Usted está aquí: miércoles 9 de febrero de 2005 Opinión Represión política en Oaxaca

Francisco López Bárcenas

Represión política en Oaxaca

La sangre y las lágrimas indígenas siguen manchando el suelo oaxaqueño. El estado orgulloso de la diversidad de los pueblos indígenas que viven y conviven en él, el mismo que ha presumido su avance en el reconocimiento de los derechos indígenas, ahora está enviando un mensaje necrológico al resto del país y al mundo. Y aunque algunos políticos pretenden convencernos de que la violencia es producto de problemas intercomunitarios, hay que decir que son inducidos, directa o indirectamente, desde el poder. Son métodos de represión contra opositores al gobierno. Además, cualquiera que sea el origen de la violencia, el gobierno no puede eludir su responsabilidad de que exista paz para que todos puedan vivir digna y tranquilamente. Y si no ha abdicado de esa responsabilidad, hay que decir que es inmoral e inadmisible lograrlo sobre los cadáveres de los indígenas, o despojando a los pueblos y ciudadanos de sus derechos políticos.

Ejemplos de lo anterior hay muchos: San Blas Atempa y San Juan Lalana en el Istmo, Santiago Xanica en la Sierra Sur, San Isidro Aloapam en la sierra Norte, San Martín Itunyoso en la región trique, entre los que han tenido eco en la opinión pública, aunque existen otros que no han contado ni con eso y también entristecen la tierra. De todos el que nos parece más condenable es el asesinato a sangre fría de cuatro indígenas indefensos en el municipio de San Martín Itunyoso, el pequeño y único municipio del pueblo triqui, cuando participaban en la toma de posesión de su presidente municipal. Antes de los sucesos fue evidente el acoso de los representantes del gobierno contra el cabildo, por no ser priísta. La presión contra el edil electo era tal que éste llegó a señalar públicamente como responsable de lo que sucediera al delegado de gobierno en el distrito de Tlaxiaco.

Una rápida búsqueda de las causas de esta violencia muestra que se acentúa en municipios indígenas que eligen autoridades por usos y costumbres, procedimiento reconocido por la ley electoral del estado hace una década, que por varios trienios mostró sus bondades, pero que ahora aparece desgastado. En efecto, durante los primeros años de su reconocimiento, las elecciones por usos y costumbres disminuyeron los gastos de campaña y los conflictos poselectorales protagonizados por los partidos políticos, contribuyendo a la paz en la región. Pero lo más importante fue que disminuyeron las divisiones comunitarias inducidas por las elecciones de partido, lo que a su vez fortaleció sus estructuras de gobierno indígenas, convirtiéndolos en sujetos políticos, capaces de modificar sus relaciones de subordinación con el aparato estatal.

Frente a este escenario el aparato del estado y los poderes caciquiles regionales reaccionaron negando el estado de derecho, democrático y multicultural que pregonaban en el discurso, enseñando su rostro antidemocrático y autoritario, el mismo que ahora se muestra de manera más descarada. Contra la autonomía reconocida a los pueblos y comunidades los funcionarios estatales promovieron agrupaciones de municipios por usos y costumbres, que luego entregaban a los tentáculos del Partido Revolucionario Institucional, y a quienes se negaban a participar en ellas los doblegaban por medio del presupuesto. Para lograr su propósito, el estado contó con la complicidad de los partidos políticos que con las elecciones por usos y costumbres habían perdido clientela política y campo de negociación.

Con 10 años de experiencia los oaxaqueños, el gobierno en primerísimo lugar, deberíamos aceptar que este modelo de participación política en los municipios indígenas está agotado y necesita revisarse para que siga siendo válido. Pero para que esto sea posible existen condiciones imprescindibles. Una es que cese la represión contra las comunidades y municipios indígenas, lo mismo que contra sus organizaciones, y se ponga a todos en el goce de los derechos que cualquier estado liberal está obligado a respetar. Otra, que el gobierno reconozca su deber de escuchar a todos, los indígenas incluidos, aun cuando no esté de acuerdo con ellos. Una más, que muestre verdadera voluntad de abrir caminos de diálogo y negociación para solucionar los problemas. En otras palabras, dar oportunidad a la política para detener la violencia. Pensar que se puede seguir gobernando sobre cadáveres es muy peligroso. Los pueblos resisten de manera pacífica cuando ven posibilidades de encontrar arreglos a sus problemas. Pero no cuando se les acaba la paciencia. Esto es lo que hay que evitar antes de que sea tarde.

 
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