Cees Nooteboom El marinero sin labios
La terraza del club, donde un agente de la compañía marítima me había presentado, estaba desierta, sólo el zumbido agobiante del ventilador, encima de mi cabeza, se manifestaba, y me irritaba lo suficiente para impedirme dormir. Me preguntaba, por enésima vez, lo que me había llevado ¡en nombre del cielo!, a pagar un pasaje en el carguero más pequeño de un naviero de América Central que era más bien clandestino, cuando escuché que alguien hacía crujir los escalones conducentes a la terraza. Era Olsen, el teniente. Me preguntó si podía sentarse conmigo, lo que me sorprendió un poco, pues era un hombre que por lo regular permanecía apartado. Su trabajo exigía que estuviera casi siempre de guardia cuando yo iba a comer, dicho de otro modo, apenas habíamos tenido la ocasión de familiarizarnos. Una vez, le había preguntado cómo era que se encontraba trabajando para este oscuro naviero, y me había respondido lacónicamente que la vida en Puerta C., el puerto de matrícula, le gustaba mucho, y que era mejor en todo caso estar ausente de su hogar dos meses seguidos que dos años, como con su empleador precedente, una compañía noruega. Permanecimos un momento sentados uno al lado del otro sin decir nada. Viendo el sudor escurrir por su rostro, hice un comentario respecto al calor. Para mi sorpresa, prosiguió la plática. Se puso a comparar las temperaturas de los diferentes sitios donde el barco anclaba regularmente; llegado el fin de su pequeña explicación, me ofreció un whisky, que yo acepté esperando ver al oficial salir un poco más de su reserva, pues el romanticismo con el que yo había contado en un viaje tan azaroso, aún no aparecía, y se revelaba que las historias de marinos que yo había esperado escuchar en boca de los mismos personajes se divulgaban por doquier menos en los barcos. A esto se agregaba el hecho de que el capitán encontraba mi presencia inoportuna; por lo general, la única cabina destinada al pasaje permanecía libre. El capitán se limitaba a las cortesías de rigor y nada más. El segundo de a bordo era un imbécil que pasaba su tiempo libre en la cabina del jefe de máquinas, donde mi presencia aparentemente no era bienvenida. El único sobre el que había guardado mis esperanzas era Olsen, pero esto había sido en vano hasta entonces. Aunque todo cambió aquella ocasión. Ese mismo día, después de haber supervisado la descarga, tenía libre el resto de la tarde y la noche. Luego de nuestro cuarto o quinto whisky, le propuse ir a comer juntos a un sitio que conociera. Aceptó y llamamos un taxi que nos dejó frente a un maltrecho restaurante chino, un sepulcro, en alguna parte atrás de High Street. Olsen decidió tomar una mesa sobre la varenga, en la parte posterior del caserón. "Se tiene una bonita vista de ahí", dijo con tono burlón. La vista en cuestión era un pequeño solar cerrado donde se erigían dos aguacates grises de polvo y una palma moribunda. El suelo estaba sucio y tapizado de latas de conservas y de botellas rotas. La comida tenía un gusto raro, algunos volovanes dulzones que parecían echados a perder, los siguientes tóxicos y muy condimentados, y parecía que el humor de Olsen casaba por completo con aquello, pues luego de haber mantenido un tono tranquilo durante un cierto tiempo, se lanzó, o me lanzó, una indirecta venenosa. Esto me puso febril, pero yo no dejaba entrever nada. Me preguntaba si Olsen toleraba o no el alcohol, si no iba, al final de la velada, a buscar pelearse conmigo. Comía a manos llenas, quejándose en tanto de la comida de a bordo, sin dejar de beber cantidades impresionantes de Milk Stout1 , que calificaba de "agua para fregar". Anochecía. Ya no decíamos nada. Lentamente, la noche nos engulló, ambos subyugados por los ruidos extraños a los que yo intentaba dar un nombre al capricho de mi humor de pronto melancólico: el croar de las ranas, el lamento de los kiskadee2 y la eterna estridencia del chirrido de los grillos gigantes. "Vamos", dijo Olsen. Yo le pregunté adónde. "Con mi madre", respondió. Alcé los hombros y él apuró el paso. Anduvimos por calles mal iluminadas. De las casas provenían a menudo sonidos de música india. Me habría gustado detenerme un momento a escuchar, pero estaba seguro de que Olsen habría seguido su camino, y si bien mi deseo de salir en su compañía se había atenuado un poco, la idea de pasar otra tarde solo, en todo tipo de establecimientos donde la gente me importunaba permanentemente diciéndome que los siguiera a algún sitio o queriendo sonsacarme algo, ya no me seducía. Pero con Olsen no llegué a otro lugar diferente. Se trataba de un club nocturno, como decían, al que había ido desde la primera noche. Algunos negros rondaban a las chicas de rigor, y éstas eran las mismas que entonces, dos o tres chinas, dos o tres indias, dos negras, todas desaliñadas, gordas la mayoría, todas poco apetecibles. Fueron a nuestro encuentro y nos propusieron bailar, pero Olsen les soltó algunas dulzuras que desencadenaron un pleito, y fue necesaria la intervención del dueño para que volviera la calma. Olsen ordenó una botella de whisky y, de venenosas, sus confidencias se volvieron también melancólicas. "El mar, no es nada, decía, un poco de gris, de verde, de negro y siempre la misma cosa, la misma cosa, la misma cosa. Hay que estar loco para hacerse marino. Hacer guardia. Cuatro suben, cuatro bajan. Ver si hay otro barco a la vista o no. Y de golpe, ya está. Un puerto. Pilotaje práctico, aduana, servicio médico, descarga. ¿A tierra? Ni pensarlo. Supervisar el cargamento. Pilotaje práctico. Zarpar. Hacer guardia. Escuchar el radio. Y nunca pasa nada."
Me desentendí y le dije que se callara. "Le tienes miedo", me dijo –y era verdad. Desde el primer día que estuve a bordo, el rostro de este hombre me había obsesionado. Sabía que debía de haber sido un hombre apuesto antes de encontrarse atrozmente desfigurado. Era longilíneo, ágil, un bailarín, tenía el cabello con reflejos azulados, color ala de cuervo, los ojos feroces, más negros aún que su cabello. El resto de la cara estaba cruelmente marcada por su mutilación, excepto la frente que permanecía fría e indiferente a lo que había pasado más abajo. Yo había visto en él a un indio con un poco de sangre criolla, sobre todo después de haber sabido que venía de Trinidad, pero constaté más tarde en la nómina que portaba un nombre portugués. Era mitad portugués, mitad indio. Luego de que hubimos zarpado, pasaron algunos días sin que lo viera, hasta una noche en la que, no pudiendo ya estar confinado en el horno que me servía de cabina, padeciendo el perpetuo martilleo de la maquinaria, había bajado y había abierto tontamente una puerta tras la que escuché voces. Como el lugar estaba apenas iluminado, no vi más que los contornos vagos y fantasmales de formas inclinadas unas contra otras, como espectros que se habían reunido para ultimar la venganza que pretendían ejecutar sobre un ser vivo. Mientras que un olor acre e inquietante de marihuana llegaba hasta mí en una vaharada de humo, este grande, este espeluznante rostro surgió de pronto frente a mí bañado en la luz azul de la lámpara del pasillo, la boca sin labios resoplándome: "Not for passengers, sir." Asustado, como si un terrible castigo fuera a sancionar mi intromisión, subí como galgo las escaleras, mis zapatos repiqueteando sobre los estrechos escalones metálicos. Luego de esto, pasé algún tiempo sin verlo, salvo en tierra, pues por alguna oscura razón sucedía que íbamos a los mismos bares. Cuando había música, bailaba sin parar. Ninguna mujer lo rechazaba, al contrario, parecía que llevaba una distinción honorífica que atraía misteriosa e irresistiblemente a todas las mujeres. Ahora, ya conociendo la historia por labios de Olsen, me pregunto si estas mujeres sabían o no lo que le había sucedido. Todo el tiempo que permanecí abismado en mis pensamientos, Olsen había fijado sus ojos en mí, lo que yo no ignoraba. En el fondo, únicamente esperaba el momento en el que retomara su malévolo cuchicheo. Y no tardó mucho. "¿Lo ves bailar?", me preguntó. No respondí. "¿Lo viste cuando bailaba en Kingston?" Sin entender a dónde quería llegar, lo miré. "¿Kingston?", repetía en un tono interrogador. Asentí con la cabeza. "¿Willemstad?", preguntó entonces. Moví la cabeza afirmativamente. "Y en Ciudad Trujillo, ahí también bailó", prosiguió Olsen, con un aire casi triunfante. "Sí." Se detuvo un segundo, para conseguir aún más efecto. "Pero no en San Juan", retomó, "pues fue ahí donde pasó todo." Mientras él esperaba que le preguntara qué había pasado, interrogaba a mi memoria para confirmar si lo había visto o no en San Juan. No lo había visto. "Fue ahí donde pasó", prosiguió Olsen, lloriqueando. Pero como ya sabía que me contaría lo siguiente sin importar lo que ocurriera, me serví de nuevo un trago y esperé. Olsen, por su parte, tomó de la botella misma. El whisky buscó su camino por las comisuras de la boca y escurrió del mentón al traje, el marino siguiendo las gotitas con un aire despavorido. Ya estaba completamente ebrio, pero de una manera contenida, al borde del sentimentalismo. "Hace al menos cinco años de eso", comenzó, "y sucedió en Puerto Rico, en un cabaret de San Juan cuyo nombre no recuerdo.
"En fin, llegamos a San Juan, y cuando anocheció, salimos. Él estaba nervioso, una pila eléctrica se podría decir. Entramos a un antro, una copa, otra copa, él también, claro, pero fuera de eso no pasaba nada, hasta que uno de nosotros le dijo: ‘¿No está bien para ti aquí?’ "Comprendiendo que esta vez no iba a escapar, se levanta. Aún lo veo caminar, entre esos muebles de peluche rojo, lámparas con cuentas de vidrio y tipos achispados –avanzó con los ojos cerrados hasta la primera mujer que encontró a su paso, y se fue con ella. Nosotros, sólo esperamos. Más tarde aparece como si nada, aunque la mujer no dejaba de repegársele. "Con nosotros podía fanfarronear, pero ella, ella por supuesto había descubierto que él no tenía ninguna experiencia y que estaba nervioso como una pila. Eso siempre les gusta a las mujeres de ahí, más aún si se trata de un muchacho guapo como él. Ella hizo lo que ahí se acostumbra: le hizo prometer que volvería para verla, a ella y a ninguna otra, y él pensó que era parte del juego, prometió todo lo que ella le exigía, por supuesto que no, no vería nunca a otra, nunca de los nuncas. A medida que avanzaba la noche, él mostraba más entusiasmo, pagaba rondas, y ya en la madrugada, nos invitó a otro lado. Podíamos hacerlo, puesto que habíamos fondeado esa vez prácticamente una semana en San Juan." En este punto de la historia, Olsen se empinó de nuevo la botella de whisky, y ambos dirigimos nuestra mirada hacia el hombre de la horrible máscara, que bailaba y hablaba a algunos metros de nosotros, como si no estuviéramos hablando del drama de su vida. Olsen sacudió la cabeza. Parecía de una manera u otra afectado extrañamente por la historia que él mismo contaba. "Era completamente estúpido", dijo, "muy estúpido. Ya sabes cómo son los jóvenes aquí, en América del Sur. De lo que están más orgullosos, es de las tres mil mujeres cuyas fotos coleccionan. Y él no era la excepción a la regla. Iba a probar que ya no era un mequetrefe. Tres noches seguidas tuvimos que acompañarlo, en cada ocasión a un sitio distinto, y cada ocasión se iba con otra mujer, ahí dejó todo su sueldo. Sólo al cuarto día regresamos a donde habíamos ido la primera vez. He llegado a preguntarme si no le advirtieron de nada a propósito, pues no es el primero al que le pasa esto en San Juan. "Cuando entramos, se hizo un silencio de muerte en la sala. Nadie se movía. Sentía que algo anormal sucedía, y en el instante en el que me aprestaba a decirles que nos fuéramos de ahí, entró la mujer, ésa con la que se había ido la primera vez. Irradiaba alegría, pero no decía nada. Se detuvo un instante en la puerta mientras lo veía, luego de golpe, astuta, y dando saltitos como un pájaro, se acercó a él, con los brazos bien abiertos, y él, orgulloso de este éxito del que todos éramos testigos, fue a su encuentro, y ella cerró sus pequeños brazos blancos alrededor de él y lo besó en la boca, impetuosamente, y con la navaja que tenía en la boca, le cercenó los labios oprimiendo contra ella la cabeza ensangrentada. "Entonces…" Olsen, sonrojado y excitado
ya, se disponía a continuar su historia cuando de pronto sintió
la extraña mano morena sobre su hombro. El marinero sin labios se
inclinó sobre él y dijo con su voz deforme: "Capitán,
cuando haya terminado con su historia, ¿vendría a tomarse
una copa a la barra?" Olsen me dirigió un vago gesto desesperado,
pero el marinero negó con la cabeza. "Crew only", me dijo.
Olsen se levantó con esfuerzos. Vi claramente que tenía miedo.
En 1957 Cees Nooteboom (La Haya, 1933) se enroló como auxiliar a bordo del carguero Gran Río, que lo llevaría por Trinidad, la Guyana Británica y Surinam. Un periplo hasta cierto punto iniciático, cuyo fruto literario sería una serie de textos envueltos en un aura de crueldad, sexo y sadismo. Nooteboom es sin duda el escritor holandés contemporáneo más reconocido internacionalmente. Viajero incansable, su narrativa está muy apegada a la literatura de viajes, mismos que le han ganado una fama de globetrotter y han conferido una agudeza descriptiva a su obra. 1 Cerveza muy oscura y de gusto dulce debido a la adición de lactosa en su fabricación. (N. del T.) 2 Pitangus sulphuratus, ave típica, casi emblemática, de Surinam. (N. del T.) 3 En español en el original (N. del T.) TRADUCIDO DEL FRANCÉS POR JOSÉ ABDÓN FLORES |