La Jornada Semanal,   domingo 13 de febrero  de 2005        núm. 519

Un tiempo que desperdició a sus poetas
Poesía rusa del siglo XX

Jorge Bustamente

Los poetas incluidos en esta antología,* a excepción de Arseni Tarkovski y Joseph Brodsky, pertenecen a lo que se ha dado en llamar el Siglo de Plata de la poesía rusa, que produjo su obra más importante y representativa durante las tres o cuatro primeras décadas del siglo xx. Venían de una tradición reciente, pero sólida y sorprendente, que en menos de cien años había consolidado la lengua literaria rusa moderna de la manera más extraordinaria. El neoclasicismo recalentado en el que se debatió la expresión literaria en Rusia durante todo el siglo XVIII, se vio de repente alterado por algunos orfebres del verso de verdadero talento, como Derzhavin, Baratinski y Batiushkov, que airearon la estructura del verso y renovaron el latido yámbico de una manera tan imprevisible que el eco de esa experiencia llegó hasta los albores del siglo xx. Sin ellos no sería posible entender el alcance, elegancia y finura de poetas como Pushkin, Lérmontov, Tiutchev, Fet, Nekrásov, ni se podría apreciar la inteligencia, ni las búsquedas morales de Tolstói y Dostoievski, la concisión rotunda de Turguéniev, el humor genial de Gogol, la sátira delicada y eficaz de Saltikov-Shedrín, la ironía y la magia impar de Chéjov, y así sucesivamente. Ese siglo bastó para que la literatura rusa adquiriera la densidad de literaturas como la inglesa, la francesa y la española, que venían forjándose desde muchas centurias anteriores.

De esta manera, los poetas aquí recogidos forman parte de una suerte de estallido poético y verbal, del que surgieron formas y contenidos cualitativamente nuevos, respecto a los de la poesía rusa anterior, reflejo de la gran autonomía espiritual de estos seres casi siempre solitarios, creadores de mundos propios e imprevisibles en un medio de excesivas prohibiciones, de incontables restricciones, penurias y estrecheces de todo tipo, que concitaron incomprensión, repudio y hasta aniquilamiento. No sé ahora, pero se sabe que en los siglos XIX y xx, ser poeta en Rusia siempre fue un asunto serio, de vida o muerte, donde se jugaba el pellejo a través de la fuerza del verso y la palabra. Los poetas eran una especie de huérfanos de su época, que se metían en líos, no tanto por su posición política, como por su superioridad lingüística, que creaba todas las afortunadas ambigüedades que asustaban a los filisteos y a los poderosos. Eso le sucedió a Pushkin, a Lérmontov, a Gogol, y después, de manera más radical a Tsvetáieva y Maiakovski, a Mandelstam y Pasternak, a Ajmátova y Jlébnikov, a Andréi Bieli y tantos otros, que estuvieron siempre asediados por los desmanes y miserias de su tiempo, de un tiempo y una sociedad y un país que "desperdició" a sus artistas de la manera más grosera y rústica. La poesía rusa es un océano inmenso, una galaxia extensa, en el concierto infinito de la literatura mundial. Navegar por sus aguas es una aventura irrepetible que toca todas las fibras del ser, las resonancias más insondables del alma humana: a través de ella se puede desentrañar la miseria y la grandeza de lo que somos en nuestro estar en el mundo, en nuestro paso fugaz entre la luz y el olvido.

Los pilares del simbolismo ruso fueron Balmont, Andréi Bieli, Valéry Briúsov, Viacheslav Ivánov, por mencionar algunos, de los que los futuristas (Maiakovski, Jlébnikov) y los acmeistas (Gumíliov, Mandelstam, Ajmátova) por igual se nutrieron y aprendieron. Pero todos ellos le deben más a otros dos simbolistas, cuya actividad poética en un principio fue ignorada por completo: Innokienti Annienski y Fedor Sologub. Como gran maestro de la agudeza psicológica Annienski transmitió al futurismo el arte de la composición psicológica, tan brillante como la lograda después por Pasternak. Annienski aprendió a hacer uso del análisis psicológico, como un instrumento de trabajo de la poesía. Sin embargo, llegó muy lento al lector y fue, tal vez, conocido sólo por la simplificación de sus métodos por parte de Ajmátova. La influencia de Sologub es de otra índole. A toda su obra le es propio un humor trágico que se manifiesta con especial brillantez en sus cuentos y en su novela breve El pequeño demonio, que concentra un aire denso de desesperanza en medio de un mundo raro. Sus versos, en cambio, son verdaderamente generosos hacia la vida, la belleza y el silencio. En ellos el poeta habla, a la vez, sobre lo eterno y sobre la rabia del día. Constituyen una práctica acertada de la ironía que, cual liviana saeta envenenada, indica cómo el alma se entristece o se alegra. Blok dijo que la musa de Sologub es triste o loca. Y "el objeto de su poesía es más bien el alma, que refracta en sí al mundo". El estilo de Sologub es gráfico y sencillo, por el vigor de la línea y de la imagen, por su exactitud ambigua y transparente. Prestaba gran atención al ritmo, la armonía y la melodía. La armonía del verso es lo que lo atrae de otros poetas. Sus poemas tocan con frecuencia la soledad y el absurdo de la existencia, sin dejar de despertar la curiosidad y la sonrisa cómplice. La estrechez temática es una apariencia y el poeta parece repetirse interminablemente, pero en el fondo su método es una variación infinita de matices y motivos.

Un poeta que marcó un hito entre el Simbolismo y las vanguardias y que gozó del reconocimiento de sus contemporáneos, pero al mismo tiempo padeció el desdén de algunos de sus colegas, fue Alexandr Blok (1880-1921). Fue un conservador ilustrado, muy poco dado a la experimentación en el verso, que no pisoteó ningún precepto, como sus antípodas Maiakovski y Jlébnikov, pero que consiguió con su equilibrio lírico y su densidad expresiva, con su concepción del mito y la construcción de una poética histórica singular, un lugar preciso en la tabla periódica de la poesía rusa. Para algunos, como Ajmátova o Zinaida Gippius, Blok era la consumación del poeta perfecto: equilibrado, sin carencias ni desmesuras. Poeta de los murmullos olvidados, de lo inestable y lo eterno, de la brutalidad y la inocencia de un mundo en transición. Para otros, como Mandelstam, Blok no era más que un "complejo fenómeno del eclecticismo literario": un coleccionista desaforado del verso ruso del quebrantado siglo XIX. Para unos terceros, como el a veces injusto Brodsky en sus juicios lapidarios sobre otros poetas, Blok no es sino "un poeta de gusto tonto, demasiado trivial y chabacano". Lo cierto es que la influencia de Blok fue permanente durante todo el siglo xx, incluso en los años de la perestroika y en la época actual, porque es un contemporáneo hasta los tuétanos y poemas suyos como La desconocida y Los doce son prueba irrefutable de que el estado de la lengua vive una vida muy especial.

Aunque los poetas reunidos en este volumen conforman toda una edad de la poesía rusa, el Siglo de Plata, no hay nada más ajeno a ellos, a su carácter y temperamento, que el concepto de grupo o tendencia homogénea. Era más bien un grupo de solitarios, con afinidades literarias algunos, pero que representaron una gran diversidad en sus búsquedas y en sus obras. Tal vez nunca fue tan grande, ni antes ni después, la riqueza y variedad de la poesía rusa. Es algo que puede captarse, incluso, en la obra de cada uno de ellos. Mandelstam, por ejemplo, puede ser en ocasiones muy sencillo y transparente, pero muchos de sus poemas son en realidad difíciles, con frecuencia herméticos, repletos de resonancias impredecibles. Sus versos ante todo sorprenden. Uno de sus rasgos principales es la presencia del tiempo, que alarga la cesura de sus versos aprovechando el poder alusivo, dilatorio y fonético de las palabras, expresando como lo anotó Brodsky "la sensación viscosa del paso del tiempo". La burocracia ideológica sentía instintivamente en lo inaccesible de sus versos, un cierto y furtivo peligro, peligro que se extiende también en muchos momentos en las obras de Pasternak, Jlébnikov y Tsvetáieva. Esta última fue también de una excentricidad majestuosa. En su juventud escribió sobre sí misma unas líneas proféticas: "A mis versos, como a los vinos añejos,/ les llegará su propia hora", y no se equivocó. Pero la hora a sus versos les llegó mucho después de su muerte. Su genio era exuberante y turbulento. Toda su poesía es una suerte de celebración del sortilegio, del conjuro, del encantamiento, de las canciones rituales. Algunos de sus poemas intimistas, algo crípticos, antes que música de cámara, son sinfonía demoledora. Su relación con Pushkin siempre la planteó como de igual a igual (escribió "Mi Pushkin", un largo y luminoso ensayo sobre el autor de Eugenio Onieguin), hasta tal punto que en el extranjero sentía no sólo nostalgia por su país, sino también nostalgia por Pushkin. ¡Pushkin fue su amante secreto! El caso de Tsvetáieva fue, por desgracia, casi paradigmático en lo que se refiere al destino trágico que padecieron todos estos escritores. Vivió con incontables estrecheces y fue mirada con resquemor y sospecha por "rojos" y "blancos". Su exilio en Francia fue un infierno, atenuado sólo por su amorosa correspondencia epistolar con Rilke, y su regreso a Rusia fue una prolongación del mismo infierno. No la arrestaron, ni la mataron, pero alrededor de ella fueron apagando a sus seres más cercanos y queridos: fusilaron a su esposo, a su hija la enviaron a un campo de concentración, su hijo murió después en la guerra, y no publicaban sus versos.

Cuando apareció en 1922 Mi hermana, la vida de Boris Pasternak, un libro lleno de tempestades y remolinos, se convirtió casi de inmediato en una especie de devocionario al que fueron adeptos incontables lectores rusos. Mandelstam saludó ese libro y comentó que desde los tiempos de Batiushkov "no resonaba en la poesía rusa una armonía tan nueva y madura". Luego habría de ratificar esa maestría en dos poemarios dedicados a la revolución: El teniente Shmidt y El año 1905. La estructura de la poesía de Pasternak es de una intrincada elaboración, cargada de imágenes de radical extrañeza, con una duración prolongada de sus hemistiquios y una musicalidad alargada que no se acaba en el verso, un verdadero reto para cualquier traductor. Pasternak no es un prestidigitador, sino el iniciador de una nueva manera, de un nuevo orden del verso, que corresponde a la madurez y firmeza alcanzada por la lengua. Un día después de la muerte de Pasternak, Ajmátova escribió: "Una voz irrepetible ayer se silenció/ Nos abandonó para siempre el interlocutor de los bosques." Por su parte Ajmátova, como Tsvetáieva, fue víctima de sucesos dolorosos que afectaron toda su vida. En 1921 su esposo, el poeta Nikolái Gumíliov, fue fusilado por sospechas de contrarrevolucionario. Años después, cuando su hijo Lev Gumíliov padeció persecución y cárcel, Ajmátova escribió su conmovedor poema "Réquiem", obra cimera concebida en el más profundo dolor y la más absoluta soledad. Esta mujer, esbelta y de extraña belleza, fue poseedora de una elegancia impar, reflejo inconsciente de su probidad a toda prueba. Toda su obra está poblada de sentimientos genuinos, elementos que en sus versos no son ajenos a la canción popular, no sólo por la estructura, sino por la manera como es elaborado su peculiar lenguaje. Desde muy joven perteneció al acmeísmo, movimiento que había fundado su esposo Nicolái Gumíliov y fiel al espíritu esencial de esa escuela, intentó siempre alcanzar el punto más alto de la expresión mediante su poesía.

De vida más efímera que el acmeísmo y el futurismo y menos coherente en sus postulados fue el grupo de los imaginistas, cuya cabeza más visible era el poeta campesino Serguéi Esenin. De una vitalidad feroz y de un lirismo desaforado, Esenin fue un surtidor natural de versos que le cantaban a la nostalgia y al desasosiego de su campo perdido, pero también a la mujer y a la imposibilidad del amor. Fue una especie de perpetuo viajero adolescente, un ser que va de paso y que con sus ojos infantiles palpa y desentraña el mundo como preguntándose, inconmovible, por la fugacidad de las cosas y las criaturas de la vida. Y así, a la intemperie, como una vela prendida en el centro de una estepa en pleno invierno, vio a los abedules como huesos peregrinos, desnudos, y no alcanzó nunca una mirada serena. No quiso reservarse para una vida tranquila, anduvo pocos caminos y cometió muchas faltas, bebió vino y fue feliz porque besó a las mujeres, prefirió arder al viento que pudrirse después en las ramas. Sus ojos delataban lejanas ausencias y ansias de conocerlo todo. Isadora Duncan lo amó porque sabía acariciar la tristeza. Se mató a los treinta años y con el tiempo se convertiría en uno de los poetas del Siglo de Plata más populares en Rusia.

Sólo dos poetas de esta antología no pertenecieron, por edad y generación, a este grupo de solitarios y excéntricos, pero fueron también excéntricos y solitarios a su manera: Arseni Tarkovski y Joseph Brodsky. De este último no nos ocuparemos aquí, por ser uno de los poetas rusos más conocidos en los últimos años en Occidente. Sólo diremos dos cosas. Primero, que logró con su obra algo que es muy raro en poesía: crear un estilo propio con total independencia de espíritu. Segundo, que veneró a unos cuantos poetas de su país: Baratinski, Annienski, Mandelstam, Ajmátova… En su poesía no hay nada de la frecuente y disfrutable levedad pushkineana ("Yo a usted la amé, el amor es todavía posible"), ni de la agobiante confesionalidad eseniana ("Soy feliz porque besé a las mujeres"). Así llegamos, finalmente, a Arseni Tarkovski, padre del cineasta Andréi, quien publicó su primer libro Ante la nieve, en 1962, a los cincuenta y cinco años de edad, aunque había escrito poesía desde muy joven. En los años cuarenta había conocido a Tsvetáieva y Ajmátova, de joven trató en ocasiones a Mandelstam y apenas adolescente al maestro de escuela Sologub, a quien leyó en Leningrado sus primeros poemas. Tras escucharlo, el maestro le lanzó a quemarropa el siguiente juicio: "Sus poemas son malos, joven, pero no se desanime: escriba y escriba, quizás algo resulte después." Escribió y escribió y logró construir una obra singular, cargada de estrofas reguladas, un espíritu lacónico y un claro y bien articulado lenguaje. Su poética es inflexible, un tanto áspera y lapidaria, pero en ello radica su peculiaridad, su dramatismo esencial. Su poesía se conformó, creció y existió sin un diálogo con el medio. Pero como tantos otros poetas rusos, gozó –sin embargo– del privilegio del extrañamiento: de ver, oír y decir con extrañeza en un país insólito.

Como puede percibirse, la vida y la obra de estos poetas estuvieron signadas por un destino trágico, que siempre los asedió. Este hecho fue algo que afectó no sólo a los escritores y artistas, sino a varias generaciones de millones de personas que se extraviaron para siempre en medio de guerras, dictaduras y revoluciones. Pero en el caso de los primeros, el despojo fue mayor y más doloroso, porque acaso debido a su superioridad lingüística fueron más conscientes de la manipulación y el desastre. El poeta Vitaly Chentalinski, en una interesante investigación que realizó en los archivos de la KGB, esclarece el destino final que padecieron a manos de los esbirros del régimen estalinista autores como Mandelstam, Isaac Babel, Meyerhol, Kliuev, y más de 2 mil escritores reprimidos durante varias décadas. Ellos, más aquellos que fueron silenciados, olvidados y ninguneados de mil maneras, son el verdadero patrimonio espiritual del pueblo ruso. En cierta forma esta tragedia se puede sintetizar con el destino final que les correspondió a tres grandes poetas. Antes de acabar con su vida, Esenin escribió un poema de despedida que termina con estos dos versos: ""Morir no es nada nuevo/ y vivir tampoco nuevo es." Un triunfante Maiakovski le respondió con un poema, en el que le reprochaba ese acto y parodiando a Serguéi terminaba así: "Morir es difícil/ hacer la vida es mucho más difícil." Sin embargo, cuatro años después él mismo se propinó un escopetazo. "No está bien, Sergéi, no está bien, Volodia", les reprocha a los dos Marina Tsvetáieva, para después colgarse de un árbol en Elabuga, con la ayuda de una soga que un inocente Pasternak le había regalado para amarrar su pobre maleta.

Pero no todo fue infortunio para ellos. La segunda década del siglo les permitió viajar y enriquecerse con otras culturas, pero también conocerse y entablar lazos secretos y despertar afinidades o desencadenar rechazos, en la penumbra de los cafés o al calor del vino en las tabernas. Se encontraban en todas partes, en las redacciones de las revistas, en las editoriales, en la "Torre", como llamaban al apartamento de Viacheslav Ivánov en Petersburgo, o se reunían en el club "El jinete de cobre" o en el café taberna "El perro errante". Tsvetáieva y Mandelstam se conocieron en la casa del poeta Maximiliam Voloshín en Crimea, a donde llegaba a veranear la crema y nata del simbolismo ruso. A la "Torre" del polígrafo Viacheslav Ivánov llegaban Blok, el novelista Leonid Andréiev, Igor Serivrianin, el ensayista, poeta y novelista excepcional Andéi Bieli, la diletante Zinaida Gippius, el circunspecto Alexis Tolstói. En Moscú proliferaban los círculos literarios, donde leían Valéry Briúsov y Nikolás Kliúev, Maximiliam Voloshin y Mezhikovski, el joven Jodassievich, futuro esposo de Nina Berberova, o daban conferencias Konstantin Balmont, Bieli y Gorodetski. "El perro errante" era frecuentado en 1912 por la joven pareja acmeísta de Nikolái Gumíliov y Anna Ajmátova. Allí el célebre cronista George Ivánov se los encontraba y se armaban tremendas discusiones, mientras al estrado salía el poeta Mijail Kuzmin a cantar sus "romances" acompañándose del piano. En diciembre de 1912, allí leyó Gorodetski su memorable conferencia sobre el acmeísmo y su relación con el simbolismo. En "El perro errante" Ajmátova conoció a Maiakovski, gracias a Mandelstam. "Cuando todos estaban cenando –recuerda Ajmátova– y armando ruido con la vajilla, Maiakovski se puso a recitar poesía. Mandelstam se acercó a él y le dijo: ‘Maiakovski, deje de recitar, usted no es una orquesta rumana.’ El ingenioso de Maiakovski no supo qué contestar." En esos años, entre 1915 y 1920, el jovencito Esenin se dedicaba a vagabundear por la ciudad, a recitar sus poemas en reuniones y fiestas, entregado al alcohol y la golfería y entre bohemia y bohemia fue escribiendo su magnifico libro Moscú de taberna. Son innumerables las historias, las anécdotas, que los mismos autores o sus amigos se encargaron de difundir después sobre esa década prodigiosa. En la actualidad se han publicado en Rusia incontables memorias, numerosos testimonios, que desmenuzan con todo detalle esos años febriles, que fueron el entorno de esas voces solitarias, excéntricas y únicas que conformaron el singular concierto del Siglo de Plata de la poesía rusa.

Varios de estos poetas fueron, también, excelentes prosistas. Mandelstam sorprende con sus concentrados textos La cuarta prosa y Coloquio sobre Dante. Blok, Ajmátova, Tsvetáieva, Gumíliov, escribieron esclarecedores ensayos sobre arte y literatura. El poeta y el tiempo de Tsvetáieva es un texto excepcional. Sologub fue un novelista dotado, Andréi Bieli escribió con Petersburgo el Ulises de los rusos, años antes de que Joyce publicara el suyo, y Pasternak durante más de veinte años recreó los contrastes de la revolución en la escritura de Doctor Zhivago. Pero además, tal vez a excepción de Mandelstam y, muchos años después Brodsky, que despotricaban contra ella, todos creyeron en la traducción de poesía y se convirtieron con el tiempo en grandes traductores. Es célebre el caso de Sologub, quien dedicó dieciocho años a la traducción de Verlaine y cuando aparecieron por fin sus versiones, fue todo un acontecimiento literario. Parecían poemas rusos originales. Maximiliam Voloshin comentó que con las traducciones de Sologub "Verlaine se convierte en un poeta ruso". Algo parecido sucedió con las traducciones de Shakespeare realizadas por Pasternak. Generaciones enteras de rusos y soviéticos leyeron a Shakespeare a través de Pasternak. Sin embargo, no faltaron los sucesos chuscos. Mandelstam, que era enemigo acérrimo de la traducción de poesía, una vez le dijo a Pasternak, en presencia de Ajmátova: "sus obras completas consistirán en doce tomos de traducciones y sólo uno de sus propios poemas". Pero esto que podría sonar como un insulto, para un traductor excelso de Shakespeare al ruso como Pasternak, debió sonar como un halago. Al lado del gran poeta inglés, un solo libro de buenos poemas propios basta.

En realidad, toda traducción es imposible. Sólo se puede aspirar a una aproximación al texto original, con la seguridad de que algo se pierde para siempre: la rima, el ritmo, el metro, la música interna, el eco de las aliteraciones furtivas, el encanto de las palabras. Brodsky llegó a afirmar que las traducciones al inglés que conocía de Mandelstam no eran, en el mejor de los casos, más que un sacrilegio y, en el peor, una mutilación o un asesinato.

Esperemos que estas versiones al español de estos poetas rusos realizadas a través de varios años, no caigan en esa apreciación radical y extremista del último Nobel de Rusia. Hacemos votos, guardando las distancias, para que se acerquen más bien al espíritu de Sologub y Pasternak. Hay que guardar esa esperanza, para que este libro limpio toque realmente el corazón y el alma de sus posibles lectores.

* Este es el prólogo a la antología de dieciséis poetas rusos El instante maravilloso: poesía rusa del siglo xx, de la colección Poemas y ensayos del Programa Editorial de la Coordinación de Humanidades de la UNAM. Se publica con autorización del editor.