Usted está aquí: martes 19 de abril de 2005 Opinión Autonomía feudal

José Blanco

Autonomía feudal

Todo parece indicar que el inmenso poliédrico problema de la educación mexicana va para muy largo. Todos los niveles educativos requieren reformas profundas, y si un día los partidos políticos, el gobierno y los actores de la esfera educativa se pusieran de acuerdo en un plan de transformaciones para la sociedad del conocimiento que ya ha llegado y que se desplegará con fuerza inusitada en el próximo futuro, incorporarnos a ella nos llevará muchos lustros y revoluciones completas de nuestras mentalidades tercermundistas.

Por ahora es claro que para la mayor parte de la sociedad este asunto determinante de la cultura humana permanece ajeno, fuera de la conciencia colectiva, y que para los actores de la esfera de la educación, la suerte que a la sociedad espera en esta materia o les es indiferente o la ignoran absolutamente.

Está claro que, por cuanto la sociedad de la información y el conocimiento es un proceso en aceleración, entre más tiempo nos tome llegar a la compleja diversidad de acuerdos que requiere cada nivel educativo, mucho más tiempo nos tomará dar alcance al menos al vagón de cola del nuevo tren del conocimiento de nuestros días, que veremos acelerarse en el siglo XXI.

Para nadie es un secreto la catástrofe nacional que ha significado el SNTE y su poder hasta ahora prácticamente incontestable. Nada podrá hacerse en materia educativa en México mientras no sea desalojada la inaudita ubicuidad corporativa de este poder frontalmente contrario a los intereses del desarrollo futuro de la nación. La educación elemental requiere de una sustantiva elevación de su calidad, pero el SNTE existe para mantener el poder de una al parecer inexpugnable vasta red de intereses políticos y económicos, no para pensar en la calidad de la educación.

En gran medida la calidad del resto del sistema educativo depende de la calidad de la escuela elemental. Pero está claro que todos los niveles educativos requieren, además, su propia reforma particular.

El sistema de educación superior tiene, por supuesto, sus dramas propios. Existe un diseño institucional ya inservible, pero las resistencias al cambio abarcan a todos los muy variados intereses que se mueven en el interior de estas instituciones claves del futuro del país.

El sistema político priísta se sostuvo sobre una casi imposible mezcla de centralismo, autoritarismo y verticalidad, combinada con una muy peculiar forma de distribución del poder, de todo lo cual la sociedad ha estado excluida. Las instituciones del Estado se crearon como feudos con gran poder propio, acotado por el poder del jefe del Ejecutivo. En el interior de los muros de cada feudo había lugar hasta para el libertinaje de sus grupos usufructuantes, a cambio de la lealtad incondicional al Señor de Los Pinos.

Uno entre tantos casos es la universidad pública autónoma. La autonomía, concepto tan caro al espíritu libertario de los universitarios, ha sido una de las vías por las que se ha logrado que el sistema de educación superior no sea tal sistema, sino una confederación de feudos, donde, como en el juego de Juan Pirulero, cada quien atiende a su juego. La autonomía ha permitido el de-sarrollo de la crítica intelectual inteligente en algunas de ellas, pero al mismo tiempo ha propiciado un impresionante desorden educativo. México es un país incapacitado para construir una política de Estado en materia de educación superior porque la autonomía, tal como es entendida y ejercida, lo impide estructuralmente. Cada institución hace lo que quiere o puede. Caballos del Apocalipsis, sin concierto, galopando libres, cada una según sus instintos o su entender.

Pocas cosas pueden ser tan políticamente incorrectas como las apuntadas, pero tan ciertas. La primera política de Estado en materia de educación superior, coherente con un proyecto nacional de desarrollo, es el diseño de un perfil definido de oferta educativa en el nivel superior para el conjunto del país. ¿Hacia dónde queremos como nación que se encamine la educación superior? Ni lo sabemos, ni existe espacio para dirimir esta cuestión. Si cada institución decide su propia oferta profesional, el resultado final garantizado es el caos. Si no hay dirección para la oferta educativa, no hay dirección para la educación; no hay, entonces, decisión para el futuro, que es, al final, la razón de ser de las instituciones de educación superior.

Nuestro reto es que, en el marco de una redefinición de la autonomía, las instituciones de educación superior sean capaces de crear una política de educación superior para el conjunto del país. Una ley de educación superior puede hacerlo. Un espacio de encuentro entre las instituciones del que deriven decisiones vinculatorias para todos puede dar sentido a los miles de millones que el país gasta en este nivel educativo. El asunto no es sencillo, pero es perfectamente factible mediante un rediseño de la institucionalidad de este nivel decisivo de la educación.

 
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