Usted está aquí: jueves 21 de abril de 2005 Opinión El Papa y el fundamentalismo

Adolfo Sánchez Rebolledo

El Papa y el fundamentalismo

La novedad, si existe, reside en la dimensión mediática alcanzada por los grandes asuntos vaticanos, pero el cónclave y la elección papal se hicieron, como siempre, bajo el secreto medieval más estricto. Por supuesto, la Iglesia católica no es un modelo democrático y jamás ha aspirado a serlo. Sin embargo, durante largas horas los comunicadores reunidos en las afueras de San Pedro nos asestaron la misma retahíla interminable de comentarios rutinarios y oficiosos acerca de los papables, como si se tratara, en efecto, de una competencia iniciada a la muerte de Juan Pablo II y no meses o años antes dentro de la curia.

Bernardo Barranco y Roberto Blancarte, entre otros, trataron de ubicar los grandes temas y las disyuntivas de la Iglesia como brújula para no perderse en ese laberinto, pero en general no fueron ésas las voces que se escucharon.

La explosión de lugares comunes desencadenada por los medios no pretendía explicar, sino suscitar esa especie de movilización emocional cercana a la histeria que en vida acompañó al último pontífice, un estado de ánimo en el que la reflexión parece contraponerse a los sentimientos. Pero no hubo sorpresa. La fumata blanca anunció al favorito, al cardenal Joseph Ratzinger, hombre fuerte tras bambalinas, si cabe la expresión.

Se ha dicho que el ahora Benedicto XVI será un papa de "transición", lo cual realmente sólo significa que su reinado será por necesidad más corto que el de Juan Pablo II, pero nada más. El nuevo pontífice es un hombre inteligente y culto, un teólogo reconocido con gran experiencia en el debate doctrinario, que sin duda dejará su propia impronta en la Iglesia, aun cuando carezca de las cualidades carismáticas de su antecesor. En todo caso, lo verdaderamente importante es su pensamiento y en eso no hay dudas: se trata de un conservador y por serlo ha ganado la confianza del colegio cardenalicio. Es obvio que éste no desea un nuevo aggiornamento, un ajuste doctrinario e institucional con el mundo secularizado, sino la preservación de lo conocido. En la homilía pronunciada tras Pro eligendo Romano Pontifice, el cardenal Ratzinger señaló cuál es la tarea de la Iglesia en la hora actual: "estamos llamados para ser realmente adultos en la fe. No deberíamos seguir siendo niños en la fe, de menor edad. ¿En qué consiste ser niños en la fe? Responde san Pablo: significa ser 'zarandeado por cualquier corriente doctrinal". ¡Una descripción muy actual!

Para el ahora pontífice es un siglo perdido del que casi nada puede rescatarse: la Modernidad, viejo ogro, reaparece con sus peores signos: "Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes ideológicas, cuántas modas de pensamiento. (...) La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido agitada con frecuencia por estas ondas, llevada de un extremo al otro, del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etcétera... Cada día nacen nuevas sectas y se cumple lo que dice san Pablo sobre el engaño de los seres humanos, sobre la astucia que tiende a llevar al error. Tener una fe clara, según el credo de la Iglesia, se etiqueta a menudo como fundamentalismo. Mientras el relativismo, es decir, el dejarse llevar 'aquí y allá por cualquier viento de doctrina' parece la única actitud a la altura de los tiempos que corren. Toma forma una dictadura del relativismo que no reconoce nada que sea definitivo y que deja como última medida sólo al propio yo y a sus deseos" (Abc, Madrid).

Tener una fe clara, aunque se etiquete de fundamentalismo. He ahí la primera gran declaración programática de Benedicto XVI, la que dicen le ha valido el papado. ¿Podrá el mundo -y no únicamente los católicos- aceptar que secularización es mero relativismo? ¿Podremos sobrevivir a tantas verdades absolutas, a la tiranía de los fundamentalismos?

 
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