La Jornada Semanal,   domingo 27 de febrero  de 2005        núm. 521

Cees Nooteboom

El marinero sin labios

Georgetown, a la hora más ardiente de la tarde. El pequeño carguero a bordo del que realizaba mi viaje, permanecía amarrado luego de dos días en el ruinoso muelle de madera de una firma inglesa, para la que habíamos traído un cargamento procedente de Santiago de Cuba. Eran ya dos días que prácticamente no había dormido: no había aire acondicionado a bordo y en mi cabina, mucho muy pequeña, uno sentía que se ahogaba. Además, la tripulación trabajaba noche y día, haciendo funcionar las máquinas, molestia a la que no acababa de acostumbrarme luego de seis semanas en alta mar. Por la tarde, me esforzaba en beber tanto como podía en una de las estropeadas salas de baile de la colonia, lo suficiente para no vomitar, pero para regresar a bordo embrutecido por el alcohol al grado de acabar durmiéndome, ignorando así el alboroto de la descarga y el lacerante calor, que incluso en la noche persistía en mi cabina.

La terraza del club, donde un agente de la compañía marítima me había presentado, estaba desierta, sólo el zumbido agobiante del ventilador, encima de mi cabeza, se manifestaba, y me irritaba lo suficiente para impedirme dormir. Me preguntaba, por enésima vez, lo que me había llevado ¡en nombre del cielo!, a pagar un pasaje en el carguero más pequeño de un naviero de América Central que era más bien clandestino, cuando escuché que alguien hacía crujir los escalones conducentes a la terraza. Era Olsen, el teniente. Me preguntó si podía sentarse conmigo, lo que me sorprendió un poco, pues era un hombre que por lo regular permanecía apartado. Su trabajo exigía que estuviera casi siempre de guardia cuando yo iba a comer, dicho de otro modo, apenas habíamos tenido la ocasión de familiarizarnos. Una vez, le había preguntado cómo era que se encontraba trabajando para este oscuro naviero, y me había respondido lacónicamente que la vida en Puerta C., el puerto de matrícula, le gustaba mucho, y que era mejor en todo caso estar ausente de su hogar dos meses seguidos que dos años, como con su empleador precedente, una compañía noruega.

Permanecimos un momento sentados uno al lado del otro sin decir nada. Viendo el sudor escurrir por su rostro, hice un comentario respecto al calor. Para mi sorpresa, prosiguió la plática. Se puso a comparar las temperaturas de los diferentes sitios donde el barco anclaba regularmente; llegado el fin de su pequeña explicación, me ofreció un whisky, que yo acepté esperando ver al oficial salir un poco más de su reserva, pues el romanticismo con el que yo había contado en un viaje tan azaroso, aún no aparecía, y se revelaba que las historias de marinos que yo había esperado escuchar en boca de los mismos personajes se divulgaban por doquier menos en los barcos.

A esto se agregaba el hecho de que el capitán encontraba mi presencia inoportuna; por lo general, la única cabina destinada al pasaje permanecía libre. El capitán se limitaba a las cortesías de rigor y nada más. El segundo de a bordo era un imbécil que pasaba su tiempo libre en la cabina del jefe de máquinas, donde mi presencia aparentemente no era bienvenida. El único sobre el que había guardado mis esperanzas era Olsen, pero esto había sido en vano hasta entonces. Aunque todo cambió aquella ocasión. Ese mismo día, después de haber supervisado la descarga, tenía libre el resto de la tarde y la noche. Luego de nuestro cuarto o quinto whisky, le propuse ir a comer juntos a un sitio que conociera. Aceptó y llamamos un taxi que nos dejó frente a un maltrecho restaurante chino, un sepulcro, en alguna parte atrás de High Street. Olsen decidió tomar una mesa sobre la varenga, en la parte posterior del caserón. "Se tiene una bonita vista de ahí", dijo con tono burlón. La vista en cuestión era un pequeño solar cerrado donde se erigían dos aguacates grises de polvo y una palma moribunda. El suelo estaba sucio y tapizado de latas de conservas y de botellas rotas. La comida tenía un gusto raro, algunos volovanes dulzones que parecían echados a perder, los siguientes tóxicos y muy condimentados, y parecía que el humor de Olsen casaba por completo con aquello, pues luego de haber mantenido un tono tranquilo durante un cierto tiempo, se lanzó, o me lanzó, una indirecta venenosa. Esto me puso febril, pero yo no dejaba entrever nada. Me preguntaba si Olsen toleraba o no el alcohol, si no iba, al final de la velada, a buscar pelearse conmigo. Comía a manos llenas, quejándose en tanto de la comida de a bordo, sin dejar de beber cantidades impresionantes de Milk Stout1 , que calificaba de "agua para fregar".

Anochecía. Ya no decíamos nada. Lentamente, la noche nos engulló, ambos subyugados por los ruidos extraños a los que yo intentaba dar un nombre al capricho de mi humor de pronto melancólico: el croar de las ranas, el lamento de los kiskadee2 y la eterna estridencia del chirrido de los grillos gigantes.

"Vamos", dijo Olsen. Yo le pregunté adónde. "Con mi madre", respondió. Alcé los hombros y él apuró el paso. Anduvimos por calles mal iluminadas. De las casas provenían a menudo sonidos de música india. Me habría gustado detenerme un momento a escuchar, pero estaba seguro de que Olsen habría seguido su camino, y si bien mi deseo de salir en su compañía se había atenuado un poco, la idea de pasar otra tarde solo, en todo tipo de establecimientos donde la gente me importunaba permanentemente diciéndome que los siguiera a algún sitio o queriendo sonsacarme algo, ya no me seducía.

Pero con Olsen no llegué a otro lugar diferente. Se trataba de un club nocturno, como decían, al que había ido desde la primera noche. Algunos negros rondaban a las chicas de rigor, y éstas eran las mismas que entonces, dos o tres chinas, dos o tres indias, dos negras, todas desaliñadas, gordas la mayoría, todas poco apetecibles. Fueron a nuestro encuentro y nos propusieron bailar, pero Olsen les soltó algunas dulzuras que desencadenaron un pleito, y fue necesaria la intervención del dueño para que volviera la calma. Olsen ordenó una botella de whisky y, de venenosas, sus confidencias se volvieron también melancólicas. "El mar, no es nada, decía, un poco de gris, de verde, de negro y siempre la misma cosa, la misma cosa, la misma cosa. Hay que estar loco para hacerse marino.

Hacer guardia. Cuatro suben, cuatro bajan. Ver si hay otro barco a la vista o no. Y de golpe, ya está. Un puerto. Pilotaje práctico, aduana, servicio médico, descarga. ¿A tierra? Ni pensarlo. Supervisar el cargamento. Pilotaje práctico. Zarpar. Hacer guardia. Escuchar el radio. Y nunca pasa nada."

Toleré toda su perorata, incluso las migajas del periódico de a bordo que recitó enseguida. La música estaba fuerte, pero la mayoría de las veces ni siquiera le ponía atención, y de pronto Olsen me da un golpe en el flanco. "Querías romanticismo, ¿no?, decía, pagaste por esto. Es lo que todos los idiotas que a veces viajan en uno de nuestros cargueros de mierda quieren, romanticismo. Pero el romanticismo y la vida de un marino, eso no rima." Reía. Su rostro un poco achatado, enrojecido, con ojos de un azul deslavado iba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, las lágrimas rodaban por sus mejillas, pero reír, eso no le iba. Con su mano sudorosa me agarró del cuello y me giró la cabeza de forma que viera la puerta. "Toma tu romanticismo", resopló con un tono de conspiración. El romanticismo que entraba eran dos o tres marinos de nuestro barco, y frente a ellos, el marinero sin labios. "¿Verdad que es romántico", resopló Olsen, "un marino sin labios? ¿Quieres que te cuente cómo los perdió?"

Me desentendí y le dije que se callara. "Le tienes miedo", me dijo –y era verdad. Desde el primer día que estuve a bordo, el rostro de este hombre me había obsesionado. Sabía que debía de haber sido un hombre apuesto antes de encontrarse atrozmente desfigurado. Era longilíneo, ágil, un bailarín, tenía el cabello con reflejos azulados, color ala de cuervo, los ojos feroces, más negros aún que su cabello. El resto de la cara estaba cruelmente marcada por su mutilación, excepto la frente que permanecía fría e indiferente a lo que había pasado más abajo.

Yo había visto en él a un indio con un poco de sangre criolla, sobre todo después de haber sabido que venía de Trinidad, pero constaté más tarde en la nómina que portaba un nombre portugués. Era mitad portugués, mitad indio. Luego de que hubimos zarpado, pasaron algunos días sin que lo viera, hasta una noche en la que, no pudiendo ya estar confinado en el horno que me servía de cabina, padeciendo el perpetuo martilleo de la maquinaria, había bajado y había abierto tontamente una puerta tras la que escuché voces. Como el lugar estaba apenas iluminado, no vi más que los contornos vagos y fantasmales de formas inclinadas unas contra otras, como espectros que se habían reunido para ultimar la venganza que pretendían ejecutar sobre un ser vivo. Mientras que un olor acre e inquietante de marihuana llegaba hasta mí en una vaharada de humo, este grande, este espeluznante rostro surgió de pronto frente a mí bañado en la luz azul de la lámpara del pasillo, la boca sin labios resoplándome: "Not for passengers, sir." Asustado, como si un terrible castigo fuera a sancionar mi intromisión, subí como galgo las escaleras, mis zapatos repiqueteando sobre los estrechos escalones metálicos.

Luego de esto, pasé algún tiempo sin verlo, salvo en tierra, pues por alguna oscura razón sucedía que íbamos a los mismos bares. Cuando había música, bailaba sin parar. Ninguna mujer lo rechazaba, al contrario, parecía que llevaba una distinción honorífica que atraía misteriosa e irresistiblemente a todas las mujeres. Ahora, ya conociendo la historia por labios de Olsen, me pregunto si estas mujeres sabían o no lo que le había sucedido.

Todo el tiempo que permanecí abismado en mis pensamientos, Olsen había fijado sus ojos en mí, lo que yo no ignoraba. En el fondo, únicamente esperaba el momento en el que retomara su malévolo cuchicheo. Y no tardó mucho. "¿Lo ves bailar?", me preguntó. No respondí. "¿Lo viste cuando bailaba en Kingston?" Sin entender a dónde quería llegar, lo miré. "¿Kingston?", repetía en un tono interrogador. Asentí con la cabeza. "¿Willemstad?", preguntó entonces. Moví la cabeza afirmativamente. "Y en Ciudad Trujillo, ahí también bailó", prosiguió Olsen, con un aire casi triunfante. "Sí." Se detuvo un segundo, para conseguir aún más efecto. "Pero no en San Juan", retomó, "pues fue ahí donde pasó todo." Mientras él esperaba que le preguntara qué había pasado, interrogaba a mi memoria para confirmar si lo había visto o no en San Juan. No lo había visto. "Fue ahí donde pasó", prosiguió Olsen, lloriqueando. Pero como ya sabía que me contaría lo siguiente sin importar lo que ocurriera, me serví de nuevo un trago y esperé.

Olsen, por su parte, tomó de la botella misma. El whisky buscó su camino por las comisuras de la boca y escurrió del mentón al traje, el marino siguiendo las gotitas con un aire despavorido. Ya estaba completamente ebrio, pero de una manera contenida, al borde del sentimentalismo.

"Hace al menos cinco años de eso", comenzó, "y sucedió en Puerto Rico, en un cabaret de San Juan cuyo nombre no recuerdo.

"En ese tiempo, ya navegaba para la compañía, y debía tener algo así como diecisiete años, creo. Yo, hacía dos años que trabajaba para este naviero, y entonces aún me tomaba la molestia, en la tarde, de echar una platicada con los marineros, en el puente trasero, cuando me aburría. Entendía esa horrorosa jerga que hablan entre ellos, y como en ese tiempo me apreciaban, no escondían nada. Sus conversaciones eran sobre mujeres, claro, es la única cosa de la que hablan, además de los oficiales y del dinero. Él permanecía ahí contentándose con sonreír de lo que se decía, era un joven muy guapo, y se podía suponer que tenía mucho éxito con las mujeres en los puertos. A menudo sucedía que los otros lo molestaban, por qué nunca los acompañaba, y él decía que tenía sus contactos. Habría apostado algunos dólares a que jamás se había acostado con una mujer, pero por supuesto, él prefería presumir un poco. También los otros pensaban como yo, por eso nos pusimos de acuerdo para llevarlo a una casa de mujeres3, en San Juan, puerto hacia el que nos dirigíamos con un cargamento de trigo, si bien recuerdo. La mayoría de las veces yo no salía con los marinos, pero en esa época aún no era teniente, y además no había mucha opción.

"En fin, llegamos a San Juan, y cuando anocheció, salimos. Él estaba nervioso, una pila eléctrica se podría decir. Entramos a un antro, una copa, otra copa, él también, claro, pero fuera de eso no pasaba nada, hasta que uno de nosotros le dijo: ‘¿No está bien para ti aquí?’

"Comprendiendo que esta vez no iba a escapar, se levanta. Aún lo veo caminar, entre esos muebles de peluche rojo, lámparas con cuentas de vidrio y tipos achispados –avanzó con los ojos cerrados hasta la primera mujer que encontró a su paso, y se fue con ella. Nosotros, sólo esperamos. Más tarde aparece como si nada, aunque la mujer no dejaba de repegársele.

"Con nosotros podía fanfarronear, pero ella, ella por supuesto había descubierto que él no tenía ninguna experiencia y que estaba nervioso como una pila. Eso siempre les gusta a las mujeres de ahí, más aún si se trata de un muchacho guapo como él. Ella hizo lo que ahí se acostumbra: le hizo prometer que volvería para verla, a ella y a ninguna otra, y él pensó que era parte del juego, prometió todo lo que ella le exigía, por supuesto que no, no vería nunca a otra, nunca de los nuncas.

A medida que avanzaba la noche, él mostraba más entusiasmo, pagaba rondas, y ya en la madrugada, nos invitó a otro lado. Podíamos hacerlo, puesto que habíamos fondeado esa vez prácticamente una semana en San Juan."

En este punto de la historia, Olsen se empinó de nuevo la botella de whisky, y ambos dirigimos nuestra mirada hacia el hombre de la horrible máscara, que bailaba y hablaba a algunos metros de nosotros, como si no estuviéramos hablando del drama de su vida.

Olsen sacudió la cabeza. Parecía de una manera u otra afectado extrañamente por la historia que él mismo contaba. "Era completamente estúpido", dijo, "muy estúpido. Ya sabes cómo son los jóvenes aquí, en América del Sur. De lo que están más orgullosos, es de las tres mil mujeres cuyas fotos coleccionan. Y él no era la excepción a la regla. Iba a probar que ya no era un mequetrefe. Tres noches seguidas tuvimos que acompañarlo, en cada ocasión a un sitio distinto, y cada ocasión se iba con otra mujer, ahí dejó todo su sueldo. Sólo al cuarto día regresamos a donde habíamos ido la primera vez. He llegado a preguntarme si no le advirtieron de nada a propósito, pues no es el primero al que le pasa esto en San Juan.

"Cuando entramos, se hizo un silencio de muerte en la sala. Nadie se movía. Sentía que algo anormal sucedía, y en el instante en el que me aprestaba a decirles que nos fuéramos de ahí, entró la mujer, ésa con la que se había ido la primera vez. Irradiaba alegría, pero no decía nada. Se detuvo un instante en la puerta mientras lo veía, luego de golpe, astuta, y dando saltitos como un pájaro, se acercó a él, con los brazos bien abiertos, y él, orgulloso de este éxito del que todos éramos testigos, fue a su encuentro, y ella cerró sus pequeños brazos blancos alrededor de él y lo besó en la boca, impetuosamente, y con la navaja que tenía en la boca, le cercenó los labios oprimiendo contra ella la cabeza ensangrentada.

"Entonces…" Olsen, sonrojado y excitado ya, se disponía a continuar su historia cuando de pronto sintió la extraña mano morena sobre su hombro. El marinero sin labios se inclinó sobre él y dijo con su voz deforme: "Capitán, cuando haya terminado con su historia, ¿vendría a tomarse una copa a la barra?" Olsen me dirigió un vago gesto desesperado, pero el marinero negó con la cabeza. "Crew only", me dijo. Olsen se levantó con esfuerzos. Vi claramente que tenía miedo.
 

En 1957 Cees Nooteboom (La Haya, 1933) se enroló como auxiliar a bordo del carguero Gran Río, que lo llevaría por Trinidad, la Guyana Británica y Surinam. Un periplo hasta cierto punto iniciático, cuyo fruto literario sería una serie de textos envueltos en un aura de crueldad, sexo y sadismo. Nooteboom es sin duda el escritor holandés contemporáneo más reconocido internacionalmente. Viajero incansable, su narrativa está muy apegada a la literatura de viajes, mismos que le han ganado una fama de globetrotter y han conferido una agudeza descriptiva a su obra.

1 Cerveza muy oscura y de gusto dulce debido a la adición de lactosa en su fabricación. (N. del T.)

2 Pitangus sulphuratus, ave típica, casi emblemática, de Surinam. (N. del T.)

3 En español en el original (N. del T.)

TRADUCIDO DEL FRANCÉS POR JOSÉ ABDÓN FLORES