Usted está aquí: lunes 21 de febrero de 2005 Cultura Rastreador

Hermann Bellinghausen

Rastreador

La marca en el agua es turbia. La turbiedad es la marca. Le brilla en los ojos a Jonás la certidumbre de que ya casi los alcanza. Las últimas horas creyó que los perdía, que escapaban los saqueadores que se hicieron pasar por investigadores, llevando el libro del pueblo que contiene las palabras de los antiguos, sus dibujos, sus numeraciones secretas, el pulso de ese tiempo de los tiempos.

Jonás insistió en que la gente debía desconfiar. No lo escucharon bien. Fueron hábiles los dizque arqueólogos. Convencieron al cabildo de ancianos de permitirles llevarse el libro por las buenas, mostrando de entrada una carta del gobierno donde ordenaba al pueblo entregar la ''pieza'' para su restauración y exhibición temporal en una vitrina climatizada de luz fría. En la capital se habla del Museo de Ciencias Arqueológicas y de la Academia de Historia, aunque todo apunta a una galería privada sin más derecho sobre la "pieza" que pertenecer a la empresa que pagará la restauración, el seguro sobre patrimonio cultural y la cuota de patente en Chicago.

Al pueblo el procedimiento lo tuvo sin cuidado. Cedió el cabildo por temor, y por creer las vistosas promesas contenidas en la carta del gobierno central, que nunca antes se había acordado de ellos. Cayeron no por crédulos, sino porque para ellos las promesas no existen (no hay el vocablo en su lengua), una oferta se considera palabra empeñada, es inimaginable que no se cumpla.

Al momento de entregar el anciano guardián el libro a los investigadores, diría luego, vio en la mirada del comisario arqueólogo un sucio gesto de ladrón, y demasiado tarde comprendió que los estaban engañado.

Con el libro en su poder, los investigadores y su comitiva de peones apresuraron la partida. Sobre todo al percibir que los "nativos" dudaban de ellos. Huyeron casi. Más ladrones parecieron.

Rápido se llamó a asamblea y decidieron atajarlos, sin importar las consecuencias. La jungla es muy tupida, las distancias difíciles para quien no conoce, pero los investigadores llevaban un día de ventaja, mejores caballos y un buen guía, el capataz del rancho Miramón y Mejía. Era impensable que se perdieran.

La asamblea designó a Jonás y José Ignacio para rastrear la comitiva y recuperar el libro, sin violencia de ser posible. Jonás tomó su escuadra y balas. José Ignacio nada más cuchillo. Se separaron hace rato. Jonás creyó ir mal cuando perdió las huellas en las piedras altas, pero al dar con el riachuelo notó la marca turbia. Poco más y oye cascos y susurros. Allá van.

Atrigrado y paciente, Jonás los pastorea desde la espesura del monte hasta que oscurece. Entonces aprovecha su doble ventaja de conocer el lugar y ver de noche. La caravana oficial y sus peones, como traen mala conciencia, ponen vigilancia para proteger la hielera donde metieron entre trapos y en plástico el libro.

Ya dormidos todos menos el vigilante, Jonás sabe que no hará falta la escuadra. Para descontar al individuo basta la cerbatana. Flechitas de curare y adiós muchachos, ni avisar va a poder. Zum la cerbatana y el cuidador cae redondidito.

Atigrado de los pies, Jonás camina hasta la hielera, le saca los lazos, destapa, tantea el plástico, los trapos y da un tirón sordo al libro. Se hace succionar por la vegetación y se pierde en su rumbo. Relinchan los malditos caballos. Los guías alcanzan a despertar y dan alarma. El comisario arqueólogo, enfurecido, grita órdenes. En pocos minutos, Jonás es el perseguido. Con el libro entre las manos, corre la noche y el día, sin dormir ni saber dónde anda José Ignacio.

Pero va contento. Se los chingó. Ni con el capataz del rancho Miramón y Mejía lo alcanzarán los de a caballo. No hoy que agarró por las laderas. Y una vez que llegue al pueblo, esos ya no se atreverán. A ver si la gente aprende a reconocer a los mercenarios y los mentirosos. Tal vez los viejos lo respeten ahora y para la próxima le hagan caso.

 
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