Jornada Semanal,  domingo 30 de enero  de 2005             núm. 517

MIENTRAS MANEJO

Ayer me perdí. No es una imagen (aunque vendría mucho al caso) del estado de mi ánimo o mi espíritu. Me perdí porque no sabía cómo regresar a mi colonia. Y esto no tendría nada de raro si me hubiera ocurrido en alguna delegación lejana, pues esta ciudad da para varias excursiones misteriosas; pero me extravié en el rumbo de la casa de mis padres, donde viví de los trece a los veintitrés años. No pasaba por algún trance que me confundiera especialmente, ni había bebido una sola gota de alcohol. Me desencaminé porque en la avenida conocida por los habitantes de esos derroteros como "la bajada", de pronto cambió el sentido. Sin mucho aviso, lo juro. Y nos hicimos bolas, decenas y decenas de chilangos en sus coches, la mayoría en un estado lamentable de impaciencia.

Yo quise, por una vez, estar serena. Miraba melancólicamente el paisaje, sin reconocerlo del todo: los árboles secos por el invierno y empanizados con polvo gracias a las obras del segundo piso del Periférico, los negocios cerrados, las casas acordonadas por largos tramos de malla ciclónica. Me dolían las piernas de tanto meter el clutch, y sentía el sol de invierno en el cachete derecho, caliente como una plancha.

–¿A poco por aquí estaba el dentista…? ¿Y la pastelería? ¿Y el café…? -me pregunté.

Mientras, el pesero que iba detrás de mí me amenazaba con rotundas pisadas al acelerador, tosco sucedáneo del claxon, como si yo anduviera en el Batimóvil y pudiera salir volando, en lugar de transitar en un coche modesto y ya un poco viejo, que ni radio tiene. Es más, si mi coche tuviera alas, ya se las habrían robado y algún haragán las estaría vendiendo en la Buenos Aires.

Los otros automovilistas se mentaban la madre entre sí, o daban vueltas en círculo –no exagero nada– como los carritos chocones de Chapultepec.

La aguja que marca la temperatura del motor subía, hasta que me vi obligada a apagarlo. Otros ya lo habían hecho y los demás nos imitaron, así que un insólito silencio se extendió sobre la calle, interrumpido de vez en cuando por un claxon desalentado, que sonaba por no dejar.

Me acordé que durante las obras de los ejes viales, mi cuñada, habitante del DF, bautizó a Hank González como Gengis Hank, por la destrucción que dejaban a su paso las huestes de trabajadores del Departamento; o el recoche, en lugar de regente.

Al observar a la señora de junto, vi que le ardían los ojos. Se frotaba los lagrimales con la punta del índice, con cuidado, pero lagrimeaba. Cuando pudimos arrancar de nuevo, se le había corrido el rímel y parecía una versión fresísima de Alice Cooper.

Pasaban los minutos. Se convirtieron en horas. Otro recuerdo acudió a mi mente. Hace unos años, en un embotellamiento épico, no debido a una marcha, sino a un desfile de personajes de Disney en carros alegóricos, el hombre que iba junto a mí bajó la ventanilla y me gritó:

–Ya no se puede vivir así. ¿No está usted harta?

–Harta. Pero ¿qué hacemos? –respondí, con una falta de imaginación pavorosa, que hasta quiero pensar que se debía al estado deplorable de mi cerebro después de horas y horas de respirar lo que salía de los escapes que me rodeaban.

–Pues yo ya estoy fastidiado –dijo el señor.

–Sí… –(mi falta de inspiración duró toda esa tarde).

De pronto el hombre me gritó:

–¡Adiós!

Salió de su coche, lo cerró y se fue. Yo me asomé a gritarle:

–¿Lo va a dejar aquí?, ¿y si se lo roban?, ¿si lo arrastra la grúa?

–Me vale, ¿me oye? Me vale madres. Que hagan con él lo que sea, yo me largo… –y se fue, caminando entre los coches apagados.

Me bajé del coche y le grité sin mucha convicción:

–Regrese… si quiere le presto un libro –porque traía en la guantera Un antropólogo en Marte, de Oliver Sacks. Pero el señor ni siquiera se volvió a mirarme y apretó el paso.

Decidí, por lo menos, hacer unas cuantas sentadillas y estirar los brazos. El automovilista que quedaba a mi derecha se bajó también.

–¿Se fue?

Asentí.

–Pues es que sí dan ganas de largarse –dijo.

Asustada, lo convencí de que lo mejor era esperar. Temí que el impulso de fugarse del embotellamiento se extendiera y yo me quedara sola, sin poder moverme en medio de un rebaño de coches apagados. Finalmente, arrancamos.

Nunca supe que pasó con el coche del desertor, pero el gesto me pareció vagamente heroico, desafiante. Hubo ahí un como desprecio por los coches que me gustó.

Si yo fuera atrevida, así como él, dejaría el coche en mi casa, y andaría en bicicleta. Pero, ay, me da miedo.