccionario.

Leo los periódicos y, honestamente, ya no entiendo nada. Unos dicen que sí se puede hacer tal cosa y otros que no, y así por el estilo en un cuento de nunca acabar. La única conclusión que he sacado de todo esto es confirmar algo que ya sabía desde que era estudiante: que las leyes se hicieron para ser interpretadas y que quien tiene el poder siempre interpreta "mejor" las leyes que quien carece de ese poder. ¿Y la razón?, preguntaría alguien. ¿Qué es esto, con qué se come? La razón siempre la tiene quien se ampara en lo políticamente correcto en un ámbito de hegemonías y dominios, si no, ¿para qué fue inventada la dominación? Esta pregunta sólo tiene una respuesta: para dominar. Y si se quiere demostrar que se domina no importa que se haga ante situaciones tan ridículas como prohibir que la gente porte un moño en su solapa. ¿Por qué se entra a hacer carrera en el Ejército si no es para dominar? México no requiere ejército, pues desde 1914 no ha sido amenazado por potencia alguna. Hay países que no tienen ejército y viven muy tranquilos. Pero en México, ser del ejército es tener fueros, aquí sí, y a nadie se le ha ocurrido que los militares, como en otros países, tengan los mismos derechos y obligaciones (no más) que los ciudadanos comunes. Tal es el poder del ejército que incluso los militares que cometen delitos comunes son juzgados entre ellos mismos, es decir, por jueces militares.

Hace muchos años preguntaba a mis alumnos cómo definirían el poder (en aquel entonces todavía me preocupaban las definiciones). Esa pregunta la hice antes de entrar a discutir a Dahl, Lasswell, Parsons y otros, y un alumno dijo con gran inteligencia y sentido común que el poder es el que ejerce el que puede. Obtuvo 10 de calificación, no sólo por lo que dijo, sino por las implicaciones del aserto, pues lo mismo significa de arriba hacia abajo que de abajo hacia arriba. Si un pueblo puede, tendrá poder; si un gobernante puede, tiene poder. El problema se complica cuando el gobernante no puede y cuando el pueblo no sabe o no es consciente de que puede y de que, por lo tanto, le es posible ejercer el poder. Cuando el gobernante no puede o no sabe cómo ejercer el poder deja un vacío, que en América Latina a veces ha sido llenado por los militares (que casi siempre pueden por la fuerza de las armas que, con razón, dan miedo), pero otras veces por el pueblo. Ejemplos de esto último han sido los varios movimientos que han obligado a gobernantes a dejar su lugar a otros, más inteligentes, más flexibles, más políticos para manejar las contradicciones que supone el ejercicio del poder.

El gran reto que tendría la escritora Shelley, si quisiera escribir Foxestein, es que el doctor, en este caso licenciado de última hora, en lugar de tratar de dominar a su criatura, lo imita, trata de imitarlo, por ejemplo planteando un proyecto de jubilaciones para todos los mayores de 65 años que no estén en el ISSSTE o en el IMSS, como olvidando que antes se dijo que era un proyecto imposible por su enorme costo y que López Obrador era un demagogo y un "populista" al proponerlo como parte de su campaña. Este caso de transferencia sicológica entre el creador y el objeto de su criatura, que todavía no era estudiada científicamente a principios del siglo XIX (cuando en 1818 la autora escribió Frankestein), sería muy interesante en la actualidad, pues se trataría del caso, no muy raro, de la conversión del sujeto en su predicado que es el principio de la alienación estudiada por los filósofos materialistas desde los tiempos de Feuerbach en 1841. Para la señora Shelley esta transmutación no sería difícil en términos sicológicos, aunque fuera intuitivamente, pues a su nuevo Frankestein le ocurriría lo mismo que al antiguo: terminará como víctima de su criatura (ahora con nombre: Desafuero), es decir, alienado a ella, como ya está ocurriendo.

 
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