Usted está aquí: sábado 5 de febrero de 2005 Opinión La sed

Georges Simenon

La sed

En diciembre de 1934, el escritor belga Georges Simenon (1903-1989) emprendió un largo viaje que lo llevó a lugares como las islas Galápagos, Australia o el Mar Rojo. Durante esa travesía hizo una escala en Tahití, isla de la Polinesia francesa, donde escribió La sed, única novela que pergeñó en ese periplo, en la que el creador del célebre inspector Maigret profundiza en la complejidad de las relaciones humanas en un entorno exótico y alejado de la civilización. Publicado por Tusquets, este libro pronto estará en las librerías del país, por lo que con autorización del sello editorial y a manera de adelanto ofrecemos a nuestros lectores este texto

¿Cuál de los dos hombres había llegado el primero a aquel lugar? ¿Y por qué aquel lugar era diferente del terreno circundante? Imposible saberlo. O, mejor dicho, en lo que atañía al terreno, la maleza era menos densa que en derredor y se advertía, por el mero aspecto del suelo, que allí había que hacer un alto en el camino y no en otra parte.

Ninguno de los dos hombres se había percatado de la presencia del otro mientras miraban en la misma dirección hacia el mar bañado por el sol, sobre el que las velas de una goleta parecía que estuvieran enviscadas. Acto seguido oyeron ese estremecimiento que anuncia que un durmiente va a despertarse, o que un animal va a desperezarse, y los dos hombres, al mismo tiempo, dejaron de mirar el mar y volvieron la cabeza.

No mostraron la menor sorpresa al encontrarse cara a cara. Sin embargo el que tenía barba gris más tupida balbució con emocionada deferencia:

-Señor profesor...

Y el otro, que sólo llevaba perilla, contestó con el silencio. ¡Ya estábamos! Siempre sucedía lo mismo cuando se encontraban.

Cierto que el profesor Frantz Müller casi hubiera podido pretender que la isla le pertenecía. Era el único hombre, en Berlín, a quien se le había ocurrido irse a vivir a un islote perdido en las Galápagos. El único que había trazado lentamente, día tras día, con sus pies descalzos, aquel sendero ya perceptible que descendía hasta el mar. Y al parar siempre en el mismo sitio había creado, sí, creado, aquel calvero en el que el otro, el nuevo, se detenía ahora por iniciativa propia.

Cinco años llevaba allí Müller con Rita, y también había sido él quien les había prestado las semillas de tomate y de berenjena a los Herrmann.

Herrmann lo sabía muy bien, pero no era exactamente ése el motivo de que se mostrase humilde. El motivo se remontaba a tiempo atrás, cuando vivían en Alemania. Allí todo el mundo sabía que el profesor Müller era un eminente médico que escribía obras filosóficas. En cambio, Herrmann era auxiliar de laboratorio en la Universidad de Bonn. ¡La profesión idónea para que comprendiera la distancia que existía entre Müller y él!

Y así, siempre ocurría lo mismo. El profesor no saludaba, no abría la boca. Lo había anunciado de una vez por todas: no merecía la pena venir de tan lejos para intercambiar palabras corteses.

No era orgulloso, ni mala persona, tal vez ni siquiera les guardaba rencor a los Herrmann por turbar la paz de su isla.

(...)

Cuando miraba hacia el mar, entornaba los ojos, y Herrmann notaba que no hacía más que pensar y pensar.

Herrmann era igual de delgado, pero sus rasgos se veían más desdibujados. Aunque sólo llevaba pantalón corto, uno podía imaginárselo en el tranvía de Bonn, con su traje negro, su paraguas bajo el brazo y los ojos soñando despiertos tras las gafas.

(...)

-Ojalá traigan los medicamentos -suspiró Herrmann, lo bastante quedo como para que el profesor no lo oyera si no le daba la gana.

¡Le hubiera gustado tanto hablar! ¡Sobre todo de aquello! Y sabía que era el punto débil de Müller, quien, cuando veía a la señora Herrmann, dirigía siempre una mirada de curiosidad a su vientre, que ya empezaba a hincharse por la maternidad.

¡Un niño que nacería dentro de 5 meses y que habría sido concebido en la isla! ¿Acaso no merecía la pena hablar de eso?

(...)

-¿Ha llegado el barco?

-Anclará dentro de una hora.

Rita estaba desnuda, como de costumbre, no por placer o por coquetería, sino porque habían ido a las Galápagos para acercarse al estado natural. No era fea ni guapa. En Berlín fue una estudiante apasionada por las ideas filosóficas, y luego se casó con un colega de Müller. Había llevado vestidos como todo el mundo, y había invitado a tomar el té y a cenar en una acogedora casa de las afueras.

-Me voy con el profesor Müller -anunció un día a su marido-. No hay nada entre nosotros. No habrá nunca nada, pero quiero acompañarle para ayudarle en sus trabajos y para llevar una vida acorde con mis convicciones.

(...)

-¿En qué piensa, Frantz?

No se tuteaban pese a que iban desnudos y a que compartían lecho. Cuando le hablaba de él a la señora Herrmann, Rita decía siempre ''el profesor".

(...)

-Rita.

-¿Sí?

-Tendrás que ponerte algo...

Rita se puso sonriendo un pantalón corto. Müller no era celoso, pero aún tenía salidas de ese tipo. Sobre todo porque a bordo del San Cristóbal, que llegaba cada seis meses de Ecuador, solían venir periodistas que querían entrevistarle. Por eso sonreía Rita. Conocía las pequeñas flaquezas de Müller y sabía, por ejemplo, que se pondría de mal humor si en esta ocasión no acudían periodistas. Miraba a su alrededor y creaba expresamente cierto desorden en la cabaña, a fin de alejar toda sospecha de vida convencional.

(...)

Quinientos metros más abajo divisaron el San Cristóbal, que ya había recogido velas.

-Hay una mujer a bordo -observó Rita.

Había visto un vestido blanco en la proa. La aparición resultaba incluso bastante sorprendente, pues la silueta, encaramada al bauprés, dominaba el mar en una actitud extraña de vuelo o de desafío. Semejaba uno de esos mascarones de proa que esculpían los antiguos marinos, pero la tela blanca vibraba con la brisa y la cabeza de la mujer, echada hacia atrás, parecía como ebria de placer.

Pese a la distancia se oían ruidos y un murmullo de voces. Luego sonó de repente el estrépito del ancla al caer al mar y de la cadena al desenrollarse.

Müller continuaba caminando. Le seguían Rita y el asno. Se perdían en las umbrías del sendero y, de tarde en tarde, como nadadores, salían a la superficie.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.