Usted está aquí: miércoles 9 de febrero de 2005 Opinión Traición y guerra sucia: a 10 años

Editorial

Traición y guerra sucia: a 10 años

Hoy hace 10 años Ernesto Zedillo Ponce de León, entonces titular del Ejecutivo federal del país, consumó la traición, que venía preparando desde que tomó posesión del cargo, en contra del movimiento indígena zapatista de Chiapas. Mientras que por medio de su secretario de Gobernación, Esteban Moctezuma, mantenía contactos tranquilizadores con la dirigencia rebelde del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), por el otro lanzaba a su procurador general, Antonio Lozano Gracia, a la caza de los líderes, integrantes y simpatizantes de los alzados y ordenaba a su secretario de Defensa, Enrique Cervantes Aguirre, que iniciara una ofensiva militar contra los bastiones rebeldes. Ese amargo 9 de febrero el recién estrenado zedillismo, acosado por su propia torpeza económica y política y por la herencia nefasta del gobierno de Carlos Salinas, inició una suerte de huida hacia adelante por el camino de la guerra sucia, la represión política, la intolerancia, la sordera y la violación regular de derechos humanos en la entidad del conflicto, e incluso en otras. Zedillo transitó esa senda a lo largo de todo su sexenio, el cual ha quedado vinculado en la historia a las masacres de campesinos perpetradas por fuerzas militares, paramilitares y policiales: Aguas Blancas, Acteal, El Charco, La Libertad, San Juan del Bosque y otros episodios oprobiosos cuyos autores aún gozan, en muchos casos, de impunidad, lo que pone en evidencia los pactos acaso no escritos de continuidad y protección establecidos entre Zedillo y su sucesor, el presidente Vicente Fox, quien hace cinco años formuló la falsa promesa de campaña de que resolvería "en 15 minutos" el conflicto indígena.

Desde el 9 de febrero de 1995 y durante el resto de la década pasada, los gobiernos federal y estatal, así como los municipios chiapanecos entonces gobernados por el PRI, desataron una política atroz de contrainsurgencia caracterizada por el cerco de las comunidades zapatistas y disidentes, los asesinatos, las torturas, las desapariciones forzadas, las violaciones de mujeres indígenas por uniformados de todas las corporaciones, la expulsión de decenas de miles de personas de sus localidades y el pillaje de las escasas pertenencias de quienes resultaban sospechosos de simpatizar con los alzados. La aplicación de esa estrategia de terror pasó por la creación de fuerzas paramilitares como Máscara Roja, Los Chinchulines y Paz y Justicia, fuerzas que sirvieron como brigadas de hostigamiento y escuadrones de la muerte, y que fueron entrenadas, armadas y financiadas por el Ejército, por los gobiernos de Julio César Ruiz Ferro y Roberto Albores Guillén y por diversas dependencias del gobierno federal.

Invariablemente, las autoridades sostuvieron que no tenían nada que ver con esos grupos paramilitares, pese a las evidencias en contrario presentadas por diversos organismos de derechos humanos de México y del extranjero. Hasta ahora, no eran muchas las pruebas de la participación del gobierno de Zedillo y de las administraciones estatales referidas en esa guerra sucia que dejó cientos de muertos y decenas de miles de desplazados. Pero el testimonio rendido al Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas (CDHFBC) por un ex dirigente de Paz y Justicia, y que se presenta en las páginas de esta edición, es lo suficientemente sólido como para afirmar, con base en él, que la administración pasada estuvo involucrada de lleno en la represión ilegal, inmoral y atroz de los indígenas chiapanecos insurrectos. La rebelión no se combatió por medio de la ley, sino con métodos delictivos; no se hizo política, sino barbarie; no se buscó el convencimiento de los adversarios, y ni siquiera su sometimiento a procesos legales, sino su eliminación física. Aunque el testigo citado en la nota que se menciona no lo dice explícitamente, ahora resulta muy claro cuán directamente culpable fue el gobierno de Zedillo de la masacre de Acteal, que indignó y conmovió al mundo, y cuán cerca estuvo la administración pasada de lograr la muerte del entonces obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz García.

Los funcionarios de mayor rango involucrados en la organización y apoyo de Paz y Justicia son, de acuerdo con el informante del CDHFBC, el general Raúl Renán Castillo y el ex gobernador Ruiz Ferro. Pero no debe olvidarse que, en los tiempos en que militares y paramilitares ensangrentaban los Altos, las cañadas y las selvas chiapanecas, Enrique Cervantes Aguirre encabezaba la Secretaría de la Defensa Nacional, la Secretaría de Gobernación estuvo en manos de Emilio Chuayffet Chemor y, posteriormente, de Francisco Labastida Ochoa, que la Procuraduría General de la República (PGR) fue dirigida por Antonio Lozano Gracia y por Jorge Madrazo Cuéllar (el inventor de los "conflictos intercomunitarios" como explicación a la barbarie de Acteal), y que el presidente de la República era, por entonces, Ernesto Zedillo Ponce de León. El testimonio referido da sobrado margen para presumir responsabilidades penales en la guerra sucia de Chiapas por parte de esos y otros ex funcionarios y, en consecuencia, para que la PGR actúe de oficio e inicie las averiguaciones previas correspondientes. La responsabilidad de cumplir la ley recae, en este caso, en el actual procurador general de la República, Rafael Macedo de la Concha. ¿Lo hará?

 
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