La Jornada Semanal,   domingo 10 de abril  de 2005        núm. 527


HUGO GUTIÉRREZ VEGA

TEORÍAS ESCANDINAVAS

En 1969 acompañé a don Eduardo Suárez, embajador de México en la Gran Bretaña, a presentar credenciales en Islandia. Yo era un bisoño consejero (la experiencia de la rectoría queretana no influyó demasiado en mi proceso de maduración que, para ser sincero, está todavía a estas alturas del coctel, seriamente verde) y había leído con enorme interés varias novelas de Halldor Laxness. Por lo tanto mi visión de la prodigiosa y sencilla Islandia se centraba en los aspectos campesinos y pescadores de una isla que se asoma a los hielos de Groenlandia y que, gracias a la presencia de una corriente marina, cultiva frutas tropicales en sus bien organizados invernaderos.

Don Eduardo, secretario de Hacienda en los gobiernos de Cárdenas y de Ávila Camacho, era un hombre cordial de cultura enciclopédica, buen gourmet y mejor conocedor de vinos de todos los colores y sabores. En la embajada servían un mole de guajolote suavizado para los paladares ingleses. A falta de pulque se bebía un champaña sumamente seco. La combinación resultaba estupenda y el viejo embajador gozaba ante las caras sonrientes y sorprendidas de los comensales.

En Islandia probamos las muchas maneras de arenques y de bacalaos que forman la columna vertebral de una comida de pescadores y de campesinos. El tiburón putrefacto fue más una curiosidad que un delicatessen. En cambio, el oso bien fileteado fue una experiencia inolvidable.

Presentamos credenciales en la casa de campo del jovial presidente. La ceremonia fue rápida y el protocolo sencillo y directo. En la casa todo era un ejemplo de discreción y de funcionalidad escandinavas. Regresamos a la ciudad y paseamos por sus calles. Entramos a una nevería, pues nos habían hablado de los famosos helados de fresas silvestres (un recuerdo de la hermosa película de Ingmar Bergman). El encargado del negocio me pareció conocido. Nos atendío con prontitud y con una sonrisa un poco cómplice que, al principio, me pareció inexplicable. Cuando le pedimos la cuenta supimos que era el ministro de Relaciones Exteriores que, hacía unas horas, nos había acompañado en la presentación de credenciales. Su uniforme de nevero nos había impedido reconocerlo. Nos explicó que el servicio público en su país era voluntario y que la nevería era su modus vivendi. Esa tarde lo vimos pasar en bicicleta rumbo a su casa. Pensamos en los ministros de otros países, en sus pomposas residencias, sus enriquecimientos inexplicables, sus lujos estrambóticos, sus siniestros guardaespaldas. Islandia nos dio una lección de humildad y de civilización auténtica.

Regresé a Islandia unos años después acompañando al inolvidable embajador Vicente Sánchez Gavito. Salimos de Londres bajo una tormenta de nieve que nos obligó a desviarnos hacia Oslo. La compañía aérea nos alojó en el hermoso hotel situado enfrente del Teatro Nacional. Desde la ventana de mi cuarto se veía la estatua de Ibsen, escritor cuya obra leí completa en mis mocedades (alguna vez en mi errática vida de actor trabajé en Casa de muñecas). Nuestro anfitrión fue un alumno del gran dramaturgo noruego, Rodolfo Usigli, embajador de México. En medio de dos bebedores eximios, me convertí en una especie de Cirineo, pero escuché y aprendí muchas cosas. Vicente fue uno de nuestros mejores diplomáticos (su actuación durante la crisis cubana fue ejemplar) y un hombre bondadoso y amable. Usigli tenía ya varios años en Noruega, atendía con moderado entusiasmo los asuntos diplomáticos y era espectador habitual de todas las obras de Ibsen. Por esas fechas escribió un breve y magistral ensayo sobre Rosmersholm. Pasó la tormenta y salimos rumbo a Rejkiavik. En el aeropuerto nos despidió un cariacontecido Usigli. Nos dijo: "Pues aquí me dejan ustedes, en mi osledad". El avión enfiló hacia Islandia, la tierra de las sagas, las eddas y la gran narrativa de Laxness.