La Jornada Semanal,   domingo 10 de abril  de 2005        núm. 527


NMORALES MUÑOZ
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VALPARAÍSO

A la memoria de Jorge Kuri

Entrevistado en 1982 a raíz del lanzamiento de su novela The Names, Don DeLillo refiere un viaje a Europa, Medio Oriente e India, del que se desprende un replanteamiento toral: "Aprendí a hablar y a escuchar de nuevo, desde cero. El simple hecho de confrontar nuevos paisajes y lenguas frescas me hizo agudizar la vista y el habla desde la raíz; era como si entendiera griego o árabe o indio sin haberlos estudiado, como si por fin pudiera separar cabalmente un gesto de una voz, como si pudiera comunicarme más fácilmente allí que en lugares mucho más familiares."

Vale decir que la entrevista se efectuó en la época en que el novelista neoyorquino acometía por vez primera una tentativa dramatúrgica. El dato no debiera pasarse por alto, pues lo que DeLillo revela es una preocupación severa por el lenguaje, por sus usos y reciclajes, por sus posibilidades y sus límites. Un afán reflejado nítidamente en Valparaíso y El cuarto blanco, sus dos únicas obras teatrales hasta la fecha, recientemente publicadas por Ediciones El Milagro.

Joan Robbins nos advierte en el prefacio de uno de los rasgos más característicos del autor: su capacidad visionaria, demostrada plenamente en más de una docena de novelas. Pero, en lo concerniente a su teatro, DeLillo no parece ser un adelantado, ni en la forma ni en el fondo. Su par de obras resultan, más que premoniciones, observaciones críticas, vertidas con autoridad moral y rigor analítico, sobre problemas universales, según la idea del intelectual formulada por Gabriel Zaid. Escrita en 1999, en pleno arranque de los reality shows, Valparaíso es una fábula enrarecida sobre la amplificación de nuestras miserias íntimas a través de las cajas de resonancia masivas. Mediante la tragedia del protagonista, Michael Majeski, ejecutivo anodino y pequeñoburgués, se nos presenta un relato oblicuo y reiterativo sobre la despersonalización a la que nos somete la carroñería mediática. Y hay que detenerse, sobre todo, en el lenguaje; en cómo su musicalidad y poder evocativo (pues su efectividad dramática, lastrada por las reiteraciones, está por verificarse) nos transmite esa sensación de clavado al vacío que acompaña a Majeski en su odisea. Es esa evocación, junto con los planteamientos ideológicos, la fortaleza de la obra. Porque las acciones son tema aparte; incluso cuando las describe (minuciosa, obsesivamente), estas acciones físicas que DeLillo propone como signos de acción dramática son obvias, un tanto ilustrativas. Es allí donde nos caemos de la nube y recordamos que el autor escribe novelas, no teatro.

En El cuarto blanco por el contrario, hay una llaneza y una falta de pretensiones más seductora. Aunque DeLillo diga que no, resultan más que reconocibles sus influencias: Beckett, Pirandello, etcétera; pero ello le permite, de algún modo, construir un universo más sólido, pese a ser también más convencional. A diferencia de Valparaíso, el lenguaje no sólo es evocativo sino plenamente teatral; nos permite escudriñar hasta el fondo de una galería de personajes mejor trazada, mejor interrelacionada, sobre todo en el primer acto. El tono absurdista la llena de humor negro, de un ritmo uniforme y, como no sucede en Valparaíso, le quita lo informativo, lo redundante; le confiere al lenguaje, como quería el autor, una categoría de tejido a reconstruir. Todo sin que DeLillo deje de reflexionar sobre temas cardinales, como la asepsia hipócrita con la que el aparato hospitalario nos quiere ahorrar, o al menos mitigar, el dolor de la muerte, por ejemplo. El relato de la enfermera que describe el proceso de aseo de un cadáver antes de ser trasladado a la morgue resulta, aunque a los personajes no les gusta la palabra, inquietante. El segundo acto, que como en Valparaíso supone un rompimiento anecdótico y estilístico con el primero, pretende un acercamiento a la psicosis sin caer en los polos más predecibles, al tiempo que intenta un estudio sobre la actoralidad que no logra sobrepasar, salvo en el monólogo de Lynette, las impresiones de un hombre ajeno al universo del drama y de la escena.

Debemos ver en estas dos obras, más que objetos acabados para su interpretación, un par de provocaciones con huecos a rellenar. Ello sucede, aunque no exclusivamente desde luego, con el mejor teatro de ideas. El de Don DeLillo, observador corrosivo de la comedia humana, es tal, y corresponderá a sus lectores e interlocutores determinar su viabilidad para la escena.