Jornada Semanal, domingo 13 de febrero  de 2005           núm. 519

NMORALES MUÑOZ.

CRIMEN CONTRA LA HUMANIDAD

Congruente con su proclividad hacia los textos francófonos canadienses, Mauricio García Lozano escenifica en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón Crimen contra la humanidad, opera prima de la quebecuense Geneviève Billette que intenta, en palabras de la autora citadas por Boris Schoemann, "desempernar a las figuras del poder y disecar [sic] los mecanismos de ese poder". Diseca antes que disecciona el bisturí de Billette, incapaz de sumar luces a un tópico largamente abordado por la ficción: la deshumanización resultante del predominio tecnológico y productivo en la era del libre mercado y el capitalismo salvaje.

La obra encalla en tanto se muestra poco profunda en su tratamiento temático (la dicotomía entre moral y poder) y en la creación de sus personajes. Deliberadamente tipos, los cinco actores de la que se supone sátira costumbrista no sólo encarnan el lugar común (el empresario voraz, la mujer-objeto insatisfecha en todos los órdenes, la nínfula sagaz, el obrero explotado, el joven a punto de ingresar en la vorágine materialista de la que se dice combatiente), sino que evidencian también una de las limitaciones del debut dramatúrgico de Billette: la pobreza dialogal, un recargamiento verbal tendiente casi siempre a la reflexión estéril en términos de interrelación y de progresión dramática. La trayectoria de los personajes, aún con sus inopinadas metamorfosis, es de lo más predecible, lo que evita la configuración de un relato ya no novedoso, sino medianamente orgánico. Sobrevolando varios páramos sin decantarse por ninguno, Crimen… oscila entre el absurdo y la farsa, entre la denuncia y la caricatura, conformando un discurso trillado e intrascendente, en el que no se aprecia ni el halo nostálgico que suele caracterizar a la dramaturgia quebequense ni una alternativa a esta tendencia endémica. Sorprende el decantamiento de García Lozano por un texto tan inacabado, que además se siente tan ajeno a su búsqueda artística reciente.

Lo contraproducente de la elección textual de García Lozano se manifiesta en el diseño espacial; si es evidente que el planteamiento de Billette puede ser cualquier cosa menos original, la lectura de Jorge Ballina ha sobreestimado el texto y ha querido ver metáforas donde apenas hay insinuaciones, de manera tal que en el dispositivo escénico se deposita la paradoja más fascinante de algunos de los trabajos de su maestro, Alejandro Luna: capacidad de síntesis poética y monumentalidad escénica. Así, la escenografía, que pretende abstraer, no puede sino ilustrar, logradamente eso sí, la poca materia que subyace en el texto, de tal manera que se obvia un poco más lo que ya lo es desde el origen. Pero no es sólo esto lo que denota una relación director-escenógrafo poco fructífera: el dispositivo de Ballina (junto con el preciso diseño lumínico de Víctor Zapatero, frío e impersonal) es a tal grado preponderante que acapara prácticamente la totalidad de los significados escénicos, además de trastocar el trabajo de director, incluso en renglones básicos. García Lozano, en medio de fuego cruzado, parece incluso tener problemas para que sus actores habiten el espacio; su trazo es errático, los desplazamientos se sienten forzados, accidentados, sin adueñarse del todo del constructo de Ballina, que evoca a un tiempo los recovecos de una maquinaria, la fastuosidad de una oficina de mando superior y la frialdad de la producción en serie.

Resulta insólito pensar que con tan pocos y tan endebles asideros el elenco tenga materiales propicios para la construcción de la ficción. Mariana Gajá, actriz bella y graciosa si las hay, resulta a priori la elección ideal para incorporar a Carota, pero no llega al estrato de Lolita levantapasiones que el texto ni la dirección consiguen apuntalar, por lo que su provocación es tímida, cortés. Lucero Trejo, otra actriz de virtudes descomunales, naufraga en la superficialidad del estereotipo sin dotar a su personaje de algún rasgo particular de complejidad; caso similar al de Roberto Soto. Carlos Aragón (a quien le cae siempre muy bien ser dirigido por García Lozano) se ve al menos contenido y uniforme como el obrero, sin que ello equivalga necesariamente a un desempeño brillante, y Carlos Corona entrega a un Kalr formal, confuso, carente de fuerza y seducción. Todo lo cual conforma la idea de que el proyecto es decididamente un faux pas en la carrera de García Lozano, ante el que debiera corresponder un sesudo replanteamiento artístico. 

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