![]() ANA GARCÍA BERGUA
Un duelo, quizá, que nos corresponde como especie; a pesar de nuestros conocimientos, nos encontramos aún a merced de la naturaleza. A pesar de nuestros conocimientos, y también por ser incapaces de transmitirlos de manera eficaz. ¿Se acuerdan de dos de las anécdotas más sonadas de salvamento del tsunami? Una se refería a una niñita inglesa de diez años, que por haber estudiado sobre un tsunami que atacó Portugal en el siglo antepasado, pudo alertar a los turistas de la playa donde se encontraba para que se alejaran y salvarles la vida. Algo similar pasó con un guardacostas en una isla de la India, el cual había leído sobre los tsunamis en el National Geographic, y al ver al mar retirarse, pudo avisar a todos los que se encontraban en la playa para que huyeran hacia las montañas: salvó a mil personas. Hay que decir también que seguramente no todos los que pudieron o hubieran podido alejarse se hubieran salvado, pero ciertamente estos casos ilustran una ignorancia muy extendida respecto a este fenómeno natural y otros, y hablan de la utilidad y la conveniencia de leer, estudiar y saber, más allá de si uno encontrará trabajo al terminar la escuela (el típico argumento en contra el estudio, pero esa es otra historia). Los animales, en todos los lugares afectados, no habían ido a la escuela ni habían leído el National Geographic, pero gracias a su instinto percibieron el peligro y se alejaron de las playas en cuanto el mar comenzó a alejarse, salvándose. Y esto me hace retornar al artículo de David Brooks. Quizá soy de la clase a la que alude el periodista, la cual, incapaz de soportar todos los duelos que proponen los medios de comunicación, prefiere buscar las anécdotas edificantes. Es cierto que enterarnos de todo lo que ocurre en el mundo nos obnubila (enterarnos, que no estudiar, y de lo que nos enteramos es de que, últimamente, el mundo es todo él una enorme sección de Nota Roja). Pero también es verdad que todo pertenece a un problema similar: no sabemos huir ante el peligro, no sabemos salvarnos, y tampoco sabemos lamentar las muertes de nuestra especie, dejar que pesen en nuestro ánimo el tiempo necesario, como aquí nos ocurrió, por ejemplo, con el temblor de 1985. Por otra parte, no puedo evitar sentir cierta empatía humana con aquellos que perecieron por haberse quedado impresionados viendo las entretelas del mar, pues quedarse transido de admiración es una característica humana muy conmovedora. Ese mar que se levantó la falda y luego soltó un pisotón, como si fuera una corista malévola. Y también entiendo la curiosidad, semejante a la de Plinio el Viejo cuando se empeñó en ver de cerca el Vesubio al borde de la erupción, empeño que le causó la muerte. Quizá en algunos pesó más esta especie de hipnosis un poco mística, que el pensar si una ola enorme caería a continuación y acabaría con sus vidas. A estas alturas, la verdad es que nos hemos
convertido en unos animales muy raros: queremos ser musculosos y perfumados,
pero hemos matado por completo el olfato, el oído, el tacto. Nos
enteramos de todo lo que ocurre, pero sabemos muy poco. Frívolos,
dirán unos. Trágicos, más bien.
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