La Jornada Semanal,  30 de enero de 2005        517


N O V E L A

LA INVISIBLE FRONTERA
 

GABRIELA VALENZUELA NAVARRETE

David Toscana,
El último lector,
Mondadori,
México, 2004.

"Alguien que quiere ser lector, si va a una biblioteca y no sabe por dónde empezar puede elegir mal," declaró en ocasión reciente David Toscana. "Para ser un país de lectores necesitamos quinientos títulos con grandes tirajes, no megabibliotecas." Esa parece ser también la filosofía de su nuevo personaje protagónico, Lucio Mireles, bibliotecario de oficio y juez literario incorruptible, que ofrece la gloria del estante o el infierno del basurero y las cucarachas a los libros que va leyendo.

Los elementos sobre los que está construida El último lector son familiares y hasta queridos en la literatura mexicana: la sequía, el calor abrasador, el personaje muerto que reúne a todos los demás. Sin embargo, hay un sitio que parece no encajar del todo a primera vista en un escenario como Icamole: la biblioteca municipal. En un pueblo en el que la supervivencia es una verdadera lucha diaria, una botella de agua es mil veces más valiosa que un libro... excepto quizá para quien recurre a la imaginación para olvidar el hambre y la sed.

Lector que no tiene más condición ideal que la del tiempo disponible, Lucio se convierte pronto no en un protagonista en sufrimiento como cualquier otro, sino en el pretexto que permitirá a Toscana conducir la reflexión que da sostén a su relato. En ese sentido, el libro de David es metaficcional, sólo que en lugar de pensar sobre el acto de la escritura, lo hace sobre el de la lectura, sobre qué es un buen libro, sobre por qué hay tantos malos títulos como novedades del mes, en fin, sobre una de las cuestiones que más perturban a lectores y escritores: ¿qué es literatura y qué no?

Inserta la anécdota en los días en los que se investiga el hallazgo de un cadáver, los libros de Lucio terminan convirtiéndose en una especie de oráculo que rige la vida de todos en el pueblo, migrantes, amantes, criminales y víctimas, con una precisión casi cronométrica. Y si bien el bibliotecario parece ir volviéndose un poco loco, su manía por las buenas historias revela una sabiduría esencial para quienes pasan horas discutiendo sobre tiempos de la historia y tiempos del relato y demás tecnicismos, y olvidan el placer primario de leer por gusto: "El tiempo de la novela", dice Lucio, "es un presente permanente, un tiempo inmediato, tangible y auténtico" porque el personaje de una novela es más real que un héroe sepultado en la Rotonda de los Hombres Ilustres.

La ambición del autor no sólo se dirige hacia la exposición de sus ideas sobre las buenas novelas o los malos escritores; también es un ejercicio de contar una historia dentro de otra historia, o más bien muchas historias, la de Anamari que se convierte en Babette, la de Lucio que se convierte en Pierre Laffitte para contar otra historia de Porfirio Díaz... En fin, la de un anónimo lector que se convierte en el bibliotecario con el poder de decidir dónde está la invisible frontera entre la ficción y la realidad •