Usted está aquí: miércoles 2 de febrero de 2005 Opinión Gobierno ineficiente, Estado débil

Luis Linares Zapata /II

Gobierno ineficiente, Estado débil

El grado de ineficiencia alcanzado por el gobierno federal, en su lucha contra el crimen organizado, ha producido un fuerte diferendo con la administración de un George W. Bush engreído por su triunfo electoral para el segundo de sus mandatos. El descontrol sobre las feroces actividades de los narcotraficantes es tal que no puede ser ocultado por los desplantes ordenados por Fox, tanto al Ejército como a los gendarmes federales que han ido a sitiar ciudades de la frontera y catear prisiones ahora llamadas, de manera irónica, como de alta seguridad. Y menos serán aplacadas las críticas, ya bien generalizadas en lo interior, por las rampantes amenazas del procurador Macedo de la Concha cuando asegura que se mantendrá atento sobre aquellos que intervengan en este sombrío tema, porque pueden ser aliados de maleantes. Las artificialmente duras palabras del abogado Creel (al parecer Secretario de Gobernación), acerca de limpiar y mantener limpias las celdas de las penitenciarias, como una tajante respuesta llena del coraje que se requiere para apaciguar a los atónitos e inquietos ciudadanos, no pasa de ser un eufemismo de la falta de programas, diseño de políticas bien estructuradas y mejor operadas contra el crimen organizado, como todo asunto de seguridad nacional.

Figura central en el caos que se enseñorea por el país, el procurador ha estado mucho más atento a los pleitos de callejón que mantiene y alienta, de manera diaria, el mismo Presidente, su jefe inmediato, contra sus rivales partidarios, que de todos los demás problemas que cotidianamente llegan a su oficina para recibir, lo que para muchos observadores, es ya una dudosa responsabilidad. Trátese de gobiernos del pasado, sus preferidas referencias para deslindar al que llama el gobierno del cambio; sean algunos de los priístas que se le oponen con denuedo para sabotear, según afirma, sus reformas que no cuajan ni, en realidad, formula con tino; o sea también su más sentido punto de referencia hacia el futuro, concentrado en la persona del tabasqueño que gobierna la gran ciudad de los mexicanos, el presidente Fox no ceja en introducir ríspidas puyas que crispan el ambiente y distraen a los subordinados funcionarios de sus quehaceres públicos. No ha de pasar día, desde hace un año por lo menos, en que el general procurador pueda olvidarse del proceso de desafuero que inició contra el jefe de Gobierno. Este, por su parte, tampoco dejará que salga intocado de la que ya es una fragorosa y generalizada riña. Al contrario, y como debía ser en una disputa como la que se desarrolla de cara a la ciudadanía, López Obrador responde con la energía, no exceptuada de argumentos y razones legales, contra el que considera origen, y mano no tan oculta, de tan delicado como truculento asunto político.

El mismo subprocurador Vasconcelos tiene demasiadas ocupaciones laterales como para desarrollar la función como la que debía esperarse de un cuerpo de elite dedicado a combatir el crimen organizado. Varias veces ha servido como ariete del oficialismo en las discusiones entre partidarios, aspirantes a 2006 y hasta personajes celebres de antaño. Irritado por las supuestas ofensas de un aguerrido ex publicista de Fox, Vasconcelos ha recurrido, inútilmente por cierto, al auxilio de varios comunicadores para que testifiquen en una demanda por daño moral, asunto que, sin duda, lo distrae de las que deberían ser estratégicas ocupaciones. Mientras tanto, que las bandas sigan matándose, al fin que sólo se trata de asesinatos entre ellas, han de pensar muy quitados de la pena hartos burócratas recluidos en sus cómodas oficinas de la ciudad de México. Los 30 muertos en un mes en Sinaloa a nadie parecen poca cosa y menos aún pasarán desapercibidos para una administración republicana, preocupada por el fantasma del terrorismo y que, desde un principio, quiere aparejarlo con la porosidad de una frontera sin la debida vigilancia.

En conjunto, todo ello forma un desolado panorama donde el fracaso se inscribe en la cuenta de un gobierno de gerentes, pretendidamente eficiente, que no ha sabido encontrar la ruta ni los contenidos de sendas políticas públicas, convenientes y requeridas para mantener a flote el asunto básico de todo Estado: la seguridad de sus ciudadanos e instituciones. El Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), al que se debía haber destinado una gran reforma legislativa para su control y eficaz funcionamiento, se despliega y gasta en persecución de políticos incómodos, en apoyo de conspiradores y maleantes, como el señor de los videos o sus agentes son sorprendidos circulando en sentido contrario por céntricas calles de una colonia de postín.

En lugar del uso de respuestas de alto perfil publicitario, temporales e insostenibles, tareas fundamentales quedan pendientes y nebulosas. Unas de coordinación interinstitucional, entre las diversas policías, los distintos niveles de gobierno o las de profesionalización de los cuerpos represivos son raras o inexistentes. Otras básicas de informática, como la recopilación sistemática de las bases de datos tanto de policías como de delincuentes, aun esperan su concreción. Los esfuerzos para preparar, con esmero y suficiencia los investigadores y agentes para relevar al Ejército de tareas alejadas de sus originales encomiendas se hacen, con los meses, raquíticos. Frustrante destino se observa en la apropiación de los recursos presupuestales indispensables para llevar a cabo tanto múltiples como costosos programas. Y la legislación requerida para dar oportunidad al aparato de justicia de auxiliar, sin jueces venales o amedrentados, en esta despiadada lucha contra el crimen, se queda varada o responde a visiones de corto plazo. El resultado es la acrecentada conciencia colectiva de una derrota como futuro previsible.

 
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