Usted está aquí: jueves 10 de febrero de 2005 Opinión Memorias de la India

Margo Glantz

Memorias de la India

Viajar como turista tiene sus ventajas y sus problemas. Observación obvia, pero pertinente. Las cosas se ven desde arriba y con precaución, sobre todo en un país como la India. Pensaba que mi experiencia era única, como si sólo yo y mis compañeros de viaje hubiésemos visitado ese territorio extenso y archipoblado. No es así, otra conclusión-perogrullo. Se habla de las experiencias como si el viaje lo hubiese realizado Marco Polo in illo tempore: en cualquier reunión donde haya más de cinco personas, una por lo menos ha recorrido esos parajes y ha resentido parecidos y simultáneos sentimientos de rechazo y de fascinación.

Visitar muchos lugares al hilo es otra de las plagas recurrentes que asaltan a los viajeros, con la consecuencia inmediata de que los lugares se vuelven borrosos. Nada como la fotografía para hacer que los recuerdos regresen con nitidez. Raúl González y Alina López Cámara, fotógrafos de profesión, miembros de nuestro pequeño grupo de excursionistas, tomaron fotos maravillosas de la India. Repasándolas, soy capaz de recordar con claridad mis impresiones.

Por ejemplo -la más perdurable para mí- la breve visita a Varanasi, ciudad construida para mirar el Ganges, río sagrado, cuyos muelles o ghats se coronan con altos palacios y templos de los siglos XVIII y XIX muy deteriorados, recuerdan la suntuosidad decadente de Palermo o de Cap Haitien. Cada uno de los ghats es diferente y ocupa un lugar especial en la geografía religiosa de la ciudad, asegura la guía impresa.

En cambio, el guía de carne y hueso trata de desembarazarse de nosotros, no sin antes lograr que compremos mercancías en lugares inhóspitos con el pretexto malsano de que desde una tienda puede apreciarse una vista privilegiada de una mezquita dorada con acceso prohibido a los gentiles, después de habernos hecho recorrer callejuelas estrechas, malolientes, repletas de cagaduras y transitadas por leprosos, vacas, perros sarnosos, comerciantes y creyentes dedicados a rezar fervorosamente frente a los altares de pequeños templos hinduistas.

Por eso, durante la visita nocturna que hicimos a la ciudad, para asisitir a un festival de claro perfil hollyvudesco y al uso de los turistas extranjeros, despachamos a nuestro guía y recorrimos a solas varios de los ghats que durante la mañana ha-bíamos admirado desde una barca. De noche, la ciudad es espléndida, aún más cuando la luz eléctrica se apaga de repente, la luna llena ilumina las escalinatas de mármol y los templos y palacios adquieren una realidad fantasmagórica.

Uno o una camina con cuidado para no tropezar con las enormes bostas de vaca que decoran los escalones, admira los palacios, observa los detalles y conversa con algún vecino cuyo hobby -así lo llama- es platicar con los extranjeros que visitan la ciudad. Estamos a un paso del ghat donde se crema a los muertos. ''Entiendo -dice-, cuando el extraño y peculiar olor a carne humana quemada nos alcanza, que estas ceremonias puedan parecerles extrañas. Es hermoso sin embargo saber que nuestros parientes o amigos han logrado purificarse y sus cenizas descansan en el Ganges".

Regresamos (también) purificados, más conformes y adaptados a lo que estamos observando y cuando llegamos a la escalinata principal que conduce a la ciudad, un espectáculo maravilloso nos detiene. Dos pequeños templos ocupan estratégicamente las dos esquinas de la calle, un bello joven practica alucinado una ceremonia, ayudado por un santón (''esos hombres no follan", nos explica Pablito, un joven de 15 años que ha estudiado español y catalán para atender a los turistas), sus movimientos son delicados y sensuales; en uno de los altares está Shiva, al lado Kali, la diosa maligna.

En su libro A las orillas del Ganges, ya mencionado por mí en este mismo espacio, el novelista austriaco Josef Winkler relata: ''(...) los cabellos blancos y grises del viejo inválido viudo estaban todavía sobre la piedra redonda del altar de las incineraciones, entre los fragmentos de carbón de madera y residuos de huesos calcinados. Como de costumbre, yo estaba sentado cerca de esa loza con mi cuaderno de notas abierto sobre las rodillas y observando los preparativos de una cremación. Le quité la tapa a mi pluma, algunas gotas de tinta azul cayeron sobre el escuálido tórax de una cabra gris y negra, adormecida sobre mis rodillas, de respiración frenética, que movía la cola sin cesar, después de roer hasta saciarse un hueso humano a medias carbonizado".

 
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