Usted está aquí: jueves 24 de marzo de 2005 Cultura Berlín, una extraña fascinación

Margo Glantz

Berlín, una extraña fascinación

Ampliar la imagen El fil�o Walter Benjamin (1892-1940), vivi� Berl� al igual que Hannah Arendt FOTO Archivo

Un concierto especial del pianista András Schaff en la Academia de Arte, situada del otro lado del muro: aún existe, mentalmente, para muchos de sus habitantes. Alguien pronuncia un discurso, me siento transportada a una sesión en yiddish como las que solía presidir mi padre en México. La manera de hablar y las palabras son familiares y con todo no las comprendo, en el recuerdo son semejantes a las que pronunciaban mi padre o sus colegas. Más tarde, en un restorancito italiano, unos señores octogenarios gesticulan, sus ademanes y su modo de conversar me traen a la memoria a mi padre y a sus amigos. ¡Qué extraño!, pienso, esta familiaridad distante con una cultura y un idioma que en cierto momento de la historia estuvieron asociados con la destrucción sistemática de los judíos de Europa. Sensación reforzada cuando visito una obra en construcción cerca de la Parisier Plaz, también en la zona este de la ciudad, cerca de la Puerta de Brandeburgo. Un conjunto enorme de estelas de tamaños diferentes, configuran lápidas situadas en gradación. Los neonazis quieren protestar cerca de allí por la destrucción de la ciudad de Dresden, bombardeada por los aliados al final de la guerra, acontecimiento que para ellos es equiparable al holocausto.

Vuelvo a resentir esa extrañeza familiar, sentimiento que Freud asoció con lo ominoso. ¡He visitado tantas veces Berlín!, me gusta tanto, tengo tantos amigos, y sin embargo, me habita, perpetuo, como una sombra, el recuerdo de que aquí operaba Hitler con su estado mayor y de que, muy cerca, en Wansee, el lago, se reunieron los principales kapos nazis para perfeccionar el proyecto que llevaría a la solución final. Paseo, recorro los museos, admiro mis cuadros predilectos, asisto a los conciertos de la filarmónica, oigo a mis pianistas preferidos, veo la Salomé de Strauss o Madame Butterfly de Puccini. Ninguna ciudad del mundo ofrece mejores oportunidades para escuchar música, ninguna tiene temporadas de ópera tan perfectas y tan constantes: dos óperas diarias en dos grandes teatros que hasta hace muy poco tiempo dirigían dos directores rivales, uno judío, Daniel Baremboim, y otro alemán, Christian Thielemann (a quien en esta visita pude ver dirigiendo la Quinta Sinfonía de Brückner en la Filármónica), quien en diversas ocasiones manifestó públicamente su encono contra Baremboim con propósitos antisemitas. Adoro Berlín, he visto a lo largo de los años cómo se ha ido modificando, y con todo, lo reitero, nunca se aparta de mí la ominosa conciencia de que en esta ciudad vivieron Walter Benjamin o Hannah Arendt, y que junto con otras figuras señeras del arte y de la cultura fueron expulsados de su patria y que muchos otros murieron en los campos de concentración.

Con mi amiga Esther Andrade, una escritora argentina que vive desde hace años en Berlín, expulsada a su vez por la dictadura militar de su país, vamos a una exposición dedicada a Minetti, el gran actor preferido de Thomas Bernhard, quien le dedicó una obra que lleva su nombre. Un video lo muestra ya muy viejo y en todo su esplendor. ¿Habrá apoyado a los nazis?, me pregunto de inmediato. No lo sé, me responde Esther, pero permaneció en Alemania y representó varias obras en Berlín entre 1933 y 1945. Como Furtwangler, le respondo, de cuya ambigua actuación sacó material Itzvan Szabo para una magnífica película. Y me altero, pues caigo en la total contradicción, la que siempre me produce estar en Alemania, todo me atrae, me fascina y me repele a la vez, me propongo entender por qué Bernhard, tan antifascista, como lo prueban varias de sus obras, entre las que destaca La plaza de los héroes, en las que denuncia los rastros palpables que en su país quedan del nazismo (como muestra flagrante, la reciente popularidad de Haider y su partido en Austria), pudo tenerle tanto afecto y admiración. Me viene a la mente, asociación instantánea, la poesía de Paul Celan, ese gran poeta que escribió en alemán, su lengua materna, materna porque su madre la había preferido al rumano, idioma que se hablaba en ese ambiguo territorio donde nació, aún bajo la influencia del imperio austro-húngaro, tan amado por otros judíos ilustres como Joseph Roth o Elías Canetti, quienes a pesar de todo, a pesar de que esa lengua fue hablada por los nazis, eligieron para expresarse el idioma alemán, para todos ellos, reitero, su lengua materna.

Ya en París me dirijo al museo del Mártir del Judaísmo, inaugurado en 1992 y que nunca había visitado. En la entrada varios muros con inscripciones, la de los nombres recuperados de los millares de judíos deportados y exterminados en los campos de concentración. Dentro, varias salas con fotografías y documentos, luego, proyecciones con entrevistas a sobrevivientes, en el estilo impuesto por Lanzmann en su documental Shoa. En una de ellas, Simone Veil, quien ocupara no hace mucho un alto puesto gubernamental, ofrece un testimonio de grave austeridad: me sobrecoge.

 
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