Usted está aquí: sábado 19 de marzo de 2005 Opinión El dilema de los diputados

Pedro Gerardo Rodríguez

El dilema de los diputados

No sabemos si los diputados de la sección instructora están leyendo las tantas mil hojas del expediente del desafuero contra Andrés Manuel López Obrador, o si hacen cálculos partidistas sobre pérdidas y ganancias electorales, o si deshojan la margarita en espera de instrucciones. No puedo dejar de pensar que hay algo de absurdo en la construcción del voluminoso expediente. Algo es seguro: todos esperamos que los diputados se despojen de sus malos hábitos y logren un acuerdo basado en la mejor razón y en principios de carácter ético.

A primera vista y a la luz de la experiencia, se trata de una tarea imposible. Pero ahora no se trata de juzgar lo que han sido los diputados, sino de preguntarnos lo que deben ser. Si tan siquiera pudiéramos esperar que escucharán algo más que la vocecilla del interés partidario. Es un error creer que tienen la última palabra; sólo tienen la suya.

Los argumentos expuestos por un grupo de intelectuales en favor de la prudencia son dignos de meditar; también aquellos argumentos que los llaman a no pronunciarse por la ilegalidad en nombre de la paz social. Tienen razón los intelectuales cuando piden pensar en las graves consecuencias que tendría desaforar a quien no sólo encabeza las preferencias electorales, sino que es considerado víctima de una injusticia por importantes grupos de la población. El Presidente sabe de eso; en el caso Atenco se la vio con el dilema y optó por la paz social. Ahora Fox rechaza el dilema.

Es innegable que no podemos seguir tolerando la ilegalidad en este país, pero resulta imprudente su afán de convertir el caso de El Encino en ejemplo de justicia para las nuevas generaciones. Es imprudente, asimismo, asumir como tarea la de evitar que sigamos en el monumental engaño de creer a López Obrador. Es imprudente, en fin, asumir el rol de agorero del desastre que nos espera si el tabasqueño llega a Los Pinos. A pesar de su protagonismo partidista, Fox tiene razón cuando dice que la ley ha de aplicarse al margen de cualquier otra consideración. En este momento sería catastrófico legitimar la ilegalidad en el nombre de la estabilidad.

También tienen razón quienes llaman a la prudencia -no al silencio-. Negar la posibilidad de la turbulencia social y creer ingenuamente en la solidez de las instituciones de la democracia es apenas jugar con las palabras y los deseos. El problema no es si el desafuero inhabilita a López Obrador para contender por la Presidencia, sino el potencial conflictivo de una medida considerada injusta por un importante grupo de la población. Esta es una sociedad agraviada desde hace muchos años por el uso abusivo del poder. Las encuestas indican, y los hechos corroboran, que una cantidad considerable de mexicanos no cree en el valor de la ley como recurso de justicia, ni como mecanismo de convivencia.

Ojalá los diputados no se hagan ilusiones. En las próximas semanas México no podrá sacarse de la manga una ciudadanía moralmente autónoma, apegada a la ley y con un fuerte compromiso hacia la democracia. No se puede garantizar la plena vigencia del estado de derecho democrático con discursos.

El estado de derecho no es sólo la urdimbre jurídica, sino incluye el imaginario social y las prácticas institucionales. Los regímenes autoritarios usan unilateralmente el recurso de integración que significa la ley, y convierten a inocentes y culpables en víctimas; en contrapartida, siempre están en riesgo de ser desbordados por la ilegalidad en nombre de la justicia. Nuestro estado de derecho autoritario ha entrado en proceso de descomposición, pero no ha muerto; el sistema de derecho democrático no acaba de nacer. Vivimos una especie de limbo. El ciudadano quiere justicia, aunque sea al margen de la ley, y la autoridad impone la ley, aunque sea al margen de la justicia. De un lado el culto a la ilegalidad; del otro, como complemento, el culto al legalismo.

Para completar existe otro dilema, no menos complejo, que necesariamente tendrían que enfrentar los diputados si operan con autonomía moral: desaforar a López Obrador dando por válido y justo el argumento legal que invoca el Presidente, o no desaforarlo por el deber moral de oponerse a una acción injusta, aunque sea legal.

En el estado de derecho democrático, el argumento tautológico de obedecer y aplicar la ley porque es la ley no sirve. Pues la obediencia a la ley -como dice Habermas- depende de un reconocimiento reflexivo de la propia ley, a la luz de una aspiración de justicia. Hay un valor moral en el apego a la ley, es cierto; también lo hay en oponerse a ella cuando es injusta. El ciudadano moralmente autónomo sabe que la ley es un lazo de convivencia, pero mantiene viva la desconfianza, pues también sabe que las injusticias suelen arroparse bajo formas legales. Frente a una injusticia legal el ciudadano democrático se enfrenta al dilema de optar entre el apego a la ley y el apego a los principios de justicia. Si opta por los principios de justicia tendrá que hacerlo de manera argumentada (sin poner en cuestión el sistema democrático en su conjunto), a la luz pública y de manera pacífica. En un estado de derecho democrático el gobierno no puede esperar obediencia jurídica incondicional, sino solamente obediencia cualificada. La tendrá sólo si apoya sus decisiones en principios de justicia. La obediencia cualificada de la ley y la resistencia pacífica ante la injusticia son la última garantía del estado de derecho democrático para evitar regresiones autoritarias.

Confrontarse y resolver estos dilemas nada tiene que ver con apoyar o rechazar la candidatura de López Obrador. Aún más, requiere mantener en suspenso filias y fobias políticas. Los seguidores de López Obrador y sus adversarios políticos no tienen, en este caso, dilemas políticos o éticos: ya resolvieron de antemano de qué lado están la razón legal y la justicia.

El proceso a López Obrador está en su fase crítica y todo es posible. La inclinación al absurdo -la ilegalidad, la imprudencia, la injusticia- resulta temible porque es bien posible. ¿Nos salvarán los diputados de las imprudencias del Presidente? ¿Nos salvarán del legalismo autoritario? ¿Nos salvarán del culto a la ilegalidad? ¿Nos protegerán de nosotros mismos?

 
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